Cuando la pequeña Lívia
llegó a su casa,
viniendo de la escuela,
estaba bastante triste.
En las oraciones que
hacían en familia, ella
había aprendido que
tenemos siempre que
hacer el bien.
Entonces, Lívia siempre
que tenía una
oportunidad de ser útil
no dejaba pasar en
blanco.
A veces era una señora
curvada al peso de las
compras, que ella se
ofrecía para ayudar.
Otras veces, era un
deficiente visual que
deseaba atravesar la
calle, y la niña
listamente lo cogía por
el brazo y lo dejaba con
seguridad del otro lado.
Cuando un niño se caía,
ella corría para
socorrerlo; soltaba a un
ave que había quedado
presa en una rama de
árbol, si ella veía a
alguien triste se
aproximaba para
conversar, enseñaba la
tarea a los compañeros
que no habían entendido
la materia y mucho más.
Y así, ella actuaba
siempre de buena
voluntad y, por sus
cualidades, todos la
amaban.
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Cierto día, Lívia vio a
un perrito en la calle
que, saltando de bolsa
en bolsa de basura,
acabó cayendo en un
grande cubo de basura.
¡Ella no tuvo dudas!
Corrió y socorrió al
perrito.
La dueña del perrito,
que venía un poco atrás,
no le gustó la
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actitud de la
chica.
— ¿Pero por qué? —
preguntó Lívia. — Él
podría herirse en la
basura, siempre repleto
de trozos de vidrio y
otras cosas.
— ¡Él tenía que aprender
la lección! ¡Así, otra
vez, no metería el
hocico donde no debe! No
pienses que voy a
quedarte agradecida.
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Agarrando al perro, lo
apretó en el pecho y se
fue, con la nariz
empinada. |
Llegando a su casa,
Lívia estaba triste. Por
primera vez, alguien no
le había gustado su
buena voluntad.
— ¿Qué pasó, hija mía? —
preguntó la madre.
— Nada, mamá.
Lívia no quería ni tocar
el asunto. Sin embargo,
no conseguía olvidar lo
que hubo ocurrido. En
aquella noche estaba muy
triste y, al acostarse,
como la madre
insistiera, Lívia acabó
contando el hecho.
— ¡Una niña fue ingrata
conmigo, mamá! — dije
ella en lágrimas.
La madre se acostó con
ella y abrazándola, le
pidió:
— Cuéntame lo que
ocurrió, hijita.
Repartir nuestro dolor
hace que el quede más
pequeño. Además de eso,
¿quien sabe si podré
ayudarte?
Entonces, Lívia contó a
la madrecita lo que
había ocurrido y
concluyó afirmando:
|
— Fue eso lo que
ocurrió.
— ¿Sólo eso? Pero,
¿dónde está el problema?
— ¡El problema, mamá, es
que hice lo que pude
para ayudar y ella fue
ingrata conmigo! ¡Estoy
pensando seriamente en
no ayudar más a nadie!
La madre abrazó la hija
aún con más cariño, y
consideró:
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— Lívia, si esa niña
demostró ingratitud, el
problema es de ella y no
tuyo. ¿Tú ayudaste al
perrito para recibir el
agradecimiento de su
dueña? |
— ¡Claro que no, mamá!
— Tú hiciste lo que
creías que debías hacer,
¿no es?
— Es.
— ¿Todas las veces que
tú ayudaste a alguien,
quedaste esperando para
recibir gratitud?
— ¡No!...
— Entonces, tú hiciste
lo mejor a tu alcance en
todas las situaciones.
Si esa chica no
reconoció eso, ¡el
problema es de ella!
Cuando hacemos un bien,
no podemos esperar
reconocimiento de las
personas, sino va a
parecer que hay orgullo
y egoísmo de nuestra
parte; que hicimos
aquella buena acción
para recibir gratitud,
para ser vistos.
¿Entendiste? Es cómo si
dijéramos: ¡Vean como
soy buena!...
— Entendí, mamá. Tienes
toda la razón. Mañana
voy a salir de casa y a
hacer exactamente como
siempre hice porque me
siento bien, porque me
gusta ayudar a mi
prójimo.
La madrecita dio un gran
abrazo a la hija y,
después de la oración,
Lívia adormeció
contenta. Ella hubo
aprendido una gran
lección aquel día y que
iría a servirle para
toda la vida.
Meimei
(Pagina recibida por
Celia Xavier de Camargo
en
9/8/2010.)
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