Salvando una vida
Era un hermoso sábado de sol. Henrique se paseaba con su
padre caminando bajo la sombra de los árboles en el
parque municipal.
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Callado, el pequeño Henrique pensaba. Se había quedado
impresionado con algunas escenas que había visto el día
anterior durante la transmisión del noticiero de una
emisora de televisión.
- Papá, ¿cómo puede existir gente que mata a otras
personas? - preguntó.
Apretando más su manita, el padre respondió:
- Es muy triste, ¿verdad, hijo mío? Esto sucede porque
los hombres todavía tienen el mal en el corazón. Si
todos se amasen como hermanos, eso no sucedería.
¡Seríamos todos como una gran familia!
El chico, de apenas seis años, pero muy observador,
pensó un poco y refutó:
- ¡Pero ayer mismo vi en la televisión una noticia de
que un padre fue arrestado porque lastimó a su hijo!
¡Pensé que todos los padres amaban a sus hijos!
En ese momento estaban pasando por una banca y el padre
dijo:
- Vamos a sentarnos y descansar un poco.
Acomodados en la banca, el padre miró al niño, que
esperaba una respuesta, y prosiguió:
- Todas las personas, Henrique, son espíritus en
evolución. Dios, que es el Creador Supremo, creó a los
seres para su evolución. A través de muchas vidas, todos
progresan y se perfeccionan, haciéndose mejores. Desde
los microbios, que no vemos porque son muy pequeños,
hasta los astros celestes que contemplamos a distancia,
todo progresa.
El niño estaba sorprendido y se puso a preguntar:
- ¡Ah! ¿Y mi gatito? ¿Y las flores de ese jardín? ¿Y los
peces que vimos en el lago? Y...
El padre sonrió amorosamente, completando:
- Todo, hijo mío. Los minerales, los vegetales, los
animales y los seres humanos. Todo evoluciona. Así,
cuando la criatura humana comete maldades, significa que
todavía tiene mucho que aprender. Incluso los padres, a
quienes los hijos consideran que son las mejores
personas del mundo, aun si aman a sus hijos, son
imperfectos y traen agresividad dentro de sí. Con el
tiempo, todas las personas se volverán buenas y sólo
harán el bien: a sí mismas, a sus semejantes y al mundo
en que viven.
- ¡Ah!...
- Por eso, debemos respetar la naturaleza, respetando la
vida.
Henrique, que escuchaba con mucha atención, recordó:
- Pero los hombres matan a los animales para comer.
¡Pobrecitos!
- Sí, hijo mío, pero eso forma parte de nuestra cultura
y tiende a desaparecer. Lo peor es que hay hombres que
matan y destruyen por placer. Los animales, que son
inferiores a nosotros, solo matan para defenderse o para
saciar el hambre. Pero el hombre mata por maldad a los
propios hermanos de raza, y a los animales, por deporte;
destruyen la naturaleza por ambición, quemando los
bosques, ensuciando los ríos y contaminando las
ciudades.
El chico, con carita preocupada, exclamó:
- ¡Rayos, papá! ¡Quiero hacer algo para ayudar!
- Muy bien, hijo mío. Todos podemos ayudar a preservar
nuestro planeta para que sea mejor, más limpio y más
agradable. ¿Sabes cómo? Dando el ejemplo de amor y
respeto por la vida y mostrando a las otras personas
cómo deben actuar.
Henrique se sintió en ese instante como un hombrecito a
quien se le daba una gran tarea.
Era tarde. Hora de volver a casa.
Retomaron la caminata, cuando vieron, viniendo en
sentido contrario, a una niña y su madre.
La niña, que había terminado de comprar un helado, quitó
la envoltura, arrojando el papel al suelo.
Cuando madre e hija se acercaron a Henrique y su padre,
un pequeño grillo surgió de entre los arbustos, saltando
entre ellos.
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Las reacciones fueron diferentes. La chica quitó el
helado de su boca y corrió hasta donde estaba el
insecto, levantando amenazadoramente el pie para
aplastarlo.
Henrique también corrió y, más rápido, se arrojó al
suelo y logró coger el grillo, antes de que ella lo
aplastara con el pie.
Después se levantó, aún jadeante, acarició al asustado
grillo que reposaba en la palma de su mano, sonrió
satisfecho y dijo:
- ¿Por qué querías matarlo? ¡Déjalo vivir! ¡Él no te
hizo ningún daño!
Y, ante el asombro de la madre y de la hija, coloradas
de vergüenza, Henrique miró a su padre con orgullo,
afirmando:
- Tenemos que preservar la vida, ¿verdad, papá?
En seguida, sin esperar respuesta, reinició su caminata.
Dio algunos pasos, pero sintió que aún faltaba algo.
Paró, se volvió hacia la niña y completó:
- ¡Y el lugar del papel es la basura!
Tia Célia
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