Primeramente, quiero dejar registrado que parte de este
texto fue extraído de una de las obras de Léon Denis,
titulada Después de la Muerte. Claro, una
síntesis bien apretada del capítulo, ya que el autor se
extiende en muchas consideraciones filosóficas y sería
imposible discurrir sobre todas.
Cuando pretendemos hablar sobre moral, es necesario
examinar cuáles son los efectos que una doctrina
filosófica produce sobre la vida social. Y vamos a
hablar de dos, el Materialismo y el Positivismo.
Bajo ese punto de vista, las teorías materialistas,
basadas sobre el fatalismo, son incapaces de servir de
incentivo a la vida moral, de sanción a las leyes de la
conciencia. La idea, enteramente mecánica, que dan al
mundo y a la vida, destruye la noción de libertad y, por
consiguiente, la de responsabilidad. Hacen de la lucha
por la vida una ley implacable, por la cual los débiles
deben sucumbir a los golpes de los fuertes, una ley que
expulsa para siempre de la Tierra el reinado de la paz,
de la solidariedad y de la fraternidad humana.
Sin duda, hay materialistas honestos y ateos virtuosos,
pero esto no se da en virtud de la aplicación rigurosa
de sus convicciones. Si son así, es a pesar de sus
opiniones y no por causa de ellas; es por un impulso
secreto de su naturaleza, es porque su conciencia supo
resistir a todos los sofismas.
Con la convicción de que nada más hay más allá de la
vida presente, y que no existe otra justicia superior a
la de los hombres, cada cual puede decir: ¿Para que
luchar y sufrir? ¿Para qué la piedad, el coraje, la
rectitud? ¿Por qué nos obligamos y domamos nuestros
apetitos y deseos?
Si la Humanidad está abandonada a sí misma, si en
ninguna parte existe un poder inteligente y equitativo
que la juzgue, la guie y sustente, ¿qué socorro puede
ella esperar? ¿Que auxilio le voverá más leve el peso de
sus pruebas?
Si no hay en el Universo razón, justicia, amor, ni otra
cosa más allá de la fuerza ciega prendiendo a los seres
y los mundos al yugo de una fatalidad, sin pensamiento,
sin alma, sin conciencia, entonces, el ideal, el bien,
la belleza moral son otras tantas ilusiones y mentiras.
No es más ahí, sin embargo, en la realidad bruta; no es
más en el deber, pero sí en el goce, que el hombre
precisa ver el blanco de la vida, y, para realizarlo,
cumple pasar por encima de toda la sentimentalidad vana.
Si venimos de la nada para volver a la nada, si la misma
suerte espera al criminal y al hombre dedicado; si,
conforme las combinaciones del acaso, unos deben ser
exclusivamente volcados al trabajo, y otros a las
honras; entonces, la esperanza es una utopía, ya que no
hay consuelo para los afligidos, justicia para las
víctimas de la suerte.
Pero, el pensamiento y la razón levantan estremecidas y
protestan contra esas doctrinas de desolación, afirmando
que el hombre lucha, trabaja y sufre, no, sin embargo,
para acabar en la nada; diciendo que la materia no es
todo, que hay leyes superiores a ella, leyes de orden y
armonía, y que el Universo no es solamente un mecanismo
consciente.
El Positivismo, a su vez, apartando cualquier estudio
metafísico (metafísica es una palabra griega y que
significa “lo que está para más allá de la física”... el
fundamento común de todo lo que existe, el alma, Dios,
la finalidad de la existencia y el ser en cuanto ser,
por ejemplo, son objetos de estudio de la metafísica),
apartando cualquier investigación de las causas
primeras, ella establece que el hombre nada puede saber
del principio de las cosas; que, por consiguiente, es
superfluo el estudio del mundo y de la vida.
El Positivismo está en la imposibilidad de ofrecer a la
conciencia una base moral. En este mundo, el hombre no
tiene sólo derechos a ejercer, tiene también deberes que
cumplir, siendo la condición ineludible de cualquier
orden social.
Para cumplir los deberes, cumple conocerlos, y, ¿cómo
poseer esos conocimientos sin indagar el blanco de la
vida, de los órigenes y de los fines del ser? ¿Cómo
conformarnos con la regla de las coisas, si a nosotros
mismos nos excluyen explorar el dominio del mundo moral
y los estudios de los hechos de la conciencia?
Hechas esas consideraciones, vamos a adentrar en el
asunto propiamente dicho, la Crisis Moral.
Muchas conquistas se operarán en las más diversas áreas,
sin embargo, lamentablemente, mucho descuido es el
progreso moral.
Nuestros males, a pesar del progreso de la ciencia y del
desenvolvimiento de la instrucción, residen en el hecho
de el hombre ignorarse a sí mismo.
¿Cómo saldría la Humanidad de ese estado de crisis?
Para eso sólo hay un medio: encontrar el camino de la
conciliación donde esas dos fuerzas enemigas, el
Sentimiento y la Razón, puedan unirse para el bien y
salvación de todos. Todo ser humano tiene en sí esas dos
fuerzas, bajo cuyo imperio piensa y procede.
Para terminar ese conflicto es necesario que la luz se
haga a los ojos de todos, grandes y pequeños, ricos y
pobres, hombres, mujeres y niños; es preciso que una
nueva enseñanza popular vega a esclarecer las almas en
cuanto a su origen, sus deberes y destinos.
Y en ese punto, surge la Doctrina de los Espíritus como
una luz para clarear las sombras, para redimir a los
ímpios, para esclarecer a los ignorantes, para liberar a
la criatura humana de toda sus amarras.
Con ella, sabemos de dónde venimos, sabemos que
tendremos una continuación, pues nos revela la
inmortalidad del alma, hace que accionemos de lo íntimo
de nuestras almas fatigadas, las Leyes Divinas y
Universales que aguardan que las observemos; sus
principios aprendidos, hacen despertar el sentimiento de
moralidad, que nos moldea el carácter y abre nuestros
corazones.
¡¡Fiat-Lux!!
Si indagamos, con justicia, el origen de los grandes
males que, en sus variadas modalidades desgracian a los
hombres, los encontramos en la ceguera moral. La
miseria, la enfermedad, el crimen, la guerra, la
deprabación de las costumbres encierran problemas que
sólo a la luz del espíritu pueden ser resueltos, visto
como tales flagelos tienen sus raíces en las tinieblas
de la conciencia. Más que urgente se hace necesario
encender la lámpara interna, desenvolver las facultades
visuales del alma.
Esa trilla tortuosa, arriba descrita, por donde se
confunde la juventud, es el resultado inevitable de la
ceguera espiritual. Si ella tuviese “ojos para ver”, no
vagundearía a la disposición de las pasiones, resbalando
así por el declive de la corrupción que la degrada y
ultraja. Y no es sólo la juventud; hombres maduros,
encanecidos hasta, de los cuales era lícito esperar
ejemplos edificantes, se presentan atacados del mismo
vírus pestilente, de la misma ceguera que de todo
inutiliza los órganos de la luz de la vida.
Por otro lado, sabemos que el mal no es irremediable.
Puede ser curado mediante la restauración del
Cristianismo en los corazones, aquel propagado por
nuestro Maestro, que vino a traer la Luz para el mundo.
Hay sol material y hay sol moral. Uno atiende a las
necesidades del animal, el otro, a las necesidades del
espíritu. Así como la vida animal está presa a las
influencias del calor, de la luz y del magnetismo de
uno, así también la vida del espíritu está en la
dependencia directa del calor, de la luz y del
magnetismo del otro. No hay higiene física donde los
rayos solares no penetren libremente. No hay a su turno,
higiene del alma donde el influjo de la moral eterna
revelado por Jesucristo no tenga libre y franco acceso.
Jesús es la luz del mundo, es el sol espiritual de
nuestro orbe. Quien lo sigue no andará en tinieblas.
Quien lo menosprecia se condena a la ceguera del alma,
esa ceguera capaz de precipitar al hombre en los
confines de insondables abismos.
¡Piense en eso!
a. 4. ed. 1. imp. Brasília: FEB,
2019.