Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

 

El intruso


Alberto era un niño muy feliz. Tenía apenas cuatro años y se sentía el centro del Universo. Rodeado por el amor de cuantos convivían con él, bastaba que manifestara un deseo y en seguida sus padres se apresuraban en satisfacerlo.

El cuarto de Alberto, decorado especialmente para él, estaba lleno de juguetes.

Un día su mamá le informó, con una linda y dulce sonrisa:

- Alberto, ¡vas a tener un hermanito!

El niño sintió que el mundo caía sobre su cabecita. No sabía bien lo que era eso, pero percibió que su vida iba a ser invadida por un extraño. Escuchando a su mamá referirse al intruso con amor, dentro de él se encendió una luz de alerta que parecía decir:

- ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!...

Con el pasar de los días, sus sospechas se confirmaron. Un día la mamá lo invitó:

- ¡Vamos a salir a comprar ropita para el bebé!

Y allá fueron ellos a recorrer las tiendas y escoger ropita y regalos para el intruso.

Y de ahí en adelante era siempre así:

- ¡Tenemos que comprar muebles para el cuarto del bebé!

- ¡El bebé va a necesitar una bañera!

- ¿Qué tal si compramos ositos de felpa para decorar el cuarto del bebé?

Qué tal comprar eso, qué tal comprar aquello… Era siempre así.

Y no paró ahí. Un día la mamá llamó a Alberto y le preguntó con delicadeza:

- Hijito, ¿quieres cambiar de cuarto?

- ¿Por qué?

- Porque tu papá y yo pensamos que será mejor poner el cuarto del bebé ahí.

- ¿Por qué?

- Te quedarás con un cuarto más grande y más bonito. ¿Te molesta?

Alberto no se molestó y se cambió de cuarto. Pero solo por fuera. Por dentro, cada día le gustaba menos ese “hermanito” que aún no llegaba y ya hacía tanta confusión en su vida.

La barriga de la mamá comenzó a crecer, y ella le decía con cariño:

- Mira, Alberto, el bebé se está moviendo. Pon tu mano en mi barriga y siente.

- No. No quiero.

- Entonces ven a almorzar, hijo mío.

- No.

- ¿Por qué no quieres comer?

- Porque no me gusta esta comida.

Y Alberto, de repente, empujó el plato que cayó al piso en mil pedazos, derramando la comida por todos lados.

Se veía irritado, nervioso, y su mamá le preguntó:

- ¿Por qué hiciste eso? Desde hace un tiempo estás insoportable, hijo mío. Estás mañoso y llorón, cosa que nunca fuiste. Si continuas así, vas a recibir unas buenas palmadas en la colita.

Algunos meses después, la mamá fue a la maternidad, y Alberto empezó a sentirse solo y abandonado en casa. En verdad, se quedó con su abuela, mientras que el papá acompañaba a la mamá al hospital.

Cuando su mamá volvió, traía un bulto en los brazos. Alberto, nostálgico, corrió a abrazarla, gritando de alegría.

- ¡Mamá! ¡Te extrañé mucho! ¡Qué bueno que volviste!

En vez de abrazarlo con cariño, ella dijo:

- ¡Cuidado, hijo mío! No hagas bulla. Vas a despertar al bebé. Mira, Alberto, ¡es tu hermanito! ¿No es lindo?

El niño contempló el pequeño rostro rojo que salía de en medio de la ropa y dio su opinión:

- No. Es feo. Muy feo.

Si Alberto creía que antes el bebé ocupaba mucho el tiempo y atenciones de su mamá, ¡ahora ni hablar! Deseaba quedarse junto a su mamá, pero su regazo estaba siempre ocupado. Se ocupaba todo el día del bebé. Le daba de mamar, le cambiaba los pañales, lo bañaba, lo hacía dormir.

Ni durante la noche “esa cosita” daba descanso. Ya nadie dormía en esa casa. El intruso lloraba todo el tiempo.

¿Y las visitas? Gente que nunca se había aparecido por su casa ahora venía a visitar y traer regalos. ¿Saben para quién? ¡Para el bebé, claro!

Cada vez más Alberto se sentía infeliz y descontento. Y lleno de rabia, también.

En cuanto la mamá conversaba con las amigas, él se acercaba al bebé fingiendo abrazarlo. Apretaba sus mejillas. En el fondo, le hubiera gustado lastimar a ese intruso.       

- ¡Mira como le gusta su hermanito! ¡No se lo quita de encima! – decía la mamá convencida.

- ¡Alberto tiene celos porque perdió tu regazo!

El niño miró a la mujer que había dicho esas palabras, hizo una mueca y salió de la sala, malhumorado.

Él no sabía qué hacer. Cada día, el “enemigo” ganaba más espacio y él era dejado de lado.

La mamá, dándose cuenta de lo que estaba sucediendo con Alberto, lo puso en su regazo con mucho cariño y le dijo:

- Hijo mío, nosotros te amamos mucho. No es porque tengamos otro bebé que dejamos de amarte. Los papás aman a sus hijos de la misma manera y con el mismo amor. Dios, que es Padre de todas las criaturas, nos dio la vida y nos colocó en familias para que pudiéramos vivir juntos ayudándonos mutuamente y aprendiendo unos de otros. Tu hermanito es un espíritu que el Padre del Cielo mandó para que nosotros cuidásemos de él, protegiéndolo y educándolo para que se conduzca bien en la vida. ¿Entendiste? Tú no necesitas sentir celos de él. Lo que sucede es que, por el momento, él necesita más de mí. ¡Como tú, cuando eras bebé!

Alberto se quedó más tranquilo después de esa conversación y, con el pasar del tiempo, fue prestando más atención al bebé hasta que, un día, ¡él sonrió! Aquella cosita fea y sin gracia mostró una linda sonrisa. Fue tan inesperado que dejó a Alberto sorprendido y encantado.

- ¡Mamá! Mira, él me sonrió. ¡El bebé es mi amigo!

- ¿Viste? Le agradas, hijo mío. ¡Su primera sonrisa fue para ti!

A partir de ese día, Alberto pasó a ver a su hermano con otros ojos. Ya no lo hallaba tan feo. ¡Hasta era gracioso!

La mamá ahora tenía más tiempo para Alberto y, siempre que fuera necesario, pedía su ayuda para cuidar al bebé, mientras hacía los servicios domésticos.

Sintiéndose más seguro y feliz, Alberto esperaba ansiosamente que su hermanito creciera para poder jugar juntos. Después de todo, el bebé ya no era un intruso. ¡Era su amigo!                                        

Tia Célia

 

 
 
Traducción:
Carmen Morante: carmen.morante9512@gmail.com

 

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita