La ley natural nos proporciona la llave de la felicidad
Cláudio Bueno da Silva, autor del Especial titulado
La moral como agente de transformación, uno de los
relieves de esta edición, escribe sobre el autodominio y
el impacto de la moral del Cristo y de la doctrina
espírita en la formación de un hombre nuevo.
Llamamos la atención del lector para este fragmento de
su artículo:
¿Qué se busca en la tierra, al final? ¿La felicidad, la
paz, la justicia, la fraternidad? La respuesta a la
pregunta 614 de El Libro de los Espíritus explica
serenamente esa cuestión: “La ley natural es la ley de
Dios; es la única necesaria a la felicidad del hombre;
ella le indica lo que él debe hacer o no hacer, y él
sólo se torna infeliz porque de ella se aparta.”
Otro estimulo en ese sentido viene de la respuesta a la
cuestión 930, en el mismo libro: “El orden social
apoyado en la justicia y en la solidaridad se instalará
cuando el hombre practicar la ley de Dios.”
Como está dicho claramente en el texto arriba
reproducido, la ley natural es la ley de Dios, la cual,
según las enseñanzas espíritas, está escrita en la
conciencia de cada una de sus criaturas.
No es, pues, por simple coincidencia que es en el
terreno de la conciencia que trabamos la batalla entre
nuestras malas tendencias y las virtudes incipientes,
una lucha de la cual ni siempre salimos vencedores.
La dificultad que tenemos en ese asunto es más común de
que se piensa, y ni representantes de relieves en la
historia del Cristianismo, como Pablo de Tarso, fueron a
ella inmunes.
En conocida carta dirigida a los Romanos, el apóstol de
los gentíos escribió:
Porque no hago el bien que quiero, pero el mal que no
quiero ése hago. Luego, si yo hago lo que no quiero, ya
lo no hago yo, pero el pecado que habita en mí.
(Romanos, 7:19-20)
El testimonio de Pablo confirma como es difícil luchar
en contra el hombre viejo que traemos en
nosotros.
Difícil, sí, pero no imposible, como él propio
revelaría, años después, en una epístola dirigida a los
Gálatas, de la cual extraemos este versículo:
Ya estoy crucificado con Cristo; y vivo, no más yo, pero
Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne,
la vivo por la fe del Hijo de Dios, lo cual me amó y se
entregó a sí mismo por mí. (Gálatas, 2:20)
Quien ya leyó al respecto de las peripecias que
envolvieron la vida y la obra de Pablo de Tarso sabe,
ciertamente, cual el coste gracias al cual el apóstol
llegó a la condición por él descrita en la carta arriba.
La observancia de la ley de Dios es, pues, sin discusión
el requisito que nos pondrá en el camino de la verdadera
felicidad.
Seguir la ley de Dios es actuar de forma irreprensible,
observando la propia conciencia, comparando el
comportamiento realizado y estableciendo un paralelo
entre el deseo de acertar y la acción perpetrada.
Por más conturbados que estén nuestros pensamientos, la
libertad de escoger y decidir nuestros pasos pertenece
siempre a nosotros, una vez que el libre albedrío es
privilegio de los seres pensantes.
En cuanto el hombre buscar consolaciones en el mundo
exterior y no en Dios, vivirá desorientado y entregue al
sabor del viento, cultivando la vanidad y buscando la
satisfacción de sus deseos, mismo los inconfesables.
Evidentemente, cuanto más centrado y más enfocado en la
búsqueda de la virtud, más conforme a la ley de Dios
estará, consciente de que el desvío de la ruta tendrá
como consecuencias la estagnación, el sufrimiento y la
pérdida de las oportunidades de crecimiento y elevación,
que es el objetivo central de nuestra presencia en el
mundo.
Traducción:
Elza Ferreira Navarro
mr.navarro@uol.com.br