Especial |
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por Leda Maria Flaborea |
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En el capítulo 21 del libro Palabras de Vida Eterna,
de autoría del estimado benefactor Emmanuel, traído a
nosotros por la bendita psicografia de Francisco Cândido
Xavier, encontramos la postura amorosa de un verdadero
terapeuta espiritual que, en el nombre de Jesucristo,
nos viene a despertar la realidad del Espíritu. Por esta
razón, tal vez, tenga su mensaje el título de
"Entender", en el que comprender significa, también,
contener en sí. Contar en la propia conciencia la
verdadera identidad. Esta es la meta. Con esa
comprensión, somos capaces de transformar por completo
nuestra existencia, somos capaces de transformar el
propio destino.
Para traer este mensaje, Emmanuel buscó en el Nuevo
Testamento inspiración en la Segunda Epístola de Pablo a
los Corintios y destacó de su capítulo 4 el versículo 7,
para llamar nuestra atención sobre las posibilidades
luminosas que cada uno guarda en sí mismo, y que no
siempre de ellas tiene conciencia, o se sabe utilizar
con sabiduría en beneficio de la propia existencia.
Para entender este pensamiento de Pablo, tenemos que
reflexionar sobre los acontecimientos que marcaron la
historia del Apóstol. Saulo era su nombre, y después de
su encuentro con Jesús, en Espíritu, a las puertas de la
ciudad de Damasco, comprendió la inmortalidad espiritual
de la criatura humana, y con ese entendimiento puede,
finalmente, creer en Jesús a quien perseguía,
transformándose en un nuevo hombre - Pablo.
Los historiadores que investigaron -y que aún investigan-
el origen del Cristianismo se declararon perplejos y se
preguntaron cómo habría logrado sobrevivir una pequeña
secta judía, porque así eran considerados los primeros
seguidores de Jesús, si fueron prácticamente
exterminados por los romanos en la masacre de Jerusalén
que, curiosamente, ocurrió treinta y tres años después
de la desencarnación del Maestro, y perduró por cuatro
años hasta el año 70 dC.
Se preguntaban también cómo habría sido posible la
expansión del Evangelio por todo el mundo, si sus
seguidores, prácticamente, habían sido exterminados. La
pregunta no dejaba dudas: la expansión de las enseñanzas
de Jesús se dio gracias a Pablo de Tarso, por lo que
consideró el mayor divulgador. Fue él quien permitió que
la Buena Nueva atravesara todas las fronteras, venciendo
tiempo y espacio, marcando la propia historia de la
Humanidad. Pero lo que nos llama la atención es que ese
trabajo de divulgación realizado por el apóstol ocurrió
de manera inusual. Después de su conversión religiosa,
enfrentó dificultades y obstáculos inmensos: fue
rechazado en su propio medio familiar, considerado
autoridades que antes había liderado, habiendo sido, por
lo tanto, dejado en el más absoluto abandono. Por otro
lado, padeció la desconfianza de los cristianos que
antes había perseguido, de forma que, en su trayectoria
para la divulgación del Evangelio, nunca encontró
facilidades. Sufrió abandono, incomprensión, pasó frío,
hambre, fue perseguido, sufrió accidentes, enfermó, fue
apedreado, golpeado, pero, a cada revés, espantosamente,
se fortalecía.
Cuando fue preso, imposibilitado de personalmente
continuar divulgando las enseñanzas de Jesús, no se
acomodó y comenzó a escribir sus cartas para seguir
orientando a aquellas primeras comunidades cristianas
nacientes, cartas que están contenidas en el Nuevo
Testamento, con la denominación de Epístolas, y que
hasta hoy nos sirven de fuente de orientación espiritual
en la vivencia del Evangelio. Pero la cuestión que nos
interesa saber es dónde Pablo de Tarso encontró fuerzas,
coraje, buen ánimo para actuar con tanta valentía y
determinación. En esa misma carta a los Corintios, el
apóstol reveló que a pesar de todos sus padecimientos,
la tarea que había abrazado en el nombre de Jesús era
una bendición, considerándola una concesión de la
Misericordia Divina. Se encontraba rodeado de
tribulaciones, es verdad, pero nunca se sintió
angustiado; se encontraba perplejo, pero en ningún
momento experimentó desánimo; a pesar de ser perseguido,
jamás se sintió desamparado, y aunque físicamente
abatido en su interior, nunca se sintió destruido.
A pesar de todos los percances que enfrentaba, por su
comprensión espiritual de la vida, seguía firme en la
realización de sus objetivos. ¿Cómo entender su
autoconfianza, esa victoria íntima de Pablo?
Su vida exterior era un caos, sumida en adversidades y,
sin embargo, narra que en su interior se sentía
pacificado, fortalecido, sereno. ¿Como eso es posible?
Vamos a encontrar la respuesta en este pasaje de la
misma epístola que Emmanuel destacó para ayudarnos.
Pablo escribe: "Tenemos, sin embargo, este tesoro en
vasos de barro para que la excelencia del poder sea de
Dios y no de nosotros".
Se refería él al poder de realización que todos poseemos,
y que, por haber comprendido a Jesús, supo utilizar sin
vacilaciones. Confiaba en su ideal y en el trabajo que
estaba realizando, presentía el resultado positivo de su
esfuerzo, antes incluso del surgimiento de cualquier
evidencia que pudiera justificar su lucha, que a los
ojos de muchos era insana. Y así procedía por tener
conciencia de su poder, pero con la lucidez de reconocer
que el poder que manifestaba no era de él, Pablo, sino
de Dios. Afirmó entonces que este tesoro del bien, del
poder, del amor que todos poseemos es manifestación de
Dios en nosotros. Somos comparados por el apóstol a
vasos de barro, criaturas frágiles, pero con un poder de
realización en el bien ilimitado, porque viene de Dios y
no de nosotros.
Cuando conducimos nuestra existencia en afinidad con los
valores superiores del amor, sobre todo cuando actuamos
con caridad de unos con otros, nos transformamos en
canales del Amor Divino por donde fluyen gracias que ni
sospechamos, posibles de ser realizadas. En la visión
realista de Pablo, somos vasos de barro, sí, pero
capaces de transportar una gran riqueza que nuestra
fragilidad no nos impide abrigar: el Amor de Dios.
¿No tendríamos en ese pensamiento la explicación para la
visión espiritual de Jesús de que somos luces? Somos
criaturas espirituales con responsabilidades inmensas de
velar por nuestra vida, manteniendo la mente y el
corazón elevados. Con base en ello, reflexionamos: por
pura, clara, cristalina brote del agua de la fuente, si
se coloca en un vaso contaminado ella también se
contaminará y no podrá cumplir su propósito elevado en
la Naturaleza.
Podemos hacer una comparación con nosotros, en el campo
del Espíritu: si nos cuidamos bien, velando por nuestra
higiene mental, sosteniendo bondad y optimismo en el
campo de nuestros sentimientos, sin duda nos pondremos
en la condición de vasos perfectos para abrigar el amor
de Dios, renovando nuestro destino.
Desde el plano espiritual, los benefactores nos orientan
en sus mensajes para cultivar la fe en el Padre
Celestial. Planear metas de vida elevadas, cultivar
actitudes constructivas, ampliar nuestra capacidad de
amar y servir, ¿no será este el camino si deseamos una
vida mejor? Nuestra capacidad de progreso es ilimitada
en todas las direcciones por tener el progreso su fuente
en el manantial divino.
Espiritualizarse es afinar a sí mismo para producir el
progreso para el cual estamos destinados.
De esta forma, Emmanuel trae en este mensaje, objetivo
de nuestras reflexiones, el incentivo para no desertar
de la lucha que debemos lidiar con nosotros, para el
predominio del bien en nosotros. Si de lo Alto vierten,
incesantemente, fuerzas superiores en nuestro beneficio,
sintonizar con esas fuerzas es tarea personal que nadie
puede realizar por nosotros.
Pero, ¿cómo proceder? ¿Por dónde empezar? El benefactor
espiritual aconseja que nos valoremos más, pues tenemos
la inclinación de sobreestimar nuestras limitaciones.
Tenemos el hábito de enfocar nuestra mente en lo que es
negativo. Sin embargo, cargamos con nosotros, de
existencias pasadas, imperfecciones, vicios, malas
tendencias, pero, también, cargamos un equipaje positivo
de cualidades buenas, de valores morales que hoy nos
permite ese cambio de foco hacia lo que tenemos de
positivo y de constructivo. A través de la actitud de
valorar lo que tenemos de bueno en nosotros, vamos
neutralizando los aspectos menos nobles de nuestra
personalidad. Es para eso que reencarnamos: para
progresar.
El Espiritismo, reconocido como el Consolador Prometido
por Jesús, ha ofrecido alivio para las aflicciones
humanas por esclarecer la causa de los sufrimientos,
llevándonos a la resignación. Almas juveniles que
estamos en camino de la evolución, a medida que crecemos
en madurez espiritual, cada vez más, nos disponemos a
abrazar nuestros deberes sin vacilaciones. De esta
forma, vamos conquistando las mejores oportunidades de
aprendizaje, de reajuste y de evolución espiritual.
Así se pueden describir nuestras experiencias terrenas:
como oportunidades de crecimiento. Los conflictos, los
obstáculos, las dificultades se alternan o se acumulan
en los problemas de relaciones familiares, de orden
profesional, de orden afectivo, de salud o materiales
que todos, sin excepción, conocemos muy bien. Sin
embargo, lo que necesitamos comprender es que en esta
etapa evolutiva en la que nos encontramos, los problemas
son inevitables, por servir de palancas para nuestro
crecimiento.
El problema no es castigo, sino la palanca de progreso.
La verdad es que hemos sufrido más de lo que necesitamos,
sino veamos: El Evangelio según el Espiritismo, en el
capítulo 4, 'Bienaventurados los afligidos', aclara que
muchos de nuestros sufrimientos podrían ser evitados.
Esto quiere decir que muchas de las experiencias
dolorosas que vivimos no fueron programadas para suceder
en esta existencia, sino que tiene su origen en causas
actuales, provocadas por nuestro propio comportamiento
desajustado, representando una notable parcela.
El Evangelio nos orienta a trabajar por nuestro
perfeccionamiento y es exactamente lo que propone
Emmanuel, independientemente de las sombras de nuestra
personalidad que no debemos permitirnos paralizar.
Estamos constantemente aconsejados para fortalecer los
puntos positivos que todos poseemos que sólo será
posible si nos educamos moralmente, perfeccionándonos
espiritualmente.
Esta educación y ese perfeccionamiento, aunque no
percibimos, ya estamos realizando en nuestro día a día a
través de actitudes fraternas que vamos incorporando
nuestra conducta y que, con el tiempo, surgirán
espontáneamente en nuestro comportamiento. Un gesto de
paciencia y de perdón con que el familiar difícil, la
buena voluntad y la tolerancia con nuestro vecino, un
gesto solidario con el que esté en necesidad, son
actitudes propias del comportamiento cristiano que,
gradualmente, anulan el egoísmo en todas sus formas de
expresión, sentimiento destructor para quien tiene y
para aquellos que le sirven de blanco.
La nueva tierra prometida por Jesús es aquella que se
reflejará del ejercicio pleno del amor que cada uno
contiene en sí. Cuando cada uno de nosotros ponemos en
práctica la enseñanza del amado Maestro de amar al
prójimo como a sí mismo, vivimos en paz y fraternidad.
Pablo de Tarso confió en esa promesa y comprendió que
era capaz de auxiliar en la construcción de la nueva
tierra. Su esfuerzo excepcional superó incluso la
barrera del tiempo y continúa produciendo dulces frutos
hasta hoy entre nosotros. Se venció a sí mismo superando
la fragilidad humana.
Después de conocer un poco de la historia de ese bravo
cristiano y reflexionar sobre las palabras de Jesús, no
tenemos más porque dudar de nuestra capacidad de
realización, sea en la esfera de nuestros intereses
particulares, sea en el campo de las aspiraciones
sublimadas.
Los enfermos por la fuerza de la fe se curan; padres y
madres, amparados por la fuerza del amor, salvan a sus
hijos de la ruina; las personas de condiciones más
modestas, desprovistas de recurso, han erigido obras
admirables de amparo colectivo: fundan guarderías,
hospitales, asilos, albergues, disminuyendo el
sufrimiento de miles de hermanos nuestros en rudas
pruebas.
¿Quién no se conmueve ante las obras de amor de
Francisco Cándido Xavier, Divaldo Pereira Franco, Madre
Teresa de Calcuta, Hermana Dulce, apenas citando unos
pocos? Todos, simplemente, hermanos nuestros que
comprendieron y ejercitar su fe sin desmoronarse.
Exaltamos a Dios en su poder, en su gloria, en su bondad
y en su justicia cuando estamos sanados, cuando
recibimos el alivio para nuestras aflicciones o cuando
estamos relativamente felices o en paz. Pero nuestra fe
es inestable, hoy creemos, mañana no creemos según
nuestras conveniencias atendidas o no. Somos así,
criaturas frágiles. Sin embargo, Emmanuel nos consuela
diciendo para no sorprendernos ante este conflicto de la
luz y de la sombra dentro de nosotros, para seguir la
luz a fin de encontrar el camino.
El estimado benefactor espiritual concluye su mensaje en
plena concordancia con Pablo de Tarso, y confirma que
todo bien que abrimos, nuestros dones, nuestra
inteligencia, nuestras buenas cualidades son tesoros del
Señor, que en la feliz definición del apóstol,
transportamos en el vaso de nuestra profunda
inferioridad, para que sepamos reconocer que todo amor,
toda sabiduría, toda belleza de la vida, no nos
pertenece en modo alguno, sino la gloria de nuestro
Padre, a quien nos corresponde obedecer y servir, hoy y
siempre, porque Jesús nos aseguró que si nosotros,
siendo malos como somos, sabemos dar buenas cosas a
nuestros hijos, cuanto más nuestro Padre que está en los
cielos. Esto significa que en ningún momento podemos
dudar del amparo de Dios. Todo lo que, pues, queremos
que nos hagan, así también hagamos nosotros a los demás,
porque ésta es la ley y los profetas. Así enseñó Jesús.
Bibliografia:
Mateus, 7:7-11.
João, 13:49-50.
Revista Galileu, Abril de 2001, nº 117 – O que aconteceu
depois da Páscoa.
Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com
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