El esfuerzo de la semilla
La semillita se soltó del árbol y cayó en el suelo, y
ahí se quedó. Un día, el viento pasó soplando fuerte y
la arrastró lejos.
En ese lugar extraño, lejos del lugar donde siempre
había vivido, lejos del árbol madre que la había
protegido, la semillita se sentía solitaria, pero
confiaba que su vida iba a cambiar. Una mañana, mirando
hacia lo alto, vio pesadas nubes que se juntaban en el
cielo y sintió que iba a llover.
Luego, el viento comenzó a soplar y la lluvia cayó
fuerte, mojando la tierra, acumulándose en charcos y
después formando un pequeño riachuelo.
La semillita, asustada, se vio arrastrada por la
inundación por un largo trecho... hasta que se dio
cuenta de que se había detenido. El lodo terminó por
envolverla y allí se quedó, escondida en la oscuridad,
cubierta por la tierra.
Sin poder ver nada, la semilla se sentía muy triste.
Estaba sola y sin poder salir de aquel lugar donde no
entraba luz. No le gustaba la oscuridad, ni la humedad,
ni la tierra que la mantenía presa impidiéndole ver el
sol.
Sin embargo, ella no perdía las esperanzas de tener un
futuro mejor. Confiaba en que el Creador no la había
hecho nacer en vano.
Y la semilla sentía la vida palpitando dentro de sí:
Toc... toc... toc... Eran los latidos de su corazón.
¿Pero de qué servía tener un corazón, sentirse viva, si
no podía hacer nada, sometida a la inutilidad bajo la
tierra?
Entonces, la semilla, en lágrimas, oró con mucha fe:
- Ayúdame, Señor. ¡Quiero tener una vida diferente,
hacer algo útil y bueno! No me dejes aquí sin poder
hacer nada.
Después, cansada de llorar, la semilla terminó por
acomodarse, durmiéndose acurrucada en la tierra.
Cierto día, algún tiempo después, ella despertó. Había
dormido bastante. Se sentía descansada. Tuvo ganas de
estirarse.
Llenó el pecho de aire y abrió los brazos con fuerza.
Entonces, vio que dos delicados brotes surgían de su
cuerpo. Más animada, empezó a hacer fuerza. Se estiró...
estiró... estiró bien los brazos... ¡y, llena de
alegría, logró romper el suelo!
Y un espectáculo hermoso surgió ante sus ojos
maravillados: el cielo azul, los árboles verdes y
floridos que existían allí cerca, los pájaros, y
especialmente el sol, cuyos rayos tibios calentaban su
cuerpo, fortaleciendo su savia.
Pocos días después, ya era una linda plantita, fuerte y
decidida, llena de pequeñas ramas y de hojas verdes.
En breve, había crecido y se había transformado en un
bello arbusto. No tardó mucho, y era un árbol, de tronco
robusto y cuyas ramas crecían hacia todos los lados
formando una gran copa.
¡Sorprendida y feliz, descubrió que era un manzano!
Ahora, mirando todo desde lo alto, el manzano pensaba en
cómo había cambiado su vida. Los pájaros venían a hacer
nidos en sus ramas; los pequeños animales se abrigaban
bajo su copa; las personas se protegían bajo su sombra,
los niños subían a sus ramas y, en el momento oportuno,
cosechaban sus frutos, alimentándose con sus dulces y
sabrosas manzanas. Y hasta los gusanos que había en la
tierra se beneficiaban, aprovechando los frutos
estropeados que caían al suelo.
Y el manzano acogía a todos, satisfecha por poder ser
útil. Ahora se sentía feliz y realizada.
Su corazón grande y generoso, repleto de gratitud,
reconocía cuánto le debía a la tierra que la acurrucó en
su seno por tanto tiempo, al agua que mantuvo latente su
vida y al calor del sol que le había dado condiciones de
crecer y desarrollarse.
Entendía ahora que sin las dificultades que había pasado
no podría haber llegado a ser el hermoso árbol en que se
había transformado.
Y, desde luego, agradecía a Dios que la había creado,
consciente de que necesitaba pasar por aquel proceso de
aprendizaje para crecer y realizar la tarea que le había
sido destinada. Se sentía importante; había dejado de
considerarse inútil. Su tarea podría ser pequeña, pero
solo él la podía realizar, y por eso ahora se
consideraba muy feliz.
TIA
CÉLIA
Traducción:
Carmen Morante:
carmen.morante9512@gmail.com