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El Espíritu y la
corporeidad |
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El objetivo de la reencarnación fue establecido por
Allan Kardec, al reproducir el siguiente pensamento de
los Espíritus:
[...] si no existieran montañas, no comprendería el
hombre que se puede subir y descender; si no existieran
rocas, no comprendería que hay cuerpos duros. Es preciso
que el Espíritu gane experiencia; es preciso, por lo
tanto, que conozca el bien y el mal. He ahí porqué se
une al cuerpo. ¡
El Espíritu, según el texto, se une al cuerpo, a través
de la dinámica de la reencarnación, para comprender,
conocer y ganar experiencias. Experiencia consiste en el
acto o efecto de experimentar, surgiendo de esa
experimentación correcta práctica, que se traduce en
habilidad. Los autores del texto evocan muchos más
estados de sentimientos de lo que estados de intelecto.
Nadie puede explicar a otra persona, que nunca conoció
determinado sentimiento, o en qué consisten la calidad o
el valor de él. Necesitamos tener oídos musicales para
juzgar del valor de una sinfonia; necesitamos sentirnos
enamorado para comprender el estado de espíritu de un
enamorado. Si nos faltara el corazón o el oído, no
podríamos interpretar con justicia al músico ni al
amante.
Por otro lado, al afirmar que es necesario que el
Espíritu adquiera experiencia a través del conocimiento
del bien y del mal, pueden estar refiriéndose a
vivencias en contextos ambientales distinguidos (en unos
predomina el bien, en otros, el mal), pero, tal vez,
prioritariamente, están reportándose al aprendizaje que
el Espíritu va construyendo para sí a través de sus
aciertos y errores. No al conocimiento teórico, que sólo
suministra una descripción exenta de vivencia. Sino a la
experimentación viva y real de la realidad propuesta.
Leer sobre cierto dolor en un compéndio médico no da al
paciente la experiencia de verdaderamente, conocer la
esencia del dolor. Es la vivencia que da el total
conocimiento, pues une la teoría a la práctica, cerrando
el círculo del saber. Así, ellos tal vez estén
refiriéndose menos al conocimiento intelectual del bien
y del mal (saber que ciertas cosas están erradas), y más
al conocimiento experimental del bien y del mal (conocer
el sentimiento del error y del acierto). Determinadas
experiencias que dan placer al Espíritu son repetidas
por él en la búsqueda de perfeccionar una fórmula que le
de gratificación. Otras, cuyo resultado final no lo
satisface, son evitadas. Es así que, poco a poco, él va
construyendo su metodologia en el intento de sufrir
menos.
Examinando el tema, el antropólogo cubano Fernando Ortiz
recuerda que el evolucionismo de los espíritas es tan
fatal como el de los biólogos. Si los naturalistas dicen
natura non facit saltum (la naturaleza no da saltos),
los espíritas podrán decir, análogamente, spiritus
non facit saltum (el Espíritu no da saltos); el
espíritu ha de subir pausada o rápidamente, según su
esfuerzo, sin embargo escalón a grado, hasta la
superioridade de los “ángeles”.
Algunos puntos son colocados en una reflexión inicial: ¿el
Espíritu podría vivir las experiencias de crecimiento
exclusivamente en la dimensión espiritual? ¿En qué
difieren las experiencias en las dos dimensiones?
Examinemos esas cuestiones.
La literatura mediúmnica contemporánea, especialmente la
vasta obra del Espíritu André Luiz, dictada a través de
Chico Xavier, presenta la noción de las colonias
espirituales, verdaderas ciudades del Más Allá, donde
son descritos hospitales, escuelas, residencias,
vehículos de transporte, parques de música y arte para
entretenimiento etc. Tal realidad metafísica es descrita
al lado de una intensa vida social y comunitaria, que se
identifica, en muchos detalles, con la vida
experimentada en la dimensión física. ¿Es natural, por
lo tanto, que indaguemos si, delante de tal condición,
los Espíritus no podrían expandir sus potencialidades –
el progreso intelecto-moral - exclusivamente en esa
comunidad? ¿Cuál es el sentido de la corporeidad, si
todas las condiciones encontradas aquí, en la Tierra,
son igualmente, encontradas, allá, en las colonias
espirituales?
Aunque la dimensión espiritual, en muchos aspectos, se
identifique con las condiciones de vida en la Tierra,
hay diferencias entre ellas. Son esas diferencias que,
de entre otras cosas, dan un sentido a la reencarnación.
La dimensión física se diferencia de la
dimensión espiritual en los siguientes aspectos:
1- La inserción en un ciclo vital que es propio de la
biología reencarnatoria: nacer, crecer, enamorarse,
reproducirse, crear hijos, envejecer, identificar con un
cuerpo con características genéticas peculiares y vivir
enfermedades que son exclusivas de la organización
corpórea. Cada uno de esos procesos ofrece al
reencarnante posibilidades diferentes de interiorizar
señales que van al encuentro de su propia madurez,
desarrollando sus habilidades. La experiencia de la
gestación y de la maternidad, por ejemplo, es única en
el sentido de vivir ciertas emociones que son exclusivas
de esa condición. Las mujeres que vivieron esas
experiencias pueden decir lo que eso representó para
ellas. De la misma forma, la experiencia del
envejecimiento, que manda recados para la intimidad del
ser. Si bien entendidos y vividos, esos recados pueden
transformarse en elementos de crecimiento. Muchas
personas dicen, al final de la vida: “¡Cuánto aprendí
con la tercera edad! ¡Si hubiera, a los treinta años, la
madurez que tengo hoy, habría cometido menos errores!”
Tal ciclo de vida, como lo conocemos, parece no existir
en la dimensión.
2- La lucha por la supervivencia: la inserción en
la dimensión física coloca al Espíritu en un medio en
que la actividad y el trabajo son prácticamente
obligatorios, de lo contrario, viene el hambre, la
enfermedad y la muerte. Eso no se da en la dimensión
espiritual (aún porque, ya estando muertos, no pueden
morir nuevamente).
El trabajo es el motor del progreso y la actividad
incesante es la palanca en el desarrollo de las
inteligencias. Resolver problemas relacionados al propio
acto de vivir desarrolla las inteligencias y expande las
posibilidades mentales del Espíritu. Historicamente,
nosotros somos supervivientes de grandes tragedias, que
exigieron de nosotros un esfuerzo inmenso. Debemos a ese
esfuerzo nuestra supervivencia. Hace cerca de 65
millones de años, la caída de un enorme meteorito en el
golfo de México, dizminuyó al 90% de los seres vivos en
la Tierra. Nuestros antepasados sobrevivieron porque
fueron capaces de superar las adversidades. Mucho tiempo
después, cuando África se hizo gradualmente más seca y
desaparecieron las selvas tropicales, nuestros primos
más próximos, los símios primitivos, tuvieron que
escoger entre dos caminos: permanecer confortablemente
en las selvas restantes o descender de los árboles”, en
busca de un nuevo hábitat. Los antepasados de los
chimpanzés, de los gorilas, de los gibones y de los
orangutanes se dejaron quedar, dando origen a los
primates actuales. Los antepasados de otros símios si
abandonaron la selva y se lanzaron en la competición con
los otros animales terrestres, ya adaptados al suelo.
Era una tara peligrosa, pero que fue venturosa: esos
símios dieron origen al hombre. Así, por haber superado
las adversidades y admitiendo valientemente los desafíos
es que nos hicimos lo que somos.
3 - El periodo de la infancia, haciendo el
Espíritu más accesible al perfeccionamiento del carácter,
a través de la educación y de los buenos ejemplos de los
padres, profesores, y de la intervención saludable de
las religiones. Esas intervenciones, cuando positivas,
pueden auxiliar en la transformación moral de la
individualidad. ¿Cómo transformar, en hombres de bien,
tantos Espíritus cristalizados en el mal, sino haciendo
que pasen por periodos múltiples de infancia,
llevándolos a la convivencia sana con padres amorosos,
pero disciplinadores, que estarán sembrando en sus
corazones las semillas de la bondad, de la justicia y de
la consideración por el semejante? Se lee en
Kardec: No es raro que un mal Espíritu pida le sea
dado buenos padres, en la esperanza de que sus consejos
lo encaminen por mejor senda y muchas veces Dios le
concede lo que desea. No existe infancia, como la
conocemos, en el mundo espiritual¡¡
4 - El olvido del pasado, que permite a la
individualidad convivir con sus desafectos, sin
acordarse de los desatinos perpetrados recíprocamente.
Tales recuerdos podrían reanimar animosidades, creando
obstáculos a la armonización de las relaciones. El
recuerdo de nuestras personalidades
anteriores tendría inconvenientes muy graves; podría, en
ciertos casos, humillarnos mucho; en otros, exaltar
nuestro orgullo y, por eso mismo, dificultaría nuestro
libre-albedrío. Según Kardec, Dios dio, para mejorarnos,
exactamente lo que es necesario y basta: la voz de la
conciencia y nuestras tendencias instintivas,
privándonos de lo que podría perjudicarnos. Si
tuviéramos recuerdo de nuestros actos personales
anteriores, tendríamos igualmente la de los otros, y ese
conocimiento podría tener los más desastrosos efectos
sobre las relaciones sociales. ¡¡¡Kardec,
examinando el retorno del Espíritu al mundo corpóreo,
comenta que, cuando el niño respira, comienza el
Espíritu a recobrar las facultades, que se desarrollan a
medida que se forman y consolidan los órganos que le han
de servir a las manifestaciones. Pero, al tiempo que el
Espíritu recobra la conciencia de sí mismo, pierde el
recuerdo de su pasado, sin perder las facultades, las
cualidades y las aptitudes anteriormente adquiridas, que
habían quedado temporalmente en estado latente y que,
volviendo a la actividad, van a ayudarlo a hacer más y
mejor de lo que antes. Él renace cuál se había hecho por
su trabajo anterior; su renacimiento le es un nuevo
punto de partida, un nuevo escalón a subir. Aún ahí la
bondad del Creador se manifiesta, por cuanto, añadida a
las amarguras de una nueva existencia, el recuerdo,
muchas veces aflictivo y
humillante del pasado, podría turbarlo y crearle
obstáculos. Él trae lo que aprendió bajo la forma de
tendencias e inclinaciones, por serle eso útil. He ahí,
pues, que surge un nuevo hombre por más antiguo que sea
como Espíritu. Adopta nuevos procesos, auxiliado por sus
adquisiciones precedentes. Cuando retorna a la vida
espiritual, su pasado se le desplega delante de los ojos
y él juzga como empleó el tiempo, si bien o mal. No hay,
por lo tanto, solución de continuidad en la vida
espiritual. Cada Espíritu es siempre el mismo yo, antes,
durante y tras la encarnación, siendo esta, apenas, una
fase de su existencia.
5 - La convivencia con personas de nivel evolutivo
diferente. En la dimensión espiritual, la ley de
sintonía es absoluta. Los semejantes se buscan en la
inmensidad del espacio, constituyendo grupos de afines.
En la dimensión física, eso no se da – viven todos en un
“cesta de gato”: el responsable al lado del
irresponsable, al lado del irresponsable, el justo al
lado del injusto, el sabio al lado del obtuso, el gentil
al lado del grosero etc. La convivencia en la diversidad
estimula el progreso. Los que se hallan en condición
evolutiva inferior tienen, en sus superiores, el ejemplo
y el estímulo para la autosuperación. Los que se
encuentran en posición superior encuentran en la
convivencia con los que están en posición inferior las
oportunidades para ejercitar la tolerancia, la paciencia
y la perseverancia. Por eso, las diferencias que existen
entre nosotros no deben ser sólo respetadas, ellas son
la riqueza
de la humanidad, pues forman el caldo de cultura que
sirve de base para una filosofía del diálogo. Si todos
fueran absolutamente iguales no encontraríamos los
elementos deflagradores del desarrollo personal. Kardec
admite eso al decir que la desigualdad existente
entre los
Espíritus es necesaria a sus personalidades.v
Las condiciones diversas implícitas en el concepto de
corporeidad permiten al reencarnante vivir experiencias
diferentes, que son siempre experiencias de crecimiento.
En cada experiencia, él va interiorizando conquistas,
aprendiendo con los errores, expandiendo las
posibilidades de la mente, elaborando emociones,
conquistando sentimentos superiores, desenvolvendo las
potencias del Espíritu, durmientes en su individualidad.
Son múltiples las experiencias: la experiencia de la
escasez y la experiencia de la abundancia, del desafio
profesional y de la perseverancia, de la enfermedad
crónica y de la limitación de uno de los sentidos
físicos. También la experiencia de la belleza, de la
feura, del desempleo, del desastre financiero, de la
genética desfavorable de los adicciones sociales y de la
dependencia química, del ambiente pernicioso, del mal
ejemplo de los padres, del buen ejemplo de los padres,
del ambiente saludable, de la soledad y de la
frustración afectiva sensibilizándonos a cuidar mejor de
las nascentes del corazón etc.
Vivir la experiencia y dar significado a ella para
aprender: aprender a ser, a conocer, a hacer y a
convivir. Aprender a ceder, a amar sin condiciones, a
servir sin esperar a cambio, a esperar pacientemente, a
escuchar con atención.
¡Buscar experiencias que nos enseñen a atribuir valor a
otros placeres! Porque del punto de vista biológico, lo
que importa es el éxito genético, o sea, la
supervivencia y la reproducción del ser. La ley de la
selección natural cuida para que sobrevivan y
reproduzcan los seres más aptos. La especie humana
desarrolló, a través de la evolución, mecanismos en su
cerebro que contribuyen para esa aptitud biológica o
adaptación, o sea, sobrevivir y reproducirse. Uno de
esos mecanismos fue equipar el cerebro con una caja
de herramientas del placer, llevando el Homo sapiens
a considerar cómo placentero todo aquello que pueda
contribuir para su éxito genético. Los principales
instrumentos generadores de placer en el cerebro, según
biólogos evolucionistas, están relacionados con
alimentación, sexualidad, seguridad, paternidad, amistad,
estatus y conocimiento. Necesitamos, ahora,
descubrir placeres que no aquellos definidos
biológicamente por la evolución: el placer de cosas
simples como la conversación amigable, la música y la
lectura; el placer en ayudar, estudiar, descubrir, el
placer de sentirse creciendo espiritualmente.
Pues nadie aprende con la experiencia del otro. Cuando
una periodista preguntó a la Dra. Elizabeth Klüber-Ross
si ella creía en la existencia de los Espíritus, ella
respondió enfáticamente:
- “¡No, mí hija, yo no creo! Yo sé que los
Espíritus existen”.
Para ella, la existencia de un mundo espiritual no era
más que una cuestión de fe, de creencia. Ella misma
había vivido las experiencias mediúmnicas, pues
dialogaba con enfermas terminales que le aparecieron
tras la muerte, hablándole de la inmortalidad del alma.
No necesitaba del artificio de la fe, porque no más
dependía de la experiencia de otros. Cuando vivimos la
experiencia, no es más una cuestión de fe, sino de
convicción.
Un comediante norteamericano dijo, jocosamente, que el
día en que entró en el primer grado, su madre fue hasta
la escuela y dijo al profesor: “Cuando mi hijo se
comporte mal, por favor, golpee al niño que está al lado
de él y así él aprenderá por el ejemplo”. La gracia de
la anecdota está en el absurdo de la idea. Las
experiencias de los otros pueden informarnos sobre
determinada situación, en esclarecer sobre hechos y
consecuencias, pero no podrán jamás ser contabilizadas
como elementos de construcción personal: el progreso es
particular, propio, intransferible, pues se verifica en
la intimidad de la criatura. Se da de dentro para fuera.
Nadie negará el valor del estudio y de la aclaración.
Pero el valor de ellos está en facilitar nuestra
realización, esclareciendo sobre una u otra cosa, pero
no representan desarrollo espiritual de verdad, que se
verifica en la concreción de la vida real.
El aprendizaje exige la concreción del acto, y, muchas
veces, de la repetición del mismo acto. Veamos un
ejemplo: queremos hacer una tarta de chocolate tal como
enseñan en determinado programa de TV. ¿Cuáles son los
pasos a continuación? Nos sentamos delante de la TV con
un block de anotaciones. Registramos cautelosamente
todos los pasos, observando atentamente como fue hecho.
Memorizamos la receta. Somos capaces de reproducir para
cualquier persona. ¿Pues bien, podemos afirmar que
sabemos hacer la tarta? ¡Obviamente, no! Para aprender a
hacerlo necesitamos “poner la mano en la masa”, o sea,
necesitamos poner en práctica todo aquello que
aprendemos en la teoría. En la primera tentativa, tal
vez, la tarta quede apelmazada, en la segunda, fofa
demás, en la tercera, pegada en la forma. Posiblemente,
tras varias tentativas, la tarta quede buena. Ahí sí,
podemos afirmar: aprendemos como se hace una tarta de
chocolate! poniendo en práctica todo aquello que
aprendemos en la teoría. En la primera tentativa, tal
vez, la tarta quede apelmazada, en la segunda, fofa
demás, en la tercera, pegada en la forma. Posiblemente,
tras varias tentativas, la tarta quede buena. Ahí sí,
podemos afirmar: ¡aprendimos como se hace una tarta de
chocolate!
Evolucionar es, sobre cierto aspecto, como aprender a
andar en bicicleta. Quién desea hacerlo se inscribe en
un curso teórico o compra el manual “¿Cómo andar de
bicicleta”? ¡No! El aprendiz sube en la bicicleta e
intenta andar. Caerá algunas veces, hasta que su cerebro,
“domando” los circuitos relacionados al equilibrio,
automatice el proceso y aprenda a andar sin caer.
Mientras el Espíritu joven, en encarnaciones primitivas,
la bicicleta nos es ofrecida con dos ruedecitas. La
tutela de la Espiritualidad superior es mayor, como se
da con los niños, y la evolución más lenta.
Posteriormente, un poco más maduro, una de las rueditas
es retirada (como si los ángeles guardianes dijeran:
“¡intenta tú mismo!”). Más adelante, finalmente,
identificados con una evolución consciente, más maduros
delante de la posibilidad de hacer por nosotros mismos,
la segunda ruedita también es retirada y pasamos a ser
responsables por nuestras elecciones.
[i]
O Livro dos Espíritos, item 634
[ii]
O Livro dos Espíritos, item 209
[iii]
O Livro dos Espíritos, item 394
[v]
O Livro dos Espíritos, item 119
Traducción:
Isabel Porras -
isabelporras1@gmail.com