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¿Sobrevivencia o
inmortalidad del alma? |
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El
hombre moderno, que explora el fondo de los oceanos y
cada vez más domina el cosmo infinito, aún no conoce su
propia naturaleza. De modo general, conoce el mundo
exterior, pero no se conoce; sabe quién es, pero no sabe
lo que es.
No
nos referimos a los materialistas. Esos piensan que ya
saben lo que son: sólo materia pensante. Me dirijo a los
espiritualistas, o sea, a aquellos que creen que,
después de la muerte, algo continúa, algo sobrevive...
Ese “algo” es generalmente llamado alma o espíritu. Y
cuando se habla de ese ser, tan abstracto para muchos,
se acuerda siempre de la muerte. El tema “muerte” no es
suficientemente analizado por las personas. Por el
contrario, de modo general se evita discutir el asunto,
actuando como el avestruz que, según se dice, mete la
cabeza bajo la arena cuando se le presenta un peligro.
En relación a la muerte, el común de la gente actúa
infantilmente, cuando no irracionalmente.
Cuando se pregunta a alguien si cree en la inmortalidad
del alma, generalmente la respuesta es afirmativa. Pero
cuando esa misma persona habla de su amigo, que murió,
ella dice que lo amaba, siempre usando en el
pretérito los verbos relativos al fallecido, de igual
manera que se expresa acerca de su coche, destruido por
el fuego, cuando dice que me gustaba. En verdad, esta
persona tiene razón al usar el verbo en el pasado cuando
habla del automóvil, pues ese ya no existe más. Pero, si
cree que su amigo sobrevive a la muerte, ¿por qué usa el
mismo tiempo verbal? Eso demuestra claramente la
fragilidad de su convicción de inmortalidad...
Otra
posición curiosa acerca de la muerte: nadie teme a un
amigo vivo, pero tras su muerte pasa a temer su cuerpo,
que se volvió cadáver, y teme también su alma, que se
hizo fantasma... El asunto es de tal forma perturbador,
que ya se oyó algo así: “¡Yo amaba mucho a mi madre,
pero ella que no me aparezca!” ¡La madre queridísima se
volvió fantasma! Infelizmente, semejantes
acontecimientos no son tan raros como se piensa.
Al
preguntar a alguien, que dice tener alma o espíritu,
dónde quiere ser enterrado cuando muera, generalmente
responde: “Quiero ser enterrado en mi ciudad, cerca de
mis padres, parientes y amigos”. Si preguntáramos a esa
misma persona para donde irá su alma, la respuesta, a
buen seguro, será: “Ella irá para el cielo”. O para otro
lugar bueno, en consonancia con su convicción religiosa,
aún porque nadie juega sobre asunto tan serio. Sin
embargo, se podría objetar: “¿Qué importa si ella fue
para el Infierno o para cualquiera otro lugar, ya que es
ella quien va y no usted? Usted dijo que quedará
enterrado en su ciudad.”
Cierta vez, fue presentado ese asunto a una selecta
platea, no-espírita, interesada en investigaciones sobre
fenómenos extrafísicos. Al oír esa pregunta, los
presentes se agitaron y comenzaron a murmurar, hasta que
uno de ellos dijo: “No seré yo que me quedaré enterrado
aquí. Será mi cuerpo.” Delante de esa afirmación, el
auditorio se calmó, hasta el momento en que el ponente
dijo: “Usted no resolvió el problema, por el contrario,
lo complicó aún más, a punto de hacerlo hasta contrario
a la razón.” El auditorio volvió la intranquilizarse.
Para
entender bien por qué el problema se hizo complicado,
déjese por un momento el campo de cosas espirituales y
pásese a otro, al campo de la gramática y de la lógica.
Las gramáticas de todas las lenguas enseñan que el
posesivo es la palabra que indica alguien que puede
reclamar la posesión de algo, o sea, del objeto poseído.
Por lo tanto, si fuera dicho: “Mi reloj”, eso significa
que el reloj pertenece a mí, que yo soy su poseedor. En
el caso de que alguien intente apoderarse de él, yo
diré: “¡No toques ese reloj porque el es mío!
Hasta ahora, el encaminamiento del asunto está lógico,
claro. Pero cuando analizamos el uso del posesivo en las
frases de arriba, la cuestión se complica. Veamos: una
criatura murió. Cuerpo y alma se separaron. El cuerpo
fue enterrado y el alma “fue para el cielo”. Si alguien
amenaza tocar a aquel cuerpo, quien dirá: ¿“No toques
ese cuerpo porque el es mío”? O si alguien intenta tocar
en el alma: ¿“No toques esa alma porque ella es mia”?
¿Quién es ese ser que posee ese cuerpo y esa alma?
¿Problema filosófico insoluble? ¡No, absolutamente no!
Según la posición – no sólo espírita en particular, sino
espiritualista de modo general – perfectamente lógica,
se debe tachar la frase: “mi alma”, sustituyéndola por
“yo”. Yo soy el poseedor del cuerpo, o mejor, fui el
dueño del cuerpo que murió. Fui su usuario temporal. Yo,
alma o espíritu, delante del cuerpo muerto puedo decir:
“Este cuerpo fue mío, lo usé durante el tiempo en que
vivió.” El cuerpo jamás podrá decir: “Esa alma era mía.”
Así,
se llega a la conclusión que yo, espíritu, soy inmortal,
indestructible. Yo uso un cuerpo material actualmente.
Este cuerpo morirá un día. ¡No yo! El cuerpo no es parte
esencial del ser humano. Él es sólo indumentária
temporal del espíritu inmortal, y podrá durar de algunos
segundos a hasta poco más de un siglo. Aunque todo
respeto que le debimos, como instrumento imprescindible
a la evolución del espíritu, el cuerpo debe ser encarado
como instrumento, como objeto y no como sujeto. Y para
aquellos que aún no se despojaron de la costumbre de
visitar cementerios, debe ser recordado que los
componentes del cuerpo, en un corto plazo de tiempo
después del sepultamiento, pasarán a formar parte de
otros organismos, animales o vegetales... Y una
conclusión aún más contundente: El cuerpo es
descartable...
Soy
yo, alma o espíritu quien piensa, aprende, siente, odia,
ama... No el cuerpo. El cuerpo es sólo instrumento de
uso temporal del espíritu inmortal. Cuando mi cuerpo
muera, lo dejaré como vestidura usada y entraré en otra
dimensión del Universo infinito, usando un cuerpo más
sutil. Sin embargo, esa dimensión no puedo ver
actualmente, porque estoy limitado por el cuerpo
material. Pero, cuando parta, llevaré todo aquello que
aprendí, todo el progreso que hice en el campo de la
inteligencia y del sentimiento, es decir, todo lo que
incorporé en ese periodo evolutivo que viví en el mundo
material.
Pensando de ese modo, se puede desarrollar un nuevo
estado de conciencia, que se puede llamar “ciudadanía
espiritual”. Se trata de una ciudadanía que no es
nacional, ni incluso planetaria, sino cósmica. Esa
ciudadanía espiritual es una postura delante de la vida,
muy diferente de aquella:
“Yo
soy un hombre y tengo un alma”. Por el contrario, la
criatura dice: “Yo soy un espíritu inmortal. Tengo un
cuerpo, en el cual estoy encarnado temporalmente.”
La
idea de ser mortal y tener un alma inmortal impone
sufrimiento. Obsérvese que, según esa posición
equivocada, no soy yo que soy inmortal, sino ella, mi
alma. La idea de ser mortal y de tener un alma
inmortal contiene un sentimiento de destrucción, pues al
menos mitad del ser se destruiría por el fenómeno de la
muerte.
¿Por
qué se puede decir que es una idea de destrucción, de
pérdida? Porque la criatura se habitúa a concentrar todo
su potencial de vida en el cuerpo y no en el espíritu, a
punto de decir: “Cuando yo muera, quiero ser enterrado
aquí o allí.” El hombre se siente más como cuerpo mortal
que como espíritu inmortal. ¡Así, sufre! Sufre porque su
razón le dice que, al ocurrir la muerte, su cuerpo en
breve se consumirá, pudriéndose rápidamente y que los
elementos que lo constituyen tomarán parte en la
formación de nuevos organismos vegetales y animales.
Según ese punto-de-vista equivocado, el alma es sólo
parte del ser. Por eso dice: “Cuando yo muera, mi alma
va para el cielo”.
Según esa posición, la muerte destruye el yo,
pues dice: “yo quiero ser enterrado” aquí o allí.
¡Ahora, sólo es enterrado lo que está muerto! Se puede
argumentar, sin embargo, diciendo que el alma es
indestructible. Bien, eso es verdad, pero ella es
tratada como una tercera persona: ella, cuya
naturaleza y destino no están claramente definidos por
los teólogos. No bien definidos por los teólogos, sino
claramente definidos por Pablo, el Apóstol, en su
primera carta a los Coríntios, en el capítulo 15: “Pero
alguien dirá: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Y con qué
cuerpo vendrán?”
El
Apóstol enseña que el alma tiene otro cuerpo además del
material, es decir, un cuerpo espiritual,
indestructible, sutil: “Y
hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, pero una es
la gloria de los celestes y otra la de los terrestres.”
Y,
pedagógicamente, demuestra la completa destructibilidad
del cuerpo físico, al compararlo a la semilla, que
realmente desaparece para dar surgimiento a la planta:
"Así también la resurrección de los muertos. Si
siembra cuerpo en corrupción; resucitará cuerpo en
incorrupción." “Si siembra cuerpo animal, resucitará
cuerpo espiritual.”
Y,
anticipándose a aquellos que crearían la nefasta teoría
de la resurrección de la carne, advierte: “Y ahora digo
esto, hermanos: que la carne y la sangre no pueden
heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la
incorrupción.”
Como
se puede concluir, el Apóstol Pablo enseñó que el cuerpo
material quedará enterrado y, simultáneamente, el cuerpo
espiritual será liberado.
Los
cristianos comprendieron perfectamente las afirmaciones
del Apóstol, porque Jesús demostró la independencia del
espíritu en relación a la materia, cuando, durante
cuarenta días, apareció y desapareció, en el periodo de
la así llamada resurrección hasta la ascensión. Nótese
que Jesús, conforme relata el Evangelista (Ju, 20: 11 a
16) estaba completamente vestido, según la costumbre
judía, a punto de, en su primera aparición a Maria
Magdalena, ella pensara que aquel hombre a quien veía el
torso, era un jardinero.
Pero, se levanta la siguiente cuestión: ¿de dónde Jesús
cogió aquellas vestiduras? Él fue crucificado desnudo, o
casi desnudo, porque los soldados antes de crucificarlo,
le cogieron las ropas: “Y, habiéndolo crucificado,
repartieron sus vestiduras, lanzando a suertes (...)”.
(Mt, 27:35)
Además de eso, él no usó el sudario, ni el pañuelo que
había estado sobre su cabeza, con los cuales podría
cubrir su cuerpo, porque esas piezas estaban en el
túmulo, según observación del Apóstol Pedro, al entrar
allá: “(...) y entró en el sepulcro, y vio en el
suelo las sábanas, y que el pañuelo, que había estado
sobre su cabeza, no estaba con las sábanas, sino
enrollado en un lugar aparte.” (Ju, 20:6 y 7)
¿De
dónde Jesús había cogido aquellas vestiduras que usaba?
Se ve claramente que ni su cuerpo ni sus vestiduras eran
materiales, ya que estaban en otra rango vibratorio, en
otra dimensión, aún desconocida por la Ciencia.
Se
debe notar, aún, que Jesús, desde su resurrección, no
actuó más como de costumbre, es decir, como Espíritu
encarnado, limitado por la materia. Él atravesó una
puerta cerrada, según relato del Evangelista: “Llegada
pues la tarde de aquel día, el primero de la semana, y
cerradas las puertas donde los discípulos, con miedo de
los judíos, se habían juntado, llegó Jesús, y se puso en
medio, y les dijo: La Paz sea con vosotros.” (Ju,
20:19).
Jesus se juntó a dos discípulos, que se dirigían a
Emaús, y conversó con ellos, no siendo reconocido. Al
caer la noche, los dos pararon delante de una hospedería
e invitaron al desconocido a cenar con ellos. Sentados a
la mesa, los tres hombres, en el momento en que oró y
repartió el pan, Jesús se reveló, conforme relata el
Evangelista: “Se les abrió los ojos entonces y lo
reconocieron, y él les desapareció.” (Lc, 24:31).
¿Por
qué Jesus apareció con ropas que no tenía; ¿por qué
apareció súbitamente a los dos discípulos y desapareció
de sus miradas? Por qué Jesus no se hospedó más en casa
de alguien, como habitualmente hacía? Durante cuarenta
días él apareció y desapareció súbitamente, no habindo
registro de que haya pernoctado en casa de alguien o
tomado comida regular, como hacía antes de la
resurrección.
¿Por
qué Jesús hizo eso? Él quiso trazar una línea muy
nítida, separando los dos periodos de su vida entre los
hombres: durante el primero, había estado encarnado,
cuando hubo actuado como hombre común, limitado por la
materia; durante el segundo, (los cuarenta días hasta el
ascenso), él quiso mostrar que continuaba vivo, pero no
tenía más un cuerpo material, no estaba más encarnado.
El
Apóstolo Pablo, a quién Jesús se apareció en el camino
de Damasco, se convenció, juiciosamente, de que Jesús no
tenía más un cuerpo terrestre, sino uno celeste o
espiritual, conforme escribió en su carta a los
Coríntios.
Jesús dio su última clase, dejando la más bella lección
acerca de la inmortalidad. Lección sin palabras que,
según él, sería decodificada más tarde, dieciocho siglos
después: “Aún tengo mucho que deciros, pero no lo
podéis soportar ahora. (Ju, 16: 12). Pero cuando
venga aquel Espíritu de la verdad, él os guiará en toda
la verdad (...)”. (Ju, 16: 12 y 13). “Pero aquel
consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en
mi nombre, ese os enseñará todas las cosas, y os hará
recordar todo cuanto os he dicho.” (Ju, 14: 26).
Con
base en las enseñanzas y en los ejemplos de Jesús, se
puede llegar a la conclusión de que somos esencialmente
Espíritus, actualmente encarnados. ¡Un día dejaremos
nuestro cuerpo terrestre, como Jesús dejó el suyo,
conservando sólo el cuerpo celeste, inmortal, conforme
el Maestro, de forma genial enseñó y ejemplificó!
Queda, sin embargo, para muchas personas, una pregunta
que invariablemente aparece cuando son hechos estos
comentarios: ¿Si el túmulo estaba vacío y el cuerpo con
que Jesús se presentaba era espiritual, donde había
quedado su cuerpo físico? El Maestro, evidentemente, no
podía esclarecer el asunto a aquellos con quienes había
convivido, conforme se comprueba en sus palabras, ya
citadas: “Aún tengo mucho que deciros, pero no lo
podéis soportar ahora.” (Ju, 16:12).
Cumpliendo la promesa de Jesús, el Consolador viene a
recordar sus lecciones y explicar muchos hechos que
fueron registrados por los Evangelistas, pero que en la
época no fueron comprendidos, como las súbitas
apariciones de Jesús en el cenáculo y en la pesca, y su
desaparición desconcertante delante de los compañeros de
camino a Emaús, conforme ya es comentado. Tales hechos,
tomados por milagrosos por muchos teólogos, encuentran
en el Espiritismo explicaciones claras y lógicas, no en
el campo de las especulaciones teológicas, sino dentro
de la objetividad de la Ciencia, en las investigaciones
del fenómeno de materialización – hoy llamado
ectoplasmia por los parapsicólogos – llevados a efecto
por varios científicos, entre los cuales se destaca la
figura de Sir William Crookes el célebre físico inglés,
que pudo probar que el Espíritu Katie King, con su
cuerpo espiritual materializado, se limitaba dentro del
plano material como si estuviera encarnado, haciéndose
visible, audible y tangible. (Hechos Espíritas, William
Crookes; Historia del Espiritismo, Arthur Conan
Doyle)
En
cuanto a la desaparición del cuerpo físico de Jesús, se
puede leer una aclaración sobre la disipación de fluidos
remanentes en cadáveres, en el libro Obreros de la
Vida Eterna, de André Luiz (caps. 15 y 16). Se trata
de una operación piadosa llevada a efecto por
benefactores espirituales, que disipan en la atmósfera
los fluidos remanentes en el cuerpo, antes del
sepultamiento, a fin de resguardarlo de profanación que
podría ser llevada a efecto por Espíritus inferiores.
Haciéndose un paralelo, se puede concluir que el propio
Maestro se haya encargado de disipar las energías
remanentes en su cuerpo y, al hacerlo, él se
desmaterializó completamente. Es fácil comprender eso,
recordando de que si el túmulo vacío de Jesús ya provocó
tantas guerras, imagínese lo que ocasionaría el deseo de
poseer algunos huesos de su cuerpo.
En
ese contexto, es fácil imaginar que el cuerpo de Jesús
debería incluso desaparecer, pues los sacerdotes, tan
inmediatamente se divulgara la noticia de la
resurrección, irían a rescatarlo, a fin de exhibirlo en
público, negando la victoria de la vida sobre la muerte.
Más
allá de eso, si es auténtico el sudario que está en
Turin, el mismo prueba que hubo sobre él un fenómeno
capaz de dejar impresa la figura de un cuerpo humano
que, conforme dicen los estudiosos, coincide con lo que
se sabe acerca del cuerpo de Jesús, tanto en lo que
atañe a las características físicas, como a los
sufrimientos que le fueron impuestos. Sin embargo, esa
impresión en el tejido no fue provocada por radiación,
ni por calor, ni por tintura, ni por pintura. Hasta hoy,
no se sabe lo que provocó aquellas impresiones que
permiten a un ordenador restaurar la figura de un
cadáver que fue flagelado y crucificado, antes de ser
colocado sobre una punta del tejido y cubierto con la
outra.
Concluyendo, se puede decir que el Espiritismo, al
decodificar el mensaje de Jesús, nos esclarece acerca de
lo que verdaderamente somos: ¡Espíritus inmortales,
temporalmente encarnados en cuerpos mortales!
De
ahí la incorrección de decir sobrevivencia del
alma cuando ocurre el fenómeno de la muerte. Sólo
sobrevive quien corrió el riesgo de morir. El alma, que
es inmortal, sólo se libera del cuerpo físico.