Llegamos al periodo de mayor reflexión por parte de
todos nosotros que somos adeptos del Cristianismo: ¡la
Navidad!
Y,
tal vez, sea un periodo de profundo significado por
cuenta de la pandemia ocasionada por el nuevo
coronavírus. Aquellos que llegamos hasta aquí, ya
tenemos motivos de sobra para comemorar (con los
cuidados necesarios) y agradecer al Autor de la Vida.
¡Al final, no fuimos víctimas del terrible vírus!
Por
otro lado, millares de hermanos y hermanas nuestros,
brasileños y brasileñas, así como de otras
nacionalidades, no tuvieron la misma “suerte”. Muchas
familias están enlutadas por la despedida repentina y
por la imposibilidad del último adiós por cuestión de
seguridad sanitaria. Otros deambulan, de hospital en
hospital, en busca de camas en las unidades de terapia
intensiva (UTI), sin éxito.
Persiste el caos en la salud pública, pese a los
esfuerzos hercúleos de los profesionales de salud que
visten la bata del Sistema Único de Salud (SUS) e
intentan mantenerlo estoicamente, a pesar de todos los
ataques políticos.
Los
crímenes ocurren en el abultamiento de la Administración
Pública con superfacturamiento de equipamientos y
empleos (o a falta de estos), además, claro, de las
conductas ético-morales lamentables de algunos
servidores.
Altas autoridades, que deberían caminar al lado de la
Ciencia y del buen sentido y propiciar los medios
necesarios para salvaguardar sus pueblos, prefieren
ignorar la realidad difícil e ironizan los esfuerzos
para la consecución de una vacuna. Fomentan la falta de
respeto al aislamiento social; no ofrecen servicios para
la protección de las masas; divulgan y adoptan
comportamientos esdrúxulos o anticientíficos y que en
nada contribuyen para la disminución de la curva de
infectados y, consecuentemente, de muertos...
¡Milicias digitales esparcen mentiras falsas sobre las
posibles vacunas; sobre el conocimiento científico, en
fin, una violencia digital contra la Ciencia como nunca
antes visto!
¡El
apagar de las luces de 2020 será emblemático! No por los
desafios impuestos por el vírus, mas por la falta de
respeto por parte de aquellos que deberían liderar y
gobernar con sabiduría y que operan cuales vándalos
morales; irresponsables y simplones. Y que, ciertamente,
responderán un día delante de la Divina Conciencia por
sus actos hostiles y por arrastrar a millares de
incautos a la barca de Caronte.
Muchos perdieron sus fuentes de renta; sus medios de
subsistencia. De una hora para otra, familias se vieron
en situación de penuria.
El
medio ambiente, sobre todo los biomas del Pantanal y del
Amazona, fue devastado y los impactos climáticos de eso
sentimos, especialmente en los meses de agosto y
septiembre – ¡los de mayores temperaturas en todo el
país! Asistimos, estupefactos, a los animales quemados y
estertorando de dolor por causa de la acción humana. Y
vimos, también, héroes anónimos dedicar sus vidas por la
preservación de la fauna y de la flora...
Un
año de contrastes.
Un
año de dolor.
Un
año de mucha reflexión.
Un
año de partidas repentinas.
Un
año de esperanza por el esfuerzo de millares de
científicos en todo el mundo en busca de una vacuna para
vencer al pequeño y poderoso vírus.
Ya
tuve deseo de mencionar en este espacio de divulgación
espírita el cuento del notable escritor russo
Dostoievski, “El árbol de Navidad en la Casa del
Cristo”.
Se
trata de un libelo contra todas las formas de
injusticia. Es un recordatorio al verdadero
aniversariante en la noche de Navidad: el Cristo. Es una
invitación para aquellos que gimen en los lechos de los
hospitales, abandonados por el Estado que debería
ofrecer un servicio de calidad y no lo hace (¡¿apenas
por falta de cuantía?!).
Es
un alivio para el alma de aquellos que vieron a sus
entes queridos partir de manera repentina, sin ninguna
posibilidad de un último adiós. Es la certeza de que hay
un porvenir, a despecho del materialismo que oscurece
nuestras vistas (temporalmente) para la realidad
espiritual.
Es
un cuento que demuestra que vale la pena hacer algo en
pro de los otros, no apenas en época de festividades,
mas por todo el año, porque hacer el bien es un bálsamo
para el corazón y nos da un sentido a la existencia.
Es
un cuento que demuestra que no adelanta ser rico
materialmente y desprovisto de cualidades morales; ser
insensible al dolor del prójimo, ser indiferente a las
profundas desigualdades sociales que se difunden en
nuestro país.
Es
un cuento que, de manera implícita, evidencia que
aquellos que tienen más condiciones, si realmente
quisieran, pueden auxiliar a los desafortunados, no para
que estos queden en condición de miserabilidad perenne a
expensas de los otros, mas que puedan tener un auxilio
inicial para adquirir la propia emancipación material y
no ser un peso para el Estado.
¡Tengamos la certeza de que días mejores vendrán! Y que
podamos, junto al Sublime Aniversariado, estar reunidos
en oración y esperanzados de que Él pueda interceder
junto al Creador para que tiempos nuevos y mejores
vengan luego para todos nosotros.
El
cuento habla por sí y lo reproduzco, nuevamente, para
nuestra reflexión en estos días navideños:
El
árbol de Navidad en la Casa del Cristo
Era una vez un niño en un sótano, un niño de seis años,
o menos aun. El pobrecito acababa de despertar,
estremeciendo de frio bajo los harapos que lo cubrían.
Cuando respiraba, un tufo blanco le salía de la boca, y
él, sentado en el rincón de una sala, comenzó a soplar a
propósito, para ver la nube moverse. Eso lo distraía,
mas prefería más comer. Se aproximó varias veces al
viejo colchón de paja, dura y seca como un pan de pobre,
donde, con un saco por almohada, reposaba su madre
enferma. ¿Cómo vino ella parar allí? Probablemente,
llegando de otra ciudad, enfermó de súbito. La mujer que
alquilaba ese sótano fue presa en la antevispera; los
otros inquilinos se habían dispersado, para festejar la
Navidad; el único que quedó, un trapero, cocinaba, hacía
dos días, la borrachera con que celebró de antemano el
nacimiento de Cristo. En otro rincón de la sala gemia
una octogenaria reumática, antigua empleada de niños,
que morían abandonados; no paraba de suspirar, de
lamentarse y de maldecir contra el chico que, entre
tanto, ni osaba aproximarse. En el corredor él encontró
bebida, mas nada para comer, y ya llegó más de diez
veces cerca de la madre para despertarla. La oscuridad
le causaba una opresión angustiosa; ya estaba oscura y
nadie apareció para encender el fuego. Palpó el rostro
de la madre y quedó sorprendido: estaba helada y rígida
como un muro. “Está haciendo frio”, pensó, con la mano
inconscientemente posada en el hombro de la muerta;
después sopló sobre los dedos para calentarlos, cogió un
gorro que quedó encima de la cama y, procurando no hacer
ruido, salió tanteando en la oscuridad. Ya habría salido
antes si no fuese el miedo de encontrar en la escalera
un enorme perro que oía ladrar todo el día. Mas ni lo
vio hasta llegar a la calle.
¡Señor, qué gran ciudad! Nunca viera nada así. Donde él
vivia las calles eran oscuras, iluminadas por una única
farola. Las casas de madera, bajitas, vivían cerradas;
apenas la noche caía, no se encontraba más alma viva;
todos quedaban callados dentro de las casas y solo los
perros, centenas, millares de perros, ladraban al
relente. Mas, en compensación, podía calentarse, le
daban de comer… mientras aquí… ¡Mí Dios! ¿no encontrará
nada para comer? Y que alboroto, que animación, que
claridad, cuanta gente, cuantos caballos y carros… y el
frio, ¡que frio! La neblina helada en hilos en los
hocicos de los caballos que galopan, las herraduras
latiendo fuerte en las piedras de las calles, por sobre
la nieve blanda; los paseantes resbalaban unos en los
otros, empujándose y, ¡Dios del cielo, como le duele el
estómago vacio y los deditos duros de frio! Un guarda
pasa junto a él, se vuelve para fingir que no lo ve.
¡Aun una calle: como es larga! ¡No hay duda que va a ser
aplastado; toda la gente grita, va, viene, corre; y qué
claridad, qué claridad extraordinaria! ¿Qué es eso? ¡Ah!
una gran vidriera,y por detrás de la vidriera un cuarto
con un árbol que va hasta el techo: es un pino, un árbol
de Navidad lleno de luces, de pequeños objetos, de
frutas doradas, rodeada de muñecas y caballitos. En el
cuarto, corren niños limpios y bien vestidos; ríen,
juegan, comen y beben. Una niña está bailando con un
niño. ¡Cómo es bonita! Se oye la música a través de la
vidriera.El pequeño mira todo con espanto; sonríe,
mientras le duelen los dedos de sus pobres pies, y los
de las manos, de tan rojos y duros, ya no se pueden
doblar. Mas, de repente, el niño se acuerda del dolor de
los dedos; comienza a llorar, corre, y encuentra otra
vidriera, a través de la cual ve otra sala, con otro
árbol; mas ahora hay mesas cubiertas de tartas de todas
las calidades, tartas de almendras, rojas, amarillas,
que cuatro ricas señoras distribuyen a todos los que
entran. En todo momento la puerta se abre para dejar
entrar hombres bien vestidos. Lentamente, el niño se
aproxima, abre la puerta, entra de golpe. ¡Ay! Lo
expulsan con gritos y gestos indignados. Una señora le
metió una moneda en la mano, mientras lo empujaba para
la calle. ¡Qué miedo! La moneda rodó en la escalera con
un sonido claro: no pudo cerrar los dedos para cogerla.
Entonces el chico se puso a caminar apresuradamente para
lejos – sin saber para donde. Con voluntad de llorar,
con miedo, sale a correr. Corre soplando en los dedos.
Una sensación de angustia lo oprime, de sentirse tan
solo y abandonado; mas luego se distrae. Señor, ¿que
será? ¡Cuanta gente parada, mirando curiosamente! En una
ventana, a través de la vidriera, tres enormes muñecos
vestidos de rojo y verde parecen vivos: un viejo,
sentado, toca el violín, y los otros dos, de pie, tienen
en los brazos violines menores; todos mueven en cadencia
las cabezas finas, se miran unos a los otros, mueven los
labios; hablan, deben hablar – de verdad – y solo no se
oye nada por causa del cristal. El niño pensó primero
que eran personas vivas y, cuando comprendió que eran
muñecos, se puso a reír. ¡Nunca vio muñecos así, ni
imaginaba que pudiesen existir! Eran tan graciosos, tan
divertidos que transformaron en risa su llanto. De
repente, alguien lo empujó, por detrás. Un niño grande,
malo, le dio un golpe en la cabeza, tirándole el gorro
abajo, y después un puntapié. Rodó en el suelo, algunas
personas comezaron a gritar; apavorado, se levantó y
salió corriendo, sin saber para donde. Entró en un
sótano, de un patio, se sentó detrás de un montón de
leña. “Al menos aqui él no me encontrará, pensó; está
demasiado oscuro.”
Se encogió todo, sin poder recobrar el aliento, tanto
miedo tenía, y repentinamente – porque todo pasó en un
segundo – lo invadió un gran bienestar, las manos y los
pies cesaron de doler, y sintió calor, mucho calor, como
si estuviese cerca de un fogón. Se sacudió todo; mas un
poco, y dormía. ¡Como sería bueno dormir allí! “De aquí
a poco, voy de nuevo a ver los muñecos”, pensó,
sonriendo solo de recordar; “¡podía jurar que estaban
vivos!” Y súbitamente le pareció oír a su madre
cantándole una canción. “¡Mamá, voy a dormir; ¡ah! como
es bueno dormir aquí!”
– Ven conmigo, vamos a ver el Árbol de Navidad, mí hijo
– murmuró inesperadamente una voz de rara dulzura.
Juzgó que fuese su madre; mas no, no era ella. ¿Quién
entonces lo llamó? No vio a nadie, mas alguién se echó
sobre él, lo abrazó en la oscuridad; extendió los brazos
y… de repente – ¡ah! ¡cómo todo quedó resplandeciente!
¡Que maravillosos árboles de Navidad! Mas não es un
pino, nunca vio un árbol así. ¿Dónde estaba? Todo
brilla, todo reluce, y en todas partes ve muñecas – no,
no son muñecas, son niños y niñas; apenas son niños
luminosos. Lo envolvieron, hacen rueda en torno de él;
lo besan de pasada, lo cogen, lo llevan volando; también
él vuela, y ve: ve a su madre, y le sonríe.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ah! ¡cómo está bueno aquí!
Abraza a los nuevos compañeros; quería tanto contarles
la historia de los muñecos detrás del vidrio… Les
pregunta quiénes son, donde están, riendo y tirando
besos.
– No sabes… este es el árbol de Navidad del Cristo – le
respondierón. – Todos los años, en este día, hay un
árbol así, que Jesús da los niños que no tuvieron árbol
de Navidad en la Tierra…
Y supo que todas esos niños habían sido igual a él; mas
unos murieron helados en los cestos en que los
abandonaron en las puertas de los palacios de
Petersburgo; otros murieron en los asilos de las
provincias, o en el propio seno de las madres, durante
el hambre de Samara, o asfixiados por el aire
contaminado de las colmenas. Mas ahora viven todos como
ángeles, con el Cristo; y Él los bendice, en un gesto de
ternura que se extiende a sus pobres madres… Hey las
todas, a lo lejos, llorando, mirando para los hijos que
pasan revoloteando junto a ellas, besándolas levemente,
enjugándoles las lágrimas pidiéndoles que no lloren,
pues se encuentran tan bien…
Y allá abajo, a la mañana siguiente, los porteros
descubrieron el cadáver de un niño helado cerca de un
montón de leña. Buscaron a su madre… ella murió un poco
antes de él; tal vez los dos se hayan encontrado en el
cielo…Por qué habré yo imaginado una historia tan poco
razonable, tan poco en los moldes de un escritor serio!
¡Y se dice que yo me proponía solo contar hechos reales!
Mas la cuestión es justamente esa: siempre me pareció,
como parece, que todo eso podría ocurrir, esto es, la
parte del sótano y del montón de leña. En cuanto al
árbol de Navidad de Cristo, no podría afirmar que
exista.
Mas, ya que soy romancista, puedo bien imaginar que sí.