Para todos los que escriben al respecto de la Doctrina
de la Reencarnación, bajo la óptica espírita, es muy
común el enfrentamiento con los religiosos dogmáticos,
argumentando que Jesús no la predico en sus sublimes
enseñanzas. Exponen, a pesar del gran número de pruebas
favorables al principio reencarnacionista, la tesis de
la resurrección, la vuelta del espíritu a la arena
física, en el mismo cuerpo ya desintegrado, en conflicto
con la ciencia que demuestra la imposibilidad de traer a
la vida al ser que ya sufrió la descomposición, siendo
sus elementos reabsorvidos en la Naturaleza,
contribuyendo para la formación de otros cuerpos,
haciendo parte de sus agrupaciones moleculares o
atómicas.
Huye al buen sentido y la razón la opinión de que “nada
hay imposible a Dios y quien hizo los cielos, la Tierra
y todo lo que en ellos hay, puede resucitar quien así
deseara”. Infelizmente, esa apreciación refleja la fe no
raciocinada, el culto al “credo quia absurdum” (creo,
incluso que sea absurdo).
La Doctrina Espírita, como creencia basada en el
raciocinio lógico, clama que Dios es el autor de todas
las cosas y es el excelso artifice de leyes naturales,
abarcando los preceptos que rigen la materia y las leyes
del alma (OLE, 617). “[...] Las leyes de Dios son
perfectas. La armonía que regula el universo material y
el universo moral se funda en las leyes que Dios
estableció por toda la eternidad” (OLE, 616). Por tanto,
Dios no iría a revocar Su sublime legislación, dando
vida a un muerto. Al mismo tiempo, la ley divina,
regiendo la Naturaleza, permite que un cuerpo en
decomposición revela un abundante y voraz ecosistema
cadavérico, con la presencia de microbios e insectos,
haciendo con que, en un periodo de 20 a 50 días, la
carne sea toda devorada y el cuerpo se reseque. Después
de todo eso, ¿qué restará del cuerpo para el espíritu
resucite? Al respecto de la derogación de la legislatura
divina, Léon Denis, conocido como el filósofo del
Espiritismo, enfatiza que “el milagro es una
postergación de las leyes externas fijadas por Dios,
obras que son de su voluntad, y sería poco digno de la
Suprema Potencia exhorbitar de su propia naturaleza y
variar en sus decretos” (Cristianismo y Espiritismo,
cap. 5).
En el cristianismo primitivo, la doctrina de las
vivencias sucesivas se presentaba refulgente, desde que
el excelso Jesús la enseñó explícitamente. Examinando el
Evangelio de Mateo, precisamente en el capítulo 17,
versículos 12 y 13, se verifica que el Maestro alude a
la reencarnación del profeta Elías, retornando al medio
físico, vivificando la personalidad de Juan Bautista,
diciendo: “Pero yo os digo que Elías ya vino, mas no lo
conocieron; antes, hicieron con él cuanto quisieron. Del
mismo modo harán sufrir al Hijo del Hombre. Los
discípulos comprendieron, entonces, que él les hablaba
de Juan Bautista”. Esa enfática afirmación del Cristo no
deja dudas al respecto del retorno de Elías como Juan
Bautista, incontestable, aunque pese la negación de los
dogmáticos, defendiendo la tesis de que el profeta Elías
no había vuelto a la Tierra.
Los discípulos, por cierto, aceptaban de modo pleno la
palingenesis o reencarnación, tanto que no hubo por
parte de ellos cualquier cuestionamiento delante de la
revelación hecha por el Maestro al respecto del retorno
a los parajes físicos de Elías. Digno de registro que al
“nacer de nuevo” del profeta ya había sido predicho, en
el Antiguo Testamento, por el profeta Malaquias, el cual
afirmó ser ese renacimiento revestido de una excelsa
misión, la de preparar el camino del Cristo, siendo su
antecesor (Ml. 3:1).
Así como Mateo, el evangelista Marcos, igualmente, trae
a la superficie la explicación espiritual para las
lesiones teratológicas verificadas en el nacimiento y no
comprendidas en el dogmatismo: “¡Ay del mundo por causa
de los escándalos! ¡Ellos son inevitables, pero ay del
hombre que los causa! Por eso, si tu mano o tu pie te
hacen tropezar, cortalos y lánzalos lejos de ti: es
mejor para ti entrar en la vida estando cojo o manco
que, teniendo dos pies y dos manos, ser lanzado en el
fuego eterno. Si tu ojo te hace tropezar, arráncalo y
lánzalo lejos de ti: es mejor para ti entrar en la vida,
ciego de un ojo, que estando, con tus dos ojos, ser tú
tirado en el infierno del fuego” (Mateo 18:7-9).
Incontestablemente, esos versículos demuestran la
reencarnación. La afirmación de que es “inevitable que
vengan escándalos”, corrobora la enseñanza espírita de
que la Tierra es un mundo de pruebas y expiaciones,
donde la criatura granjea adquisiciones y experiencias y
rescata sus débitos (“entrar en la vida”, reencarnar,
“manco o ciego”).
El Evangelio de Juan aborda, por ejemplo, en el capítulo
nueve, versículo tres, con gran propiedad, una de las
funciones del sufrimiento, la de desenvolver vitalidad
espiritual: “En el él (el ciego de nacimiento) pecó, ni
sus padres; pero fue para que se manifestarán en él las
obras de Dios”. Bien notable, en ese caso, que la
ceguera no fue debida a algún antepasado, un anátema
contra el pecado original; como también resalta que esa
deficiencia visual congénita no es resultante de una
expiación, o sea, el rescate de un error cometido en el
pasado (“no saldrás de la prisión, en cuanto no pagaras
el último centil”). Aquí se trata de una prueba, de un
acontecimiento doloroso, sirviendo como un test para
instrucción del espíritu, solicitado por él mismo en la
espiritualidad.
Leyendo el resto de los textos evangélicos, puede
constatarse la evidencia de haber al ex-ciego
conquistado mayor aprendizaje espiritual, ya que
enfrentó con gallardía a los fariseos, dando un valiente
testimonio de Jesús. Al mismo tiempo, no podría dejar de
mencionar, de forma más amplia, la otra utilidad del
dolor: hacer rescatar las faltas pasadas, a través del
“nacer de nuevo” o reencarnar. La ley de acción y
reacción anuncia, de manera magistral y abundante, la
justicia divina: Lo que el hombre creara de bueno o de
malo repercute en su propia vestimenta espiritual,
señalar el periespíritu con armonía o desajuste. En caso
del uso indebido del libre-albedrío, la lesión marcada
en la vestimenta extrafísica predispondrá la aparición
de determinada enfermedad en la estructura física: “Lo
que el hombre siembra en la carne, de la carne cortará
la corrupción” (Gálatas 6:8).
Teniendo delante de sí la eternidad, siendo portador de
la inmortalidad, el ser espiritual podrá rectificar sus
propios equivocos de ayer y prepararse para alzar los
grandes vuelos del mañana, dejando de lado el
sufrimiento abundante, descrito de forma alegórica como
“infierno de fuego”, el cual, cuando es vivido en la
dimensión extrafísica, tiene la apariencia de consumir
al ser por todo y siempre y que nunca más cesará.
En otro episodio evangelico, el Maestro dice al
ex-paralítico: “Mira que ya estás curado; no yerres más,
para que no te suceda cosa peor” (Juan 5:14). Bien
lógica la afirmación de que el hombre no sufría debido a
errores cometidos por un remotísimo antecedente como
Adán. Sin la explicación suministrada por la doctrina
reencarnacionista, todo se presenta confuso, sin lógica
y coherencia. La reencarnación patenta la presencia
excelsa de la paternidad divina, extremadamente amorosa,
proporcionando, a través de Sus justas leyes, el
perfeccionamiento debido y paulatino de las criaturas.
Jesús, igualmente, enfatizó la existencia de la doctrina
de la reencarnación, en el diálogo con el erudito judío,
miembro del tribunal supremo de Judea (Sanedrín) llamado
Nicodemos, el cual buscó al Cristo, en la silenciosa
noche, y, prontamente, lo consideró un maestro, venido
de parte de Dios. El tierno nazareno, delante de un
sabio, aprovechó la ocasión para hablarle de una
doctrina que ofrece argumentaciones conformes a la
razón: “En verdad, en verdad te digo que aquel que no
nace de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Le dice
Nicodemos: “¿Cómo puede un hombre nacer, siendo viejo?
¿Por ventura puede volver a entrar en el vientre de su
madre, y nacer?” (Juan 3:3-4). Está bien claro que
Nicodemos entendió que Jesús hablaba de un renacimiento
en la carne, sin embargo desconocía enteramente cómo ese
surgimiento se verifica, incluso siendo un erudito en
Israel. Entonces, el Cristo respondió: “En verdad, en
verdad te digo que aquel que no naciera del agua y del
Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan
3:5).
Según el profesor Pastorino, en el original griego, no
hay artículo antes de las palabras agua y espíritu,
estando segura la traducción como: “nacer de agua”
(nacer en agua) y “nacer de espíritu” (por la
reencarnación del espíritu). Quedaría cierto, entonces,
el texto: “En verdad, en verdad te digo: quien no nació
en agua y en espíritu, no puede entrar en el reino de
Dios”. El Maestro, de hecho, como un ser de élite,
suministró a Nicodemos lo que actualmente sería un aula
de Biología. La célula embrionaria es constituída de 95%
de agua, formada por el encuentro del espermatozoide con
el óvulo. Los dos casi compuestos de 100% de agua. Al
mismo tiempo, el pequeñito ser se desarrolla en la
llamada bolsa de agua, o líquido amniótico. El agua
representa el gran elemento generador de la vida física,
siendo también el constituyente esencial de todas las
criaturas vivas. La formación de un cuerpo físico es,
entonces, resultante de otro cuerpo físico, o sea, carne
generando carne: “Lo que es nacido de la carne es
carne...” (Juan 3:6).
Con todo, el excelso Maestro va más allá, profundizando
aun más, revelando un hecho transcendental que es la
presencia del ser espiritual preexistente, dotado de la
inmortalidad, uniéndose a la vestimenta somática,
necesitando de una vibración más densa para su ascensión
evolutiva. El espíritu, centella divina perfeccionada e
individualizada, necesita de la arena física, con su
resistencia propia, para despertar y exteriorizar sus
potencialidades (“El reino de Dios dentro de sí”): “Lo
que es nacido del espíritu es espíritu” (Juan 3:6).
Quien no acepta el proceso reencarnatorio, en esos
versículos, predica la ocurrencia de un renacimiento
moral, diciendo que Jesús estaría hablando de una nueva
vida (“nacer de nuevo”), la cual la criatura pueda
experimentar cuando lo acepta como salvador.
Infelizmente, la historia de las religiones revela que
esa tal renovación espiritual no es acompañada de un
cambio profundo de actitudes y comportamientos morales.
¿Qué adelanta al ser penetrar y salir de los lugares de
culto religioso, considerándose salvado, sin una
transformación radical e intensa en su interior? No
basta apenas poseer la fe y entender al Maestro como el
Salvador de la Humanidad; lo que importa es la
modificación interior, que no es forzada, ni ejercida
con mucha dificultad y angustia; por eso fluye
normalmente y se exterioriza por medio de obras y
actitudes espontáneas para el bien.
Al final del encuentro memorable con Nicodemos, Jesús
mandó su recado a la humanidad, exhortándola, utilizando
el verbo en la segunda persona del plural.
Enfáticamente, revela una gran verdad: “(...) Necesario
os es nacer de nuevo” (Juan 3:7). Realmente la Doctrina
Espírita asevera que la encarnación humana es
primordial, enseñando que “la unión del espíritu y de la
materia es necesaria” (OLE, 25) y que “los espíritus
tienen que sufrir todas las vicisitudes de la existencia
corporal” (OLE, 132), como igualmente “creados simples e
ignorantes se instruyen en las luchas y tribulaciones de
la vida corporal” (OLE, 133). Los buenos espíritus,
según la codificación kardecista, son los que
conseguirán “predominancia sobre la materia” (OLE, 107).
Los religiosos dogmáticos, en detrimento de muchos
versículos de las Escrituras, donde la verdad
reencarnacionista es incuestionable, citan infantilmente
un pasaje, en el libro de Hebreos, donde está escrito:
“A los hombres está ordenado morir una sola vez y,
después de eso, el juicio”. El texto está refiriéndose a
la personalidad, al cuerpo que da oportunidad de
crecimiento evolutivo a la individualidad, el espíritu
inmortal. El cuerpo físico es compuesto por agua y
minerales y tiene, naturalmente, una existencia
limitada. El hombre, personalidad terrena, está
destinado a la muerte; con todo, la entidad espiritual
presente nunca muere y reencarnará tantas veces cuantas
se hicieran necesarias. Después del deceso de la
vestimenta somática (muerte), la individualidad
espiritual alza el vuelo de la libertad; sujeto, con
todo, al juicio que se procesa en los repliegues más
íntimos de su ser, muchas veces amargado por el
remordimiento que parece consumirle enteramente como
llamas ardientes de una hoguera.
La doctrina de la reencarnación explica, con sensatez y
lógica, las adversidades del camino y los golpes del
destino. Así como el Maestro Jesús preguntó a Nicodemos,
el mismo haría a los exegetas adversarios y negadores
del “nacer de nuevo”: ¿Ustedes son maestros de Israel, y
no saben de eso? (Juan 3:10).