Tema: Autoestima,
autoconocimiento, comparación
La platanera que quería dar
manzanas
Había un gran
patio, con muchas plantas y árboles frutales. Desde
lejos, la platanera observaba
al manzano y lo admiraba mucho.
La platanera escuchaba
siempre los comentarios de la mujer que venía a recoger
las manzanas. A veces, venía acompañada de la vecina a
quien le gustaba regalar frutas y solía decir así:
- ¡Ese manzano es muy
especial! Su copa es linda y las manzanas deliciosas,
bien rojas, suculentas y dulces. ¡Cualquier receta con
estas manzanas queda bien, vas a ver!
Y diciendo esto, cogía,
orgullosa, varias manzanas, que eran recibidas con
alegría por la amiga.
Algunas veces, ellas
cogían también otras frutas, pero al pasar por la
platanera, nunca cogían nada. La
mujer muchas veces incluso comentaba:
- ¡Qué pena! ¡Mira los
plátanos de esta platanera! ¡No se puede aprovechar
ninguno!
Y la otra estaba de
acuerdo:
- ¡Sí! ¡Qué color
extraño! ¿No será que están enfermos?
Cuando escuchaba esos
comentarios, la platanera se entristecía mucho. Pasaba
varios días deprimida. Pensaba en no dar frutos nunca
más. Se comparaba de nuevo con el manzano, que tenía
hojas pequeñas y bonitas, y sentía que las suyas eran
grandes y descuidadas. Las hojas se balanceaban con el
viento, quedando con las puntas rasgadas.
La platanera veía los
frutos del manzano esparcidos por la copa, mientras que
los suyos, a pesar del esfuerzo, acababan naciendo todos
juntos, en una penca. Sus frutos, por más que lo
intentase, nunca quedaban rojos, mucho menos
suculentos. Quedaban,
como mucho, anaranjados.
Hasta su forma era extraña. Cuando comenzaban a crecer,
la platanera hacía un enorme esfuerzo para dejarlos
redondos, pero siempre acababan quedando alargados. Era
un desastre total. La platanera se sentía fea, cansada y
fracasada.
Un día, la mujer fue a su
jardín para recoger algunas frutas y se dio cuenta de
que el limonero que había plantado ya estaba dando
limones. Acercándose
para cogerlos, dijo animada:
- ¡Qué bonitos limones! ¡Bien
verdes y grandes! ¡Voy a hacer una limonada para
refrescarme de este calor! ¡Y voy a llevar uno más
también para sazonar el pescado y la ensalada! ¡Hoy
el almuerzo va a quedar más delicioso!
La platanera, escuchando
aquello, se admiró y, sin aguantar su curiosidad, se
volteó hacia el limonero y preguntó:
- ¿Cómo hiciste para
producir esos limones que agradan tanto a la mujer? De
hecho, son muy bonitos, bien redondos, esparcidos por tu
copa. Y no importa que no hayas podido hacerlos rojos.
De seguro deben tener un jugo muy dulce, pues ella dijo
que iba a hacer varias cosas con él.
- Bueno, a decir verdad,
no sé. Traté de hacer los mejores frutos que pude, de la
mejor manera que puedo. Nunca me preocupe por dejarlos rojos.
Mi vocación es hacerlos verdes, entonces me esmeré en el
verde. Y sí tienen jugo, pero no es dulce, ¡al
contrario, es ácido! ¡Muy ácido! ¡Casi que ni yo aguanto
con tanta acidez! – respondió, con espontaneidad, el
limonero.
- Sabes, amiga platanera
– continuó – yo pienso que cada árbol de este patio
tiene un trabajo, una vocación. Cada una puede ser útil
a su manera. Y según parece, la mujer sabe aprovechar
cada uno de los frutos que producimos para una receta.
- ¡Exacto! – dijo el
árbol de mango, que era el más grande y más antiguo
árbol del patio - ¡el limonero está en lo cierto! Tú
eres muy diferente a nosotros, platanera, pero eso no
quiere decir que eres la peor ni que solo nuestro don es
bueno. Intenta darte cuenta de cuál es tu don y trata de
hacer los mejores frutos que puedas lograr, con tu modo
de ser.
La platanera nunca había
pensado así. Quería ser útil y trabajaba bastante en
eso, pero tal vez estaba esforzándose de la manera
equivocada. Esos nuevos pensamientos la llenaron de
esperanza. Sintió ganas de producir más frutos, y esta
vez dejó que se quedaran todos juntos. Se esmeró con el
amarillo y permitió que se crecieran muy alargados. Y
aunque no tenían jugo, trató de hacerlas un poco dulces.
Fue mucho más fácil que antes y a la misma platanera le
gustó mucho el resultado.
Un bello día, la mujer
fue hacia el patio. Viendo aquel racimo de plátanos,
dijo feliz:
- ¡Al fin! ¡Qué
bellísimos plátanos!
La mujer entonces
recogió, peló y comió ahí mismo uno de los plátanos,
comentando enseguida:
- ¡Qué delicia! ¡Adoro
los plátanos! Voy a hacer pasteles, tortas, migajas,
además de comerlos con avena y miel, helado, azúcar y
canela. ¡Voy
a comer mis plátanos todos los días!
La platanera no cabía en
sí de tanta felicidad. Miró, sonriendo, al limonero y al
árbol de mangos, que le sonreían también.
Finalmente, había
comprendido que cada ser es único en el universo y eso
hace de cada uno de ellos un ser especial, que puede
servir a Dios a su manera.
Desde entonces, la
platanera se dedicó a hacer cada vez mejores plátanos.
Cuando hacía un viento fuerte, dejaba que sus grandes
hojas se balancearan, danzando y celebrando. Ella era
feliz porque ya no se obligaba a dar manzanas, por haber
descubierto su esencia y poder producir, en paz, sus
maravillosos plátanos.
Traducción:
Carmen
Morante
carmen.morante9512@gmail.com
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