El noticiario
internacional en
este inicio de
año, se ha
dividido entre
dos asuntos
principales: la
crisis
financiera
bancaria
americana que
arrastró a la
economía mundial
y el nuevo
conflicto – uno
más – entre
israelitas y
palestinos, una
historia que
parece
interminable y
sin ninguna
perspectiva de
un breve final.
Las relaciones
entre los dos
asuntos con la
ética cristiana
son más que
evidentes. La
crisis
financiera, que
ganó
proporciones
inimaginables,
fue fruto
inicialmente de
pura ganancia y
de especulación,
señales de
aquello que el
diccionario
llama avaricia,
uno de los siete
pecados
capitales de
acuerdo con la
teología
católica.
La avaricia, la
codicia
ilimitada, las
ganancias son
propias de quien
no tiene la
menor idea de lo
que significa
una existencia
humana, un
periodo de
tiempo pasajero,
transitorio, del
cual nadie lleva
nada, salvo el
conocimiento y
las virtudes
conquistadas.
Los que hacen la
guerra y
entienden que en
la guerra es
donde se
encuentran las
soluciones de
los problemas
humanos,
muestran, de
igual modo, como
los avarientos,
que nada
entienden del
significado de
nuestra
existencia en el
mundo, ese
pasaje del alma
por una sucesión
de experiencias
cuya finalidad
es el progreso
de la misma y
del mundo en que
vivimos.
Los acuerdos
internacionales,
generalmente
basados en
intereses
económicos,
jamás resolverán
los problemas
que llevan a la
guerra.
Solamente el
progreso del
hombre y de la
sociedad es que
pondrán fin a
ese estado de
cosas en que
todos pierden y
nadie gana nada.
En una de las
lecciones
constantes de
“El Libro de los
Espíritus”, los
inmortales
enseñan que es
la predominancia
de la naturaleza
animal sobre la
naturaleza
espiritual,
aumentada por el
abuso de las
pasiones, que
impele al hombre
a la guerra. A
medida que el
hombre progresa,
menos frecuentes
son las guerras,
porque él le
evitará las
causas. ¿Quiere
eso decir que un
día la guerra
desaparecerá de
la faz de la
Tierra?
En otro punto de
la misma obra,
los inmortales
informan: “De la
purificación de
los Espíritus
deriva el
perfeccionamiento
moral, para los
seres que ellos
constituyen,
cuando están
encarnados. Las
pasiones
animales se
debilitan y el
egoísmo cede
lugar al
sentimiento de
la fraternidad.
Así es que, en
los mundos
superiores al
nuestro, se
desconocen las
guerras,
careciendo de
objeto los odios
y las
discordias,
porque nadie
piensa en causar
daño a su
semejante” (L.E.,
182).
Cierta vez, en
un simposium
espírita
realizado en
Santa Catarina,
un ilustre
compañero
preguntó por
qué, según el
Espiritismo, el
progreso
material se hace
en un ritmo más
rápido que el
progreso moral.
Varias fueron
las opiniones y,
en gran parte,
se dice que el
progreso moral
es más lento
porque es más
difícil.
Aprender una
nueva disciplina
es, conforme el
sentido común,
más fácil que
eliminar un
defecto moral.
Después que
todos se
manifiestan, el
compañero
adjuntó una
nueva pregunta:
“¿Será que el
progreso moral
es más lento
porque no se da
a el la
importancia que
damos al otro?”
y añadió que los
padres, cuando
pueden,
matriculan al
hijo en la mejor
escuela,
haciéndolo
estudiar música,
ballet, judo,
idiomas y así
sucesivamente.
Diariamente,
acompañan su
desempeño
escolar y, si el
hijo no va bien,
recurren a
clases
complementarias.
Pero ese
esfuerzo, con el
objetivo de
preparar al hijo
en términos
intelectuales,
no se verifica
en lo tocante a
su preparación
en términos
morales. Sus
tendencias
negativas, sus
manías, sus
inclinaciones
inferiores son,
en muchos casos,
ignoradas y a
veces ampliadas
por los malos
ejemplos que le
dan.
Es punto
pacífico, según
el Espiritismo,
que la reforma
del mundo en que
vivimos pasa por
la educación, no
solamente por la
instrucción, si
no por aquello
que Kardec
definió como
siendo el
conjunto de los
hábitos
adquiridos, un
proceso factible
porque Dios
estableció que
todos los
Espíritus,
cuando
reencarnan,
tienen que pasar
por el periodo
de la infancia
y, por tanto,
someterse a un
proceso capaz de
modificarles
hasta incluso el
carácter.
Se puede
comparar la
juventud, dice
Emmanuel, a la
salida de un
barco para un
largo viaje. La
vejez es la
llegada al
puerto. La
infancia es la
fase de
preparación.
Jamás olvidemos
eso,
especialmente
delante del
estado de
violencia, de
guerra y de
avaricia que
vemos estampado
diariamente en
nuestros
periódicos.
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