El
payasito
triste
Guillermo era un niño que había aprovechado muy bien sus
lecciones en el colegio y había pasado de año con éxito.
Entonces, sus padres, muy amorosos, le concedieron unos
días de vacaciones en una conocida ciudad de playa en
esa región.
Eufórico, Guillermo hizo la maleta y, junto con sus
padres y su hermanito, salieron de viaje un día muy
bonito.
Al llegar, justo a la entrada de la ciudad, vieron un
circo armado, lleno de luces coloridas, jaulas con
bellos animales salvajes, elegantes caballos y monos
graciosos.
Con los ojos grandes de emoción, Guillermo oyó a su papá
prometerles que al día siguiente asistirían al
espectáculo.
Al otro día, a la hora marcada, entraron al circo y
pronto comenzó la función. Bailarinas, equilibristas,
magos y trapecistas se alternaban con los payasos,
monos, elefantes, domadores de animales y muchas otras
cosas.
Con una bolsa de palomitas de maíz en las manos,
Guillermo seguía todo riendo y aplaudiendo satisfecho.
De repente, vio a uno de los payasos que hacía piruetas
y daba saltos mortales en la pista. A pesar de su amplia
sonrisa, sus ojos estaban tristes. Cuando él se acercó
más, Guillermo se dio cuenta de que dos lágrimas
brillaban en su rostro pintado. Desde ese momento en
adelante, ya nada tuvo gracia y la figura del payaso
triste no se fue de su cabeza.
A la mañana siguiente se levantó y, en vez de ir a la
playa, volvió al circo. El aspecto ahora era muy
diferente. Ya no había bellas luces coloridas y la
impresión de lujo y riqueza se había desvanecido
totalmente. Afuera, algunas personas hacían la limpieza
del local mientras otras lavaban y alimentaban a los
animales.
El niño preguntó dónde podía encontrar al payaso triste
y le informaron que él estaba en la pista.
Al entrar en la enorme carpa del circo, ahora vacío, a
Guillermo le pareció oír todavía los aplausos y los
gritos del público.
Luego lo vio. Una pequeña figura sentada en el piso, con
la cabeza entre las manos.
- ¡Hola! – saludó Guillermo.
El payaso levantó la cabeza al oír la voz desconocida.
- ¡Hola! ¿Qué te trae por aquí, pequeño?
- Bueno, es que yo quería ver a un payaso de cerca.
- ¡Ah! Estoy seguro de que te vas a decepcionar. Soy
solo un hombre como cualquier otro.
Guillermo se sentó junto a él y dijo:
- ¡Qué extraño! Siempre pensé que los payasos vivían
siempre sonriendo y jugando, como si la vida fuera una
fiesta – comentó el niño.
- Puro engaño, hijo mío. Muchas veces la gente ríe para
no llorar – afirmó con tristeza.
- Ahora entiendo eso. Justo ayer, durante la función, me
di cuenta de que estabas triste.
¿Por
qué?
- ¡¿Te diste cuenta?!... La verdad es que tengo
problemas muy graves.
Y el payaso le contó que tenía una hijita enferma y no
tenía dinero para llevarla al médico. Contento por poder
ayudar, Guillermo sonrió y le aseguró:
- ¡Vamos, no te aflijas! Mi papá es médico y podrá
examinar a tu hija.
El niño salió corriendo y, poco después, volvió
acompañado de su papá. El payaso los acompañó hasta
donde estaba su hija enferma y ellos se quedaron
impresionados con la miseria del lugar. El carro en el
que viajaban y que les servía de morada era muy pobre e
incómodo.
El médico examinó a la niña y afirmó al papá que ella,
además de tener neumonía, también estaba desnutrida, y
necesitaba alimentarse mejor.
- Lo sé, doctor – dijo el payaso. Pero no tengo dinero.
Gano poco y no me alcanza para los gastos más urgentes.
- No se preocupe. Su hijita necesita ser hospitalizada,
pero pronto estará bien, con ayuda de Dios.
El médico condujo a la niña al hospital donde pronto fue
medicada. En seguida, él llevó una cesta conteniendo
productos alimenticios que alcanzarían para muchos días,
entregando también al payaso un sobre con una buena
cantidad de dinero.
Sorprendido, el pobre hombre dijo:
- ¡Pero, doctor, no sé cuándo podré pagarle!
- No se preocupe. Solo quiero que haga felices a los
niños.
Después de algunos días la niñita volvió a su casa
contenta y saludable.
Era el último espectáculo del circo. Levantarían el
campamento al día siguiente. Guillermo y su familia
estaban en primera fila.
El payaso se acercó, trayendo en sus manos un lindo
globo rojo amarrado con un cordón. Al llegar junto a de
Guillermo le entregó el globo con una sonrisa feliz.
- Ahora no eres más un payasito triste – dijo el niño.
- No. Gracias a ti puedo sonreír nuevamente. No sé cómo
agradecerte todo lo que hiciste por mí.
El médico, de buen humor, afirmó:
- Es fácil. Haga un espectáculo muy alegre para alegrar
a los niños.
Con una última mirada agradecida, el payaso se alejó
dando volteretas y haciendo payasadas, acompañado por
las risas de todos. Guillermo suspiró, satisfecho. El
papá miró al niño con cariño:
- Muchas veces, el sufrimiento y el dolor están donde
menos esperamos, hijo mío. Es necesario tener
sensibilidad para descubrir dónde está la necesidad de
las personas. Si no fuera por ti, nadie se habría dado
cuenta del problema del payaso.
Muy
bien, Guillermo,
Jesús
de seguro está contento contigo.
Y, abrazando al hijo con ternura, dijo:
- La verdad es que donde estemos podemos ayudar a
alguien. Basta que se tenga buena voluntad y amor en el
corazón.