Tema: Providencia Divina, humildad
Los tres árboles
En lo alto de una montaña, tres jóvenes árboles
observaban el poblado que avistaban allá abajo y
conversaban sobre lo que les gustaría ser cuando fueran
grandes.
La primera, viendo cómo eran valoradas las joyas y las
piedras raras, dijo:
- Yo deseo que mi madera sea usada para hacer un baúl de
riquezas. Guardaré con cariño el tesoro más precioso que
los hombres puedan tener.
El segundo árbol quería una vida más agitada, y exclamó:
- ¡Yo quiero que mi madera sea usada en un carruaje!
Ayudaré a transportar, con cuidado, a un rey muy sabio y
poderoso.
El tercer árbol, siguiendo el mismo ideal de grandeza de
sus amigos, declaró:
- A mí me gustaría de formar parte de la estructura de
un castillo. El
más lindo del reino más importante de todos.
El tiempo pasó y los árboles crecieron. De vez en
cuando, pensaban en el futuro que les aguardaba. Y
recordaban sus sueños y las ganas de servir a sucesos de
gran importancia.
Dios, que todo lo sabe, registraba los deseos íntimos de
los árboles.
Un día, un leñador subió a la montaña. Viendo esos
árboles grandes, con troncos gruesos, cortó al primero y
al segundo, llevándolos al poblado.
En las manos de hábiles carpinteros, ellos fueron
trabajados con el fin de hacerlos útiles. Sin embargo,
al contrario de lo que los árboles esperaban, el primero
fue transformado en un comedero de animales y llevado
para servir en un simple establo.
El segundo árbol también fue tallado y se volvió un
pequeño barco, pasando a transportar pescadores y peces
todos los días.
El tercer árbol permaneció en la montaña. Cada vez más
viejo y bonito, albergaba pájaros, daba frutos y
esparcía frescor con la sombra de su gran copa. El árbol
era muy útil, pero, a pesar de eso, esperaba el día en
que también pudiera, quién sabe, ver su sueño realizado.
Los tres árboles aceptaban humildemente las funciones
que eran llamados a realizar todos los días, aunque
algunas veces se hallaban muy lejos de los ideales que
habían soñado en su juventud.
En una noche feliz, llena de estrellas, donde la paz y
el amor eran sentidos en el aire como suave melodía, una
pareja se refugió en un establo. El comedero, en el que
el primer árbol había sido transformado, revestido con
heno, sirvió de cuna para un delicado bebé recién
nacido. Acababa de nacer, en ese establo humilde, el
hombre más importante que haya vivido en la Tierra. Lo
arropó, satisfecho, con inmensa ternura.
El tiempo pasó y, cuando ese niño ya se había convertido
en un hombre, un día paseó en un barco con sus amigos
pescadores. Era el segundo árbol, que le servía de
transporte. El hombre terminó durmiendo en el barco,
pero vientos muy fuertes asustaron a los pescadores. El
hombre, entonces, se levantó y calmó la tempestad.
Inmediatamente, el segundo árbol entendió que ahí estaba
alguien más poderoso e importante que cualquier rey
pudiera ser. Realizado,
sintió que era realmente privilegiado.
En otra ocasión, el mismo hombre subió la montaña. El
pueblo se reunió debajo para escuchar sus enseñanzas.
Allí, junto al tercer árbol, Jesús predicó las más
bellas palabras de consuelo, esperanza y amor que hayan
sido escuchadas. Esas
palabras fueron conocidas como Sermón de la Montaña.
Las personas, mirando hacia arriba, veían el cielo, a
Jesús y toda la naturaleza que formaba un paisaje
sublime. En ese momento, el tercer árbol sintió,
conmovido, que formaba parte del Reino de Dios, el más
grande y más bello reino que existe. Y ahí, junto a él,
se encontraba un soberano incomparable. Agradecido,
abrió sus ramas y reconoció, feliz, la función
maravillosa que realizaba como parte de la naturaleza.
Los tres árboles humildes pensaban que sus sueños ya no
se iban a realizar, pero permanecieron siempre
sirviendo. Y fue así como Dios, con el paso del tiempo,
realizó sus deseos, de una manera incluso más grande de
lo que ellos mismos habían soñado.
Fuente: Adaptación de un cuento popular del mismo
título.
Traducción:
Carmen
Morante
carmen.morante9512@gmail.com
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