Encuentro con la realidad
Marcos era un niño que, a pesar de tener todo, no
valoraba las cosas que tenía.
Nunca estaba contento con los juguetes que ganaba y
reclamaba siempre por la ropa que su madre le compraba
con tanto cariño. Pero peor aún era cuando llegaba la
hora del refrigerio. Marcos nunca estaba satisfecho,
alegando que la comida siempre era mala y sin gusto.
Su mamá le aconsejaba, preocupada por su bienestar:
- Come un poco, hijo mío. ¡Necesitas alimentarte!
- ¡No quiero! ¡No me gusta nada! Esta comida es fea.
Quiero chocolate y galletas.
- Pero, hijo mío – insistía la mamá con cariño y
tolerancia - ¡ni siquiera la probaste! La carne asada es
una delicia. Además, los alimentos son necesarios para
nuestro organismo. Terminarás debilitándote...
El niño hacía una mueca de desagrado y respondía
maleducado:
- No. No quiero. No me gusta la carne asada. Pero si
fuera un pastel de fresas...
La mamá suspiraba, desanimada. Pero, al día siguiente, a
la hora de almuerzo, la mamá afirmaba contenta:
- Hoy hice lo que querías, hijo mío. Mira lo que tenemos
para el almuerzo. ¡Un lindo y apetitoso pastel de
fresas!
El niño hacía una mueca y reclamaba, malhumorado:
- ¡¿Pastel de fresas?!... ¿Justo hoy que tengo ganas de
comer macarrones?
Y así sucedía siempre: en el desayuno, en el almuerzo,
en la cena. Nada
era bueno.
Él no comía a menos que fueran golosinas, y cada día
adelgazaba más, a pesar de que su mamá le aconsejaba,
preocupada:
- Marcos, hijo mío, tenemos que saber agradecer a Dios
lo que nos da. Hay muchos niños que darían todo por
tener lo que tienes y no valoras.
Marcos tenía un compañero en el colegio que vivía
siempre muy callado. Era un niño humilde, bueno y
delicado, y a Marcos le agradaba.
Un día, Marcos se quejó de la insistencia de su mamá
para que él comiera y le preguntó a Juan si la suya
también era así.
- No – respondió Juan, con sencillez.
- ¿Cómo? ¿Tú mamá no insiste que comas?
- No. Mi mamá me deja a gusto.
Marcos quedó muy entusiasmado:
- ¡Ah! ¡Cómo me gustaría vivir en tu casa! Estoy cansado
de la vida que tengo. ¿No podría pasar unos dos días con
ustedes? Mira, este fin de semana estaré libre; mis
papás van a viajar y me quedaré con los sirvientes. No
será difícil convencer a mi mamá que me quede en tu
casa. ¡Por favor, me gustaría mucho!
Ante la insistencia de Marcos, Juancito aceptó de mala
gana.
No pasó mucho tiempo, pues ya era viernes. Concedido el
permiso de pasar el fin de semana con su amigo, Marcos
arregló algunas cosas en una pequeña mochila y fueron a
la casa de Juancito.
Caminaron... caminaron... caminaron mucho. Esa fue la
primera decepción de Marcos, pues la casa quedaba muy
lejos, en un barrio distante del centro de la ciudad.
Al llegar, el niño se extrañó de la sencilleaz de la
morada. Era una pequeña construcción de madera, pintada
de color crema y cercada por un pequeño jardín.
Juan presentó su amigo a su mamá, explicando que Marcos
sería huésped de
la casa
por dos días. Amable, la señora le dijo con una sonrisa
amistosa:
- ¡Eres bienvenido, hijo mío!
Alegando que estaba cansado, Marcos pidió reposar un
poco, preguntando donde estaba el cuarto que iría a
ocupar.
- ¡Aquí mismo! – apuntó Juancito. – Dormiremos mi
hermano, tú y yo en el mismo cuarto. Tú y mi hermano
ocuparán las camas, yo duermo en el suelo.
Marcos no dijo nada, pero no le gustó el tener que
compartir cuarto con otras personas. Siempre había
tenido su cuarto propio.
El refrigerio fue frugal, consistiendo en té con pan.
Extrañado, Marcos preguntó:
- ¿Solo esto?
- Solo esto. Esta es nuestra comida – respondió la dueña
de la casa con delicadeza. – Desde que mi marido murió,
nuestra situación se volvió muy difícil y lucho para
mantener la casa. ¿Aceptas un poco de té?
- No me gusta el té, gracias.
- Lo siento mucho. No tengo otra cosa para ofrecerte.
Cuando tengo dinero compro leche, pero hoy no me
alcanzó.
Marcos se fue a dormir con el estómago vacío. A la
mañana siguiente, el desayuno fue aún más escaso. No
había pan, solo té.
Era sábado y no tenían clases. La mamá de Juancito los
levantó temprano. Necesitaban
ayudarla en los cuidados de la huerta.
A regañadientes, Marcos trabajó toda la mañana. A la
hora de almuerzo estaba famélico. Para comer, había unos
huevos, zanahorias y coles, recogidos de la huerta, y
arroz.
Con el hambre que tenía, Marcos aceptó la comida
sencilla con gusto. Después del almuerzo ayudaron en las
tareas domésticas y después fueron a jugar.
A esa altura, Marcos ya tenía hambre de nuevo. Se
acordaba de la comidita deliciosa y abundante de su
mamá, de los dulces sabrosos, de las galletitas... y sintió
una profunda nostalgia. ¡Ahora todo eso le parecía tan
importante!
La mamá de Juancito había hecho pan y el olor del pan
horneado era muy acogedor. Comió pan y tomó té, como si
fuera el mejor refrigerio del mundo.
Al final de la semana, cuando volvió a casa, estaba muy
diferente. Al encontrar a su mamá, Marcos le habló
conmovido:
- Te extrañé mucho, mamá.
- ¿Cómo fue el paseo? – preguntó ella, sintiendo que
algo había pasado.
- Sabes, mamá, aprendí muchas cosas. ¡Hasta aprendí a
degustar el té, las zanahorias y las coles! Juancito es
un niño muy pobre y ellos casi no tienen qué comer. Él
no tiene ropa, ni juguetes, y sus zapatos tienen huecos.
Ahora entiendo por qué dices que tenemos que agradecer a
Dios todo lo que tenemos.
La mamá abrazó a su hijo, emocionada.
- Qué bueno, hijo mío, que ahora pienses así.
- Comprendo ahora que la vida puede ser muy difícil y
pienso que tuve un encuentro con la realidad. Quiero
pedirte que vengas conmigo a la casa de Juancito. ¡Hay
muchas cosas que no necesito y que a ellos les hace
falta!
La mamá miró con los ojos llenos de lágrimas a ese niño
de ocho años y que ahora le parecía un hombrecito,
hablando tan serio y convencido.
Lo abrazó con inmenso cariño, agradeciendo a Dios la
provechosa lección que su hijo había tenido.
TIA CÉLIA
Traducción:
Carmen Morante:
carmen.morante9512@gmail.com