Especial

por Marcos Paulo de Oliveira Santos

La Navidad acabó...

El notable escritor ruso Dostoievski tuvo la oportunidad de legar a la posteridad el cuento: El árbol de Navidad en la Casa del Cristo”, que reproduzco abajo:


Erase una vez un niño en un sótano, un niño de seis años, o menos aun. El pobrecito acababa de despertar, tremendo de frio bajo los harapos que lo cubrían. Cuando respiraba, una bocanada blanca le salía de la boca, y él, sentado en el rincón de una sala, comenzó a soplar a propósito, para ver la nube moverse. Eso lo distraía, pero prefería más comer. Se aproximó varias veces al viejo colchón de cartón, duro y seco como un pan de pobre, donde, con un saco por almohada, reposaba su madre enferma. ¿Cómo fue ella a parar allí? Probablemente, llegando de otra ciudad, enfermó de súbito. La mujer que alquilaba ese sótano fue presa en la antevispera; los otros inquilinos se habían dispersado, para festejar la Navidad; el único que quedó, un trapero, cocinaba, hacía dos días, la bebida con que celebró de antemano el nacimiento de Cristo. En otro rincón del local gemía una octogenária reumática, antigua empleada de niños, que moría abandonada; no paraba de suspirar, de lamentarse y maldecir contra el niño que, entre tanto, ni osaba aproximarse. En el corredor él encontró bebida, más nada para comer, y ya llegó más de diez veces cerca de la madre para despertarla. La oscuridad le causaba una opresión angustiosa; ya estaba oscuro y nade aparecía para encender el fuego. Palpó el rosto de la madre y quedó sorprendido: estaba helada y rígida como un muro. “Está haciendo frio”, pensó, con la mano inconscientemente posada en el hombro de la muerta; depués sopló sobre los dedos para calentarlos, cogió el gorro que quedó encima de la cama y, procurando no hacer ruido, salió tateando en la oscuridad. Ya habría salido antes si no fuese por el miedo de encontrar en la escalera un enorme perro que oía latir todo el día. Mas ni lo vio hasta llegar a la calle.

¡Señor, que ciudad grande! Nunca vio nada así. Donde él vivia las calles eran oscuras, iluminadas por una única linterna. Las casas de madera, bajitas, vivían cerradas; apenas la noche caía, no se encontraba más un alma viva; todos quedaban callados dentro de las casas y sólo los perros, centenas, millares de perros, ladraban al relente. Más, en compensación, podía calentarse, le daban de comer… en cuanto aquí… ¡Dios mio! ¿no encontrará nada para comer? Y que algazara, que actividad, que claridad, cuanta gente, cuantos caballos e carros… ¡y el frio, que frio! La neblina helada en hilos en los hocicos de los caballos que galopan, las herraduras golpeando fuerte en las piedras de las calles, por sobre la mole de nieve; los paseantes resbalaban unos con los otros, empujandose y, ¡Dios del cielo, como le duele el estómago vacio y los deditos duros de frio! Un guarda pasa junto a él, se vuelve para fingir que no lo ve.

Aun en la calle: ¡como es larga! No hay duda que va a ser aplastado; toda la gente grita, van, vienen, corren; ¡y que claridad, que claridad extraordinaria! ¿Qué es eso? ¡Ah! una gran vidriera, y por detrás de la vidriera un cuarto con un árbol que va hasta el techo: es un pino, un árbol de Navidad lleno de luces, de pequeños objetos, de frutas doradas, rodeada de muñecas y caballitos. Mientras, corren niños limpios y bien vestidos; ríen, saltan, comen y beben. Una niña está danzando con un niño. ¡Qué bonita es! Se oye la música a través de la vidriera. El pequeño mira todo con espanto; sonríe, en cuanto le duelen los dedos de sus pobres pies, y los de las manos, de tan rojos y duros, ya no se pueden doblar. Más, de repente, el niño se acuerda del dolor de los dedos; comieza a llorar, corre, y encuentra otra vidriera, a través de la cual ve otra sala, con otro árbol; más ahora hay mesas cubiertas de pasteles de todas las calidades, pasteles de almendras, rojos, amarillos, que cuatro ricas señoras distribuyen a todos los que entran. En todo momento la puerta se abre para dejar entrar hombres bien vestidos. Lentamente, el niño se aproxima, abre la puerta, entra de golpe. ¡Ay! Lo expulsaron con gritos y gestos indignados. Una señora le metió una moneda en la mano, mientras lo empujaba para la calle. ¡Que miedo! La moneda rodó en la escalera con un sonido claro: no pudo cerrar los dedos para cogerla. Entonces el niño se puso a caminar apresuradamente para lejos – sin saber para dónde. Con voluntad de llorar, con miedo, echa a correr. Corre soplando en los dedos. Una sensación de angustia lo oprime, de sentirse tan solo y abandonado; pero luego se distrae. ¿Señor, qué será? ¡Cuanta gente parada, mirando curiosamente! En una ventana, a través de la vidriera, tres enormes muñecos vestidos de rojo y verde parecen vivos: uno rojo, sentado, toca violín, y los otros dos, de pie, tienen en los brazos violines menores; todos mueven en cadencia las cabezas finas, se miran unos a los otros, mueven los labios; hablan, deben hablar – de verdad – y sólo no se oye nada por causa del cristal. El niño pensó primero que eran personas vivas y, cuando comprendió que eran muñecos, se puso a reír. ¡Nunca vio muñecos así, ni imaginaba que pudiesen existir! Eran tan graciosos, tan cómicos que transformaron en risa su llanto. De repente, alguien lo empujó por detrás. Un niño grande, malo, le dio un golpe en la cabeza, echándole el gorro abajo, y depués un puntapié. Rodó en el suelo, algunas personas comezaron a gritar; atemorizado, se levantó y echó a correr, sin saber para donde. Entró en un portón, dio a un patio, se sentó detrás de un montón de leña. “Al menos aquí él no me encontrará, pensó; está demasiado oscuro.”

Se encogió todo, sin poder recobrar la respiración, tanto miedo tenía, y repentinamente – porque todo pasó en un segundo –le invadió un gran bienestar, las manos y los pies cesaron de doler, y sintió calor, mucho calor, como si estuviese cerca de un fogón. Se sacudió todo; pero un poco más, y se dormia. ¡Como sería bueno dormir allí! “De aquí a poco, voy de nuevo a ver a los muñecos”, pensó, sorriendo sólo de recordarlo; “¡podría jurar que estaban vivos!” Y súbitamente le pareció oír a su madre cantándole una cancioncita. “Mamá, voy a dormir; ¡ah! ¡como es bueno dormir aqui!”

– Ven conmigo, vamos ver el Árbol de Navidad, mi hijo – murmuró inesperadamente una voz de rara dulzura.

Juzgó que fuese su madre; más no, no era ella. ¿Quién entonces lo llamaba? No vio a nadie, pero alguien bajó sobre él, lo abrazó en la oscuridad; extendió los brazos y… de repente – ¡ah! ¡como todo quedó resplandeciente! ¡Que maravillosos árboles de Navidad! Más no es un pino, nunca vio árbol así. ¿Dónde estaba? Todo brilla, todo reluce, y en todas partes vio muñecas – no, no son muñecas, sólo niños y niñas; sólo son criaturas luminosas. Lo envolvieron, hacen rueda en torno de él; lo besaron de paso, lo cogieron, lo llevaron volando; también él vuela, y ve: ve a su madre, y le sonríe.

- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ah! ¡Como es bueno estar aquí!

Abraza a los nuevos compañeros; quería tanto contarles la historia de los muñecos detrás de la vidriera… Preguntarles quienes son, donde están, riendo y tirando besos.

– No sabes… este es el Árbol de Navidad del Cristo – le respondieron. – Todos los años, en este día, hay una árbol así, que Jesús da a los niños que no tuvieron árboles de Navidad en la terra…

Y supo que todos esos niños habían sido iguales a él; más unos murieron helados en los cestos en que los abandonaron en las puertas de los palacios de Petersburgo; otros murieron en los asilos de las provincias, o en los propios senos de las madres, durante el hambre de Samara, o asfixiados por el aire contaminado de los albergues. Mas ahora viven todos como ángeles, con el Cristo; y Él los bendice, en un gesto de ternura que se extiende a las pobres madres… He ahí todas, a lo lejos, llorando, mirando para los hijos que pasan revoloteando junto a ellos, besándolos delicados, enjugándoles las lágrimas pidiéndoles que no lloren, pues se encuentran tan bien…

Y allá bajo, en la mañana siguiente, los porteros descubrieron el cadáver de un niño helado cerca de un montón de leña. Buscaron a su madre… ella murió un poco antes que él; tal vez los dos se hayan encontrado en el cielo…

¡Por qué habré yo imaginado una historia tan poco razonable, tan poco en los moldes de un escritor serio! ¡Y decirse que yo me proponía a sólo contar hechos reales! Pero la cuestion es justamente esa: siempre me pareció, como parece, que todo eso podría acontecer, esto es, la parte del sótano y del monte de leña. Cuando el árbol de Navidad de Cristo, no podría afirmar que exista.

Más, ya que soy romancista, puedo bien imaginar que sí. 

 

La pena magistral del escritor denuncia la indiferencia de la sociedad de su tiempo. Él apunta las barreras sociales existentes. No obstante, al final, presenta una situación consoladora; una esperanza que, infelizmente, sólo adviene con la muerte. Es una esperanza en el porvenir y, lamentablemente, no es en este mundo que habitamos.

El cuento confrontado con la realidad que nos cerca suscita una pregunta: ¿Por qué los encantos caritativos sólo ocurren en Navidad?

En esa época, las personas se saludan en la vecindad o en los lugares de trabajo; procuran reunirse en familia; volverse solidarias y caritativas; participan de movimentos sociales que buscan mitigar el sufrimiento ajeno y hacen cuestión de registrar, por medio de fotos, sus práticas porque sus vidas están en las redes sociales y todos precisan comparar la bondad hecha; compran regalos para los parientes próximos y distantes... Sin embargo, pasados el afán de la Navidad y, enseguida, del cotillón, tudo vuelve a ser como siempre fue: indiferencia, desigualdad social, violencia, peleas en el trabajo o en familia... ¿Por qué?

Es como si una especie de “magia” ocurriese en la fecha que se convino conmemorar el nacimiento del Cristo. Las personas se vuelven un poco mejores, por brevísimos instantes. ¿Curioso, no?

Más, el Maestro de Amor no desea la manifestación exterior de los “sepulcros encalados, que por fuera realmente parecen hermosos, más por dentro están llenos de huesos y de toda inmundicia”. ¡Él quiere más de nosotros! Él quiere nuestra dedicación; nuestro afecto; nuestro cariño; nuestro respeto a las diferencias; nuestro respeto a las manifestaciones religiosas; nuestro respeto a las leyes y a las instituciones; nuestra acción en el bien en favor de los olvidados por el Estado. Él quiere que seamos caritativos y espíritas en el sentido amplio del vocabulario. Él quiere, en fin, que hagamos el bien al prójimo.

La Navidad acabó... Las acciones caritativas parecen finalizarse con ella. Y los comportamientos reprochable se agigantan a cada dia.

¡Son tiempos sombrios!

Y el Cristo continua muriendo en las filas de los hospitales; en la violencia doméstica; en la truculencia del tránsito. Él continua pereciendo de maneira vil en las comunidades pobres por medio de “balas perdidas”. El Maestro continua pasando y muriendo de hambre. Él continua siendo agredido por cuenta de la opción sexual de alguien, mismo religiosa ou política. Él continua a ser utilizado en los troncos políticos para ser instrumento de violación de conciencias; de falta de respeto a las libertades públicas. El Cristo continua pidiendo alimento en los semáforos... Su clamor silencioso salta a los ojos y no ocurre sólo en el período de Navidad.

Ojalá, tengamos una situación de Navidad constante, en que el verdadero protagonista sea celebrado por medio de práticas edificantes en el bien. Al final, “En verdad os digo que cuanto lo hicierais [caridad] a uno de estos mis pequeñitos hermanos, a mí lo hacéis”.

            
Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita