Siempre que pasaba por
una esquina, Daniel
observaba a un chico,
que tenía, no más de
diez años, ofreciendo
caramelos a los
conductores que pasaban.
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El padre de Daniel veía
al niño aproximarse al
coche, abría la ventana
y, cuando el chico
ofrecía el paquetito de
caramelos, le daba una
moneda y cogía los
dulces, agradeciendo.
Daniel, que extrañaba
esa actitud del padre,
un día habló irritado:
— ¡Papá! Mi profesora
dijo que no debemos
ayudar a esos
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niños que están
en la calle.
¡Ellos deberían
estar en la
escuela y no
vendiendo cosas
en las esquinas! |
El padre pensó un poco y
respondió:
— Mi hijo, tu profesora
tiene razón. Sin
embargo, es preciso que
sepamos los motivos que
llevan a un niño a hacer
eso, pues ella está
trabajando.
— ¡Vas a ver que ese
niño no le gusta
estudiar, ahora! ¡Tal
vez sea más lucrativo
ofrecer caramelos a los
conductores!...
El padre sonrió
tristemente y respondió:
— Hijo, tú no puedes
juzgar sin conocer los
motivos de él para hacer
eso. ¿Quién sabe si otro
día? Infelizmente, hoy
no podemos hablar con
él, o tú perderás la
clase.
Apresurado, el padre
entró por una pequeña
calle, cortó camino y
Daniel llegó a la
escuela en su horario.
Se despidió del padre y
entró. Pero no consiguió
olvidar al chico.
Daniel no tuvo la última
clase, salió más pronto
y decidió caminar. Su
casa no quedaba lejos y
él conocía bien el
camino. De repente, tuvo
una idea: ¡Voy a ver si
el chico continúa en
aquella esquina!
Y comenzó a andar rápido
para llegar
inmediatamente hasta
aquella esquina.
Atravesó la calle y, del
otro lado, vio al chico
con la caja de
caramelos. Llegó cerca
de él y, al ver que él
estaba ocupado con un
conductor, paró.
Cuando el chico se quedó
solo, Daniel dijo:
— ¡Hola! ¿Tú trabajas
siempre aquí?
El niño, espantado
porque alguien le
dirigía la palabra,
respondió:
— ¿Deseas un paquetito
de caramelos?
— Sí, quiero. Mi nombre
es Daniel, ¿y el tuyo?
— Tiãozinho. Aquí está
tu paquete.
Daniel cogió una moneda
del bolsillo y pagó al
niño. Tião, cansado, se
sentó en la hierba que
separaba un lado y otro
de la avenida. Respiró
hondo y miró para Daniel
que lo había acompañado.
— ¡Uf! ¡Estoy exhausto!
La caja es pesada, y
desde temprano estoy
aquí en esta esquina.
¡No gané casi nada! Son
pocas las personas o los
conductores que compran
caramelos.
Entonces, Daniel, hizo
la pregunta que
martilleaba en su
cabecita:
— ¿Pero por qué tú
trabajas, Tiãozinho?
Aprendí que los niños no
pueden trabajar.
¡Necesitas estudiar!...
El niño quedó triste y
la sonrisa escapó de su
rostro:
— Es que mi padre está
desempleado. Mamá se
esfuerza, pero tengo dos
hermanos pequeños más, y
ella lava ropa para
fuera, ganando poco.
¡Entonces, para
ayudarnos, un amigo,
dueño de un bar, me
entrega los paquetitos
de caramelos para
vender!
Él paro de hablar y, con
los ojos húmedos,
completó:
— ¡A mí gustaría mucho
poder ir a la escuela!
¡Echo en falta a los
compañeros, de la
profesora! Además de
eso, siempre pasa
alguien y me obliga a
salir de este punto y
volver para casa, ¡pues
los niños no pueden
quedarse en la calle!
Daniel estaba conmovido
con el relato del niño,
y procuró animarlo:
— Ellos tienen razón,
Tião. Los niños debe
estudiar y no trabajar.
Pero ten confianza. Voy
a hablar con mi padre.
¿Quién sabe si él puede
ayudaros a vosotros? —
dijo Daniel, arrepentido
del juicio que había
hecho antes de conocer a
su nuevo amigo.
Anoto la dirección de
Tião y se despidieron.
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Llegando del trabajo, el
padre quiso saber por
qué Daniel no lo esperó
en la puerta de la
escuela como siempre
hacía, y el niño contó:
— ¡Papá, hoy salí de la
escuela más pronto y,
pasando por aquella
esquina, conversé con
Tião, el chico de los
caramelos, que aún
estaba allá! ¡Él me
contó sus problemas y
creo que necesitamos
ayudarlo, papá!
Delante de la sorpresa
del padre, Daniel le
entregó la dirección de
ellos y contó al padre
lo que sabía sobre la
familia del chico y sus
dificultades, sin tener
dinero para nada.
— Tienes razón, hijo.
Hoy mismo nosotros
iremos a la casa de él,
cuando yo vuelva del
trabajo. ¿Está bien?
Daniel sonrió
satisfecho. Al
atardecer, ambos se
dirigieron a la casa de
Tião, que los recibió
lleno de alegría,
presentándolos a los
padres, sorprendidos por
ver personas extrañas en
casa.
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El padre de Daniel
conversó con la pareja,
sabiendo de sus
dificultades y
explicándoles que
querían ayudarlos. Al
ser informado de que el
padre de Tião era
mecánico, le pasó la
dirección del taller de
un amigo, que estaba
necesitando a alguien.
En cuanto a la madre,
le sugirió colocar a los
menores en una
guardería, donde serían
bien cuidados, pues la
contrataría para
trabajar en la casa de
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ellos, como
empleada. ¡Y
Tião volvería a
estudiar, como
necesitaba! |
¡Todos estaban felices!
Con buena voluntad, los
problemas habían sido
resueltos hablando con
la persona cierta. La
pareja se mostraba muy
contenta con la solución
encontrada.
— ¡No sabemos como
agradecerle, señor
Guilherme! ¡Gracias!
¡Dios lo bendiga!
— Agradecedlo a Daniel.
Fue él quien se empeñó
por resolver la
situación de vosotros.
Y Daniel, contento,
entendió que era muy
importante le fue
aprender que no se
puede, en cualquier
situación, hacer juicio
apresurado cuando se
desconoce el problema.
Esa lección le serviría
para la toda vida. A
partir de ahí, Daniel
siempre buscaría primero
conocer la realidad para
saber cómo obrar bien.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
21/07/2014.)
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