La fuerza del ejemplo
Dora, o Dorita, como la llamaban, era una niña vivaz e
inteligente, pero tenía un problema: la pereza.
Detestaba cualquier tipo de tarea, por más simple que
fuera.
¡Para
levantarse temprano
e
ir al colegio era un problema! Afirmaba siempre que
estaba cansada. Nunca hacía las tareas para la casa
que la profesora pedía y no estudiaba para los exámenes.
Por eso, sus notas eran pésimas.
En casa no le gustaba ayudar en nada. Si su mamá, con
cariño, le pedía que ponga la mesa para la comida, ella
decía que tenía dolor de cabeza y no lo hacía. Si la
mamá le pedía que barriera la casa, ella respondía que
tenía que estudiar y se iba a su cuarto. Cuando la mamá
necesitaba que mirara al bebé, Dorita reclamaba
irritada:
- ¿Todo yo? ¿Todo yo?
En fin, a Dorita no le gustaba hacer nada. En verdad,
solo estaba contenta jugando, paseando, viendo
televisión o durmiendo.
La mamá se preocupaba por ella, intentaba aconsejarle,
pero sin resultado. En sus oraciones siempre pedía a
Dios que la ayudara, pues temía por el futuro de su
hija.
Un día, Dorita se dio cuenta de que la casa vecina, que
había estado cerrada por muchos meses, estaba abierta.
Una familia se mudó durante la noche y la niña estaba
curiosa por conocer a los nuevos vecinos.
Cuando volvió del colegio, casi a la hora de almuerzo,
Dorita vio a un niño sentado en una banca, en un pequeño
jardín frente a la casa. Muy sonriente, se acercó para
conversar con el niño, contenta por tener a alguien más
para jugar.
- ¡Hola! ¿Cómo te llamas? – dijo saludándolo.
- Olavo. ¿Y tú?
- Dora. Pero todos me llaman Dorita.
El niño era muy simpático y atento, y a Dorita le agradó
pronto. En un instante estaban conversando como viejos
amigos.
Dorita pronto comenzó a quejarse de su vida. Se quejó
del colegio, de su mamá, de los quehaceres domésticos,
en fin, de todo. Y, haciéndose la víctima, decía:
- ¿Ya pensaste, Olavo? No basta con que me obliguen a
levantarme temprano para ir al colegio aburrido, con
clases más aburridas aún, y cuando llego a casa
exhausta, ¡me obligan a ayudar a mi mamá en las tareas
domésticas! ¿Quién aguanta eso? ¡Estoy cansada de esta
vida!
Olavo, con los ojos abiertos y brillantes, suspiró
profundamente, exclamando:
- ¡Cómo te envidio, Dorita!
- ¿Por qué? Mi vida es horrible y monótona. ¡Odio esta
vida! – dijo la niña, rebelde.
Y Olavo le habló con dulzura, afirmando:
- ¡Pues yo pienso que tu vida es MA-RA-VI-LLO-SA!
- ¿De verdad? – preguntó la niña.
- De verdad, amiga. Yo nunca salgo de la casa, ni para
ir al colegio...
- ¿No estudias?
-
No puedo, Dorita. Estoy enfermo y muy débil. No puedo
caminar como tú. Antes, yo tenía un amigo grande y
fuerte que me llevaba al colegio en brazos; después, él
se mudó y no tuve a nadie más que me ayudara. Mi mamá no
logra cargarme. Sería bueno si yo tuviera una silla de
ruedas, pero somos pobres y aún no podemos comprar una.
Dorita, que estaba boquiabierta, balbuceó:
- Entonces, ¿quieres decir que tampoco puedes jugar en
la calle? ¿Saltar la cuerda, jugar a las escondidas,
correr y saltar?
- No. Pero no me quejo.
- ¿Qué haces todo el día? Debe ser bien triste tu vida.
- Hasta ahora no. Ayudo a mamá con aquello que puedo:
escojo el arroz y los frijoles, limpio las verduras,
pelo las papas, lavo la vajilla. Los amigos me traen
revistas y libros, y paso horas entretenido con la
lectura. Además, mi mamá hace artesanías para vender y
yo la ayudo en esa tarea. En fin, pienso que mi vida es
muy buena. Conozco personas que tienen menos que yo y
cuya vida es mucho más difícil.
Dorita lo miraba con admiración, sintiéndose avergonzada
de sus quejas. Olavo sonrió y completó:
- Lo único que me hace falta es asistir al colegio. Me
gustaría continuar estudiando. Algún día estoy seguro de
que lo conseguiré. Por eso, Dorita, agradece a Dios todo
lo que tienes: un cuerpo perfecto para poder caminar y
jugar, inteligencia para aprender y una familia amorosa.
Dorita se despidió del amigo con el pensamiento
renovado. Al llegar a casa, fue directo a la cocina y
dijo atenta:
- Mamá, deja que yo ponga la mesa. Después voy a lavar
la vajilla y barrer el piso. Y cuidaré al bebé también…
La mamá, no acostumbrada a esa buena voluntad, preguntó:
- ¿Qué pasó, hija mía? ¿Estás enferma? ¿Tienes fiebre?
Dorita se rio y explicó directamente:
- Estoy bien, mamá, no te preocupes. Solo tuve un
encuentro muy interesante.
Y después de contarle a la mamá la conversación que tuvo
con su nuevo amigo Olavo, concluyó:
- ¡A partir de hoy, mamá, voy a tratar de hacer mis
tareas con optimismo y alegría!
En cuanto a Olavo, los papás de Dorita hicieron una
campaña y pudieron comprar la silla de ruedas que él
tanto deseaba. Además, sabiendo las dificultades de la
familia, llevaron al niño a un médico para intentar
descubrir, dentro de la medicina actualizada, recursos
para su curación.
Y pronto era Dorita, satisfecha y tranquila, quien
pasaba todas las mañanas acompañando a Olavo camino al
colegio, donde juntos iban a estudiar.
TIA CÉLIA
Traducción:
Carmen Morante:
carmen.morante9512@gmail.com