Especial

por Maria de Lurdes Duarte

¿Aun será posible el perdón?

Hay horas en que la angustia parece tomarnos cuenta del alma y querer todo destruir, inclusive la voluntad de vivir, de luchar y, aun más de perdonar. Eso ocurre a nível individual, pero ocurre también a nível colectivo, de los grupos, de las instituciones, de las naciones.

Con todas las noticias alarmantes que nos entran, a todo instante, por las casas adentro, a través de los medios de comunicación social y redes sociales, es fácil, en la actualidad, no dejarnos vencer por el negativismo.

Cuando intentábamos mantener la esperanza en un mundo mejor, conquistado a pulso de sacrificios y trabajos que, juzgábamos nosotros, nos aproximaban un poco más del mundo con que soñamos…

Cuando intentábamos mantener la esperanza de que las guerras que aun atormentaban ciertas zonas planetarias, fuesen un resquicio de las imperfecciones humanas, pero que, tenderían a desaparecer, y podríamos, finalmente, sentir que nos aproximábamos a esa transición planetaria que esperamos…

Cuando comenzábamos a tener alguna fe en la humanidad y en sus conquistas tecnológicas y científicas, que podrían llevarnos a una mayor aproximación y más fácil ejercicio de la solidariedad, colaboración y participación…

Cuando todo esto nos embaucaba, o nos dejábamos embaucar por las apariencias de bienestar y falsa seguridad, estalla una guerra en plena Europa, continente que juzgábamos muy arriba de este género de acontecimientos. En pleno sig. XXI aun mal salidos de una epidemia que asoló el mundo y alteró los hábitos de vida de la mayoría, dejando el mundo más frágil… un gran país decide invadir otro, reclamar territorios que no le pertenece, como si estuviésemos en plena época de las conquistas bárbaras, de la edad media o antigua.

No nos parecen ser acontecimientos dignos del sig. que atravesamos. No nos parece ser una actitud de un país civilizado, de un pueblo dedicado a la ciencia, a la investigación, el arte, habitado por un pueblo valeroso y digno. No conseguimos comprender cuál es la necesidad, si necesidad podría haber alguna, de esparcir tanto dolor y sufrimiento, de destruir ciudades enteras, de matar a izquierda y a derecha, torturar, violar, separar familias, llevar tantos millones a refugiarse en tierras desconocidas, destruir hospitales, maternidades, usar civiles como blancos fáciles. Nos parece todo demasiado indigno, demasiado bárbaro. Y todo esto delante de un mundo “civilizado” que asiste, si no sereno, por lo menos, aparentemente impávido. El miedo invade a todos y nadie arriesga hacer nada que pueda agravar aun más la situación, que ya de por sí se presenta catastrófica y de solución casi imposible.

No es nada, incluso nada fácil, dejarnos que la desesperación tome cuenta de nosotros. Entre tanto, el pueblo mencionado en toda esta catástrofe, el pueblo ucraniano, nos ha dado ejemplos de coraje, resiliencia y hasta positivismo, en medio del dolor que los alcanza. Siguiéndole el ejemplo, hemos de mantener la esperanza y continuar enfrentando las dificultades que se nos deparan en esta vida de pruebas y expiaciones, con coraje, fuerza y resistencia a las tentaciones que nos van surgiendo por el camino.

Una de esas tentaciones, aquella que, en este artículo, pretendemos abordar más de cerca, será la del no perdón. Dejar el odio, la amargura, el deseo del mal y de la venganza nos entra en el alma, como niebla densa y penetrante, es la actitud más fácil de todas, la que menos trabajo exige de nosotros. Aquello que no comprendemos, todo lo que no alcanzamos con nuestras mentes limitadas, es un potencial generador de conflictos, de amarguras, de odios. Si conseguimos comprender las razones del otro, se vuelve más fácil el perdón. Pero si los argumentos no nos convencen, si no encontramos las razones para lo que nos hiere o hiere a aquellos que amamos, nos refugiamos en la sed de venganza y de represalia. Y, sin duda alguna, estamos delante de acontecimientos y razones que nos superan de tal forma, que no conseguimos dejar de sentirnos indignados.

Son sentimientos muy peligrosos estos que aquí analizamos. ¿Peligrosos para quién? ¿Para el “enemigo”, para el que ofende, esparce el mal, tortura, mata, destruye y esparce toda la especie de sufrimiento? Sí, ciertamente, pero… no sólo. Son sentimientos muy peligrosos para todos. Pero, esencialmente, para las vítimas. Y para nosotros que nos sentimos solidarios con las víctimas. El mayor peligro, el gran peligro de la incapacidad de perdonar, es el de inmovilizar a aquellos que pretenden ser personas de bien, en fuerzas destruidoras del carácter, del sentimiento, del coraje, de la dignidad humana y espiritual.

A nível espiritual y hasta a nível psicológico y físico, todo el buen sentimiento es generador de bienestar, de salud, de felicidad, armonía, equilibrio emocional, que nos fortalece para el enfrentamiento de las dificultades y nos da resiliencia. El bien atrae al bien. La esperanza y la fe atraen la esperanza y la fe. Los pensamientos de salud, amor, perdón, equilibrio, empatía, atraen fuerzas semejantes. Sintonizamos, a todos los niveles, con aquellos que se asemeján a nosotros en sentimientos.

Por lo contrario, la amargura, la decepción, el disgusto, el mal querer, el deseo de venganza, el odio, la sed de represalia, generan desequilibrio porque atraen fuerzas que, a nuestro alredor, y por el espacio infinito poseen sentimentos afines y anhelan por servirse de nosotros para concretar sus intentos menos dignos. Sin saberlo, somos, tantas vezes, no sólo complices, sino también instrumentos de los actos más viles, porque atraemos a quien participa de las mismas sensaciones. En eso está el gran peligro. Todos nosotros tenemos experiencias que lo comprueban. Lo que ocurre, muchas veces, es que, por falta de conocimiento, no estamos atentos y no analizamos las propias vivencias. Cuando tenemos algún mal sentimiento en relación a alguien, cuando emitimos pensamientos negativos, cuando sintonizamos con el mal, nos sentimo enfermos, quedamos en bajo y desequilibrados, sin percibir el motivo. El malestar que tantas vezes nos asalta de forma inexplicable, se debe, no pocas veces, a las compañías menos agradables de que disfrutamos, porque nosotros mismos las llamamos.

¿Quién gana, entonces, si no fuimos capazes de superar el rencor y la amargura y nos dejamos llevar por la incapacidad de perdonar? Nadie, mucho menos nosotros. Perdonar no es un acto de generosidad para con los otros. Lo mejor, también puede ser, pero no es apenas eso. Perdonar es, por encima de todo, un acto de liberación de los sentimientos negativos a que nos prendemos y que aumentan nuestro propio sufrimiento.

Jesús lo sabía, cuando aconsejó a perdonar a los enemigos. Sabía los lazos a que todos nos prendemos y que impiden nuestro crecimiento espiritual, lazos de dolor profundo que nos encadenan hace milenios y no nos dejan ver para más allá de la pequeñez de los sentimientos a que nos habituamos y que nos desequilibran y causan infelicidad.

Conviene, entre tanto, esclarecer: Perdonar no es disculpar al verdugo. Ni dejar de apoyar a la víctima. No es concordar con el mal. Ni dejar de luchar por el bien. Quien no se indigna con el mal, quien comparte con el error, contribuye para que el sufrimiento y el dolor permanezcan por tiempo indefinido. El bien sólo se esparce por la acción de todos. Construir un mundo mejor es el deber de todos y es, eso sí, un acto de coraje y de fuerza de carácter. El espírita, siguiendo el ejemplo de Jesús, jamás podrá concordar con el mal, la falta de respeto, la insensibilidad delante del dolor de los otros. Tenemos el deber de ser activos en la construcción del bien.

El perdón no es sólo ausencia de rencor y venganza. El perdón es lucha activa por la armonía, lucha con las únicas armas que tenemos el derecho de usar: las armas del bien, de la oración, del amor, de la solidariedad.

Tengamos el coraje de liberarnos. Dejemos a cada uno con sus actos y con los sentimientos buenos o malos que alberga en su interior. Dejemos a Deus la incumbencia de juzgar a todos y de a cada uno dar según su merecimiento. Pero seamos activos en el bin, si nos consideramos verdaderos espíritas, verdaderos cristianos, o, simplemente, hombres y mujeres de bien.

Si el perdón es liberación, es caso para decirnos: Perdonemos. Nosotros merecemos liberarnos a través del perdón.


 

Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 
 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita