Espiritismo para
los niños

por Marcela Prada
 

 

Tema: Orgullo


El lobo orgulloso

 

Cierta mañana, un lobo que tenía mucha hambre vio un árbol cargado de pequeñas frutas. En la cima del árbol, un mono tití, una ardilla y varios
pajaritos comían las frutas, satisfechos. El lobo tuvo ganas de comerlas también, pero él no sabía subir a los árboles.

Había muchas frutas caídas en el piso, pero él no quería comerlas. Algunas estaban muy maduras, pero otras estaban podridas, picoteadas o mordidas.

“¡Yo soy más grande y más fuerte que ese montón de animalitos insignificantes! No voy a comer las frutas caídas mientras que ellos devoran las buenas allá arriba, como unos muertos de hambre”, pensaba el lobo.

El estómago del lobo rugía y su boca salivaba. Pero, incluso así, él no comió las frutitas. Continuó su camino, con la cabeza erguida, fingiendo despreciar las frutas tanto como despreciaba a los animalitos.

Viendo al lobo alejarse, doña Paloma, que era muy buena y le gustaba ayudar, lo llamó:

- Señor Lobo, ¿no quiere comer algunas frutas? Están bien dulces. Puedo lanzarle algunas a usted.

El lobo ni respondió y se fue.

“¿Quién se cree que es esa paloma para querer humillarme de esa forma? Se imagina que yo necesito algún favor de ella. Voy a hallar algo mucho mejor para comer. Algo de mi nivel”, dijo el lobo para sí mismo.

Sucede que el lobo anduvo todo el día y no encontró ningún alimento. Su hambre era cada vez más grande y ya comenzaba a sentirse débil.

Al final de la tarde, ya cansado, el lobo se dio cuenta de que pronto quedaría oscuro y ya no podría continuar buscando comida. Tendría que pasar toda la noche con hambre y volver a comenzar su búsqueda al día siguiente.

Ese pensamiento dejó al lobo desesperado. “Dios mío, no voy a poder esperar tanto, ¡voy a morir de hambre! Necesito comida”, pensó.

El lobo, con bastante dificultad, caminó de regreso hasta el árbol. Llegó allá exhausto y comenzó a comer todas las frutas caídas, sin siquiera ver cómo estaban. Las sintió a todas deliciosas y dio gracias a Dios porque estuvieran todavía ahí.

Cuando ya había comido bastante, se acordó de los animalitos. Levantó la vista y vio que todavía estaban allí, mirándolo, sorprendidos.

El lobo estaba tan abatido que ya ni siquiera se preocupaba por ellos. Para él, ya no era importante ser el más grande, ni el más fuerte. Simplemente poder comer y recuperar energías. Después de comer todo lo que pudo, el lobo se acostó allí mismo cerca al árbol y durmió profundamente.

A la mañana siguiente, cuando despertó, se encontraba muy bien. Se sentía animado y feliz por haber logrado superar la dificultad del día anterior. No le fue difícil comprender que su orgullo era lo que había causado su mal, pues si hubiera comido en la mañana, no habría pasado por todo lo que pasó.

El lobo decidió firmemente cambiar de actitud. Pensar que era mejor que los demás no le hacía mejor que ellos.

Los rayos del sol ya coloreaban el día. Los pájaros y otros animalitos ya se alimentaban animadamente en las ramas del árbol.

El lobo se acercó y les dio los buenos días, con amabilidad. Le devolvieron el saludo y doña Paloma dijo:

— Qué hermoso día, ¿no, señor Lobo? ¿Le gustaría algunas frutitas maduras de aquí arriba?

— ¡Por supuesto, le agradecería si pudiera lanzarme algunas! Estas de aquí abajo ya están buenas, pero las de allá deben estar perfectas.

Doña Paloma, amable como era, le lanzó varias frutitas muy maduras. El lobo apreció mucho su sabor como el gesto de la palomita.

El lobo, que había aprendido a tener humildad, empezó a vivir mejor, hizo nuevos amigos y fue mucho más feliz.


Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com


 


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