Dios ama todas
las criaturas
con la misma
intensidad
“¡(…) el pecado ya es la propia punición
del pecador!” (Habla de uno de los personajes de la
película La
Cabaña.)
El pecado es la propia punición del
pecador porque él es la fuente de la reacción o efecto
del acto erróneo. Como fuente de expiación, el error,
sea en contra sí mismo o en contra otros, trae consecuencias
infelices que son verdadero látigo que hiere, pero
impele hacia delante. El Espíritu de Lázaro, en El
Evangelio según el Espiritismo (cap.
IX, ítem 8), hace una analogía con el azote y la espuela
como medio de doblar el meollo de los orgullosos. La
expiación es el azote y la espuela.
“Luego se configura la cuestión del perdón, que él, en
algún momento, deberá enfrentar, para finalmente,
libertarse del fardo enorme del desespero y de la
angustia que lo consumen, minando la salud mental,
emocional y espiritual.” (Christina Nunes, en el
especial El
mensaje de amor de la cabaña, uno
de los relieves de la presente edición.)
El perdón es factor de liberación. Con él se deshacen
vínculos deprimentes entre dos personas que se odian. El
perdón constituye el primer paso para la reconciliación.
La desesperación y la angustia persiguen las almas
sensibles que pierden la fe y la esperanza. La
desesperación es como una tormenta que se presenta sin
avisar y toma de asalto al hombre incauto, que no tiene
defensas en contra esa tormenta en forma de espino
dilacerante que rasga el alma y genera un dolor
insoportable.
La angustia es como una lepra que envuelve todo el
cuerpo con un prurigo difícil de tratarse. Ella nace en
el íntimo del ser y brota como una idea aflictiva.
Aflicción, esa es la naturaleza de la angustia, que va,
todavía, más allá de la aflicción común a todos los
hombres. Es una aflicción profunda y desesperadora.
Cuando ella surge es como se sumergiésemos en nuestro
interior y nos deparásemos con un inmenso vacío.
Generalmente no vemos nada. Ninguna idea, ningún imagen,
ninguna palabra; solamente la presencia plena de la
angustia.
“En la mayor parte del tiempo, por fuerza de la
costumbre, condenamos implacablemente. Del ambiente
familiar, a los personajes incontables presentes en los
noticiarios diarios, condenamos o absolvemos sin parar,
según nuestros pareceres de múltiples facetas.”
(Christina Nunes, en el artículo mencionado.)
Tenemos ojos sólo para los defectos ajenos, pero
generalmente no vemos los nuestros. Condenamos sin
ruegos o absolvemos por complacencia. Condenamos sin
ruegos todo lo que nos causa escándalo, olvidándonos que
lo que nos escandaliza está presente en nosotros y no
vemos porque – inconscientemente – no queremos ver.
Absolvemos por complacencia siempre que eso lisonjee
nuestra vanidad.
Hemos dicho cierta fecha, y repetimos: Dios ama todas
las criaturas con la misma intensidad. Tanto al santo
como al bandido. ¿Por qué, entonces, hay personas que se
sienten abandonadas por Dios, se sienten desprovistos de
la Providencia Divina? ¿Fueron desheredadas? No. Lo que
ocurre resulta de una cierta percepción que tenemos del
amor divino. Y eso depende del cuánto de amor cargamos
en el pecho.
Cuanto más amor cargamos, en mayor proporción
reconoceremos el amor de Dios para con nosotros y más
amados, evidentemente, nos sentiremos. Luego, el
individuo que poco ama es natural que se sienta, a
veces, abandonado, desheredado y mismo desgraciado, como
muchas personas se definen cuando enfrentan en su camino
las consecuencias de las maldades que hicieron.
Traducción:
Elza Ferreira Navarro -
mr.navarro@uol.com.br