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¿Aun será posible
el perdón? |
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Hay horas en que la angustia parece tomarnos cuenta del
alma y querer todo destruir, inclusive la voluntad de
vivir, de luchar y, aun más de perdonar. Eso ocurre a
nível individual, pero ocurre también a nível colectivo,
de los grupos, de las instituciones, de las naciones.
Con todas las noticias alarmantes que nos entran, a todo
instante, por las casas adentro, a través de los medios
de comunicación social y redes sociales, es fácil, en la
actualidad, no dejarnos vencer por el negativismo.
Cuando intentábamos mantener la esperanza en un mundo
mejor, conquistado a pulso de sacrificios y trabajos
que, juzgábamos nosotros, nos aproximaban un poco más
del mundo con que soñamos…
Cuando intentábamos mantener la esperanza de que las
guerras que aun atormentaban ciertas zonas planetarias,
fuesen un resquicio de las imperfecciones humanas, pero
que, tenderían a desaparecer, y podríamos, finalmente,
sentir que nos aproximábamos a esa transición planetaria
que esperamos…
Cuando comenzábamos a tener alguna fe en la humanidad y
en sus conquistas tecnológicas y científicas, que
podrían llevarnos a una mayor aproximación y más fácil
ejercicio de la solidariedad, colaboración y
participación…
Cuando todo esto nos embaucaba, o nos dejábamos embaucar
por las apariencias de bienestar y falsa seguridad,
estalla una guerra en plena Europa, continente que
juzgábamos muy arriba de este género de acontecimientos.
En pleno sig. XXI aun mal salidos de una epidemia que
asoló el mundo y alteró los hábitos de vida de la
mayoría, dejando el mundo más frágil… un gran país
decide invadir otro, reclamar territorios que no le
pertenece, como si estuviésemos en plena época de las
conquistas bárbaras, de la edad media o antigua.
No nos parecen ser acontecimientos dignos del sig. que
atravesamos. No nos parece ser una actitud de un país
civilizado, de un pueblo dedicado a la ciencia, a la
investigación, el arte, habitado por un pueblo valeroso
y digno. No conseguimos comprender cuál es la necesidad,
si necesidad podría haber alguna, de esparcir tanto
dolor y sufrimiento, de destruir ciudades enteras, de
matar a izquierda y a derecha, torturar, violar, separar
familias, llevar tantos millones a refugiarse en tierras
desconocidas, destruir hospitales, maternidades, usar
civiles como blancos fáciles. Nos parece todo demasiado
indigno, demasiado bárbaro. Y todo esto delante de un
mundo “civilizado” que asiste, si no sereno, por lo
menos, aparentemente impávido. El miedo invade a todos y
nadie arriesga hacer nada que pueda agravar aun más la
situación, que ya de por sí se presenta catastrófica y
de solución casi imposible.
No es nada, incluso nada fácil, dejarnos que la
desesperación tome cuenta de nosotros. Entre tanto, el
pueblo mencionado en toda esta catástrofe, el pueblo
ucraniano, nos ha dado ejemplos de coraje, resiliencia y
hasta positivismo, en medio del dolor que los alcanza.
Siguiéndole el ejemplo, hemos de mantener la esperanza y
continuar enfrentando las dificultades que se nos
deparan en esta vida de pruebas y expiaciones, con
coraje, fuerza y resistencia a las tentaciones que nos
van surgiendo por el camino.
Una de esas tentaciones, aquella que, en este artículo,
pretendemos abordar más de cerca, será la del no perdón.
Dejar el odio, la amargura, el deseo del mal y de la
venganza nos entra en el alma, como niebla densa y
penetrante, es la actitud más fácil de todas, la que
menos trabajo exige de nosotros. Aquello que no
comprendemos, todo lo que no alcanzamos con nuestras
mentes limitadas, es un potencial generador de
conflictos, de amarguras, de odios. Si conseguimos
comprender las razones del otro, se vuelve más fácil el
perdón. Pero si los argumentos no nos convencen, si no
encontramos las razones para lo que nos hiere o hiere a
aquellos que amamos, nos refugiamos en la sed de
venganza y de represalia. Y, sin duda alguna, estamos
delante de acontecimientos y razones que nos superan de
tal forma, que no conseguimos dejar de sentirnos
indignados.
Son sentimientos muy peligrosos estos que aquí
analizamos. ¿Peligrosos para quién? ¿Para el “enemigo”,
para el que ofende, esparce el mal, tortura, mata,
destruye y esparce toda la especie de sufrimiento? Sí,
ciertamente, pero… no sólo. Son sentimientos muy
peligrosos para todos. Pero, esencialmente, para las
vítimas. Y para nosotros que nos sentimos solidarios con
las víctimas. El mayor peligro, el gran peligro de la
incapacidad de perdonar, es el de inmovilizar a aquellos
que pretenden ser personas de bien, en fuerzas
destruidoras del carácter, del sentimiento, del coraje,
de la dignidad humana y espiritual.
A nível espiritual y hasta a nível psicológico y físico,
todo el buen sentimiento es generador de bienestar, de
salud, de felicidad, armonía, equilibrio emocional, que
nos fortalece para el enfrentamiento de las dificultades
y nos da resiliencia. El bien atrae al bien. La
esperanza y la fe atraen la esperanza y la fe. Los
pensamientos de salud, amor, perdón, equilibrio,
empatía, atraen fuerzas semejantes. Sintonizamos, a
todos los niveles, con aquellos que se asemeján a
nosotros en sentimientos.
Por lo contrario, la amargura, la decepción, el
disgusto, el mal querer, el deseo de venganza, el odio,
la sed de represalia, generan desequilibrio porque
atraen fuerzas que, a nuestro alredor, y por el espacio
infinito poseen sentimentos afines y anhelan por
servirse de nosotros para concretar sus intentos menos
dignos. Sin saberlo, somos, tantas vezes, no sólo
complices, sino también instrumentos de los actos más
viles, porque atraemos a quien participa de las mismas
sensaciones. En eso está el gran peligro. Todos nosotros
tenemos experiencias que lo comprueban. Lo que ocurre,
muchas veces, es que, por falta de conocimiento, no
estamos atentos y no analizamos las propias vivencias.
Cuando tenemos algún mal sentimiento en relación a
alguien, cuando emitimos pensamientos negativos, cuando
sintonizamos con el mal, nos sentimo enfermos, quedamos
en bajo y desequilibrados, sin percibir el motivo. El
malestar que tantas vezes nos asalta de forma
inexplicable, se debe, no pocas veces, a las compañías
menos agradables de que disfrutamos, porque nosotros
mismos las llamamos.
¿Quién gana, entonces, si no fuimos capazes de superar
el rencor y la amargura y nos dejamos llevar por la
incapacidad de perdonar? Nadie, mucho menos nosotros.
Perdonar no es un acto de generosidad para con los
otros. Lo mejor, también puede ser, pero no es apenas
eso. Perdonar es, por encima de todo, un acto de
liberación de los sentimientos negativos a que nos
prendemos y que aumentan nuestro propio sufrimiento.
Jesús lo sabía, cuando aconsejó a perdonar a los
enemigos. Sabía los lazos a que todos nos prendemos y
que impiden nuestro crecimiento espiritual, lazos de
dolor profundo que nos encadenan hace milenios y no nos
dejan ver para más allá de la pequeñez de los
sentimientos a que nos habituamos y que nos
desequilibran y causan infelicidad.
Conviene, entre tanto, esclarecer: Perdonar no es
disculpar al verdugo. Ni dejar de apoyar a la víctima.
No es concordar con el mal. Ni dejar de luchar por el
bien. Quien no se indigna con el mal, quien comparte con
el error, contribuye para que el sufrimiento y el dolor
permanezcan por tiempo indefinido. El bien sólo se
esparce por la acción de todos. Construir un mundo mejor
es el deber de todos y es, eso sí, un acto de coraje y
de fuerza de carácter. El espírita, siguiendo el ejemplo
de Jesús, jamás podrá concordar con el mal, la falta de
respeto, la insensibilidad delante del dolor de los
otros. Tenemos el deber de ser activos en la
construcción del bien.
El perdón no es sólo ausencia de rencor y venganza. El
perdón es lucha activa por la armonía, lucha con las
únicas armas que tenemos el derecho de usar: las armas
del bien, de la oración, del amor, de la solidariedad.
Tengamos el coraje de liberarnos. Dejemos a cada uno con
sus actos y con los sentimientos buenos o malos que
alberga en su interior. Dejemos a Deus la incumbencia de
juzgar a todos y de a cada uno dar según su
merecimiento. Pero seamos activos en el bin, si nos
consideramos verdaderos espíritas, verdaderos
cristianos, o, simplemente, hombres y mujeres de bien.
Si el perdón es liberación, es caso para decirnos:
Perdonemos. Nosotros merecemos liberarnos a través del
perdón.