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Lecciones del Parnaso del Ultratumba |
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En un trabajo anterior, destacamos algunos de los
mayores enemigos del hombre. Fueron apuntados el MIEDO,
a CÓLERA, la DUREZA, la VANIDAD y la MALEDICENCIA como
cinco de los peores enemigos que existen dentro de
nosotros mismos.
El MIEDO, ausencia de confianza en nuestra propia
potencialidad y falta de fe en Dios, nos perjudica
directamente por sentir aniquiladas las fuerzas y la
capacidad de resistir a los contratiempos de la
existencia. Indirectamente, puede alcanzar nuestro
prójimo si, por cobardía,
dejamos de socorrerlo en situaciones difíciles, sea con
una noble acción, con un posicionamiento definido, o
hasta con una simple palabra fraternal de orientación,
de ánimo, de esperanza.
La CÓLERA, sinónimo de rabia, de ira, de furia, es un
vigoroso tóxico que compromete los órganos vitales, las
funciones físicas y mentales; es una manifestación de
desequilibrio emocional dañina para nosotros mismos. Si,
se excediese, rebentando las compuertas del autodomínio,
llega a herir a los que nos cercan.
La DUREZA, cualidad que hace nuestros corazones
impermeables a los buenos sentimientos, embrutece
impidiéndonos de ver el lado bello de las cosas y de la
vida; es dificultad que imponemos a nuestro progreso
espiritual y, cuando juzgamos las faltas ajenas con
exceso de severidad y rigor, nuestros hermanos de camino
son ofendidos.
La VANIDAD, enfermedad de las almas no preparadas para
la realidad de la vida, nos hace ignorar nuestras más
degradantes deformidades morales llevándonos al delirio
de creernos los aureolados por virtudes no poseídas; es,
a buen seguro, un obstáculo al perfeccionamiento, un
estorbo a la evolución del espíritu. Si ocurriese, sin
embargo, una explosión de vanidad, a veces asociada al
egoísmo y a la ambición, que supere los límites de la
conciencia, ahí, sí, se hará perniciosa a nuestros
semejantes.
Como vimos, esos cuatros adversarios de la perfección
abrigados en el alma son primeramente nocivos a nosotros
mismo y, ocasionalmente, heridas a terceros
LA MALEDICENCIA, casi siempre revestida de falsa
ingenuidad, además de los desajustes emocionales que
promueve, transforma al maledicente en un individuo
disimulado, sórdido. Al contrario de las otras
transgresiones ya comentadas, ofende directamente y de
inmediato la persona apuntada; invariablemente, alcanza
de lleno a las criaturas observadas provocando malestar
que van de simple sinsabores los escabrosos escándalos y
hasta crímenes hediondos. La maledicencia envuelve en
sus mallas a una persona, una familia, una agrupación o
aún una organización instituida, siendo capaz de
destruir la reputación y la dignidad de sus indefensas
víctimas.
Era nuestro pensamiento, a título de ejemplo, exponer un
caso, verídico o fictício, que mostrara la maledicencia
y sus tristes consecuencias.
Tropezamos en nuestras profundas dificultades. Nos falta
la imaginación y la imaginación de cronista. La solución
encontrada fue una vez más buscar en Humberto de Campos
el precioso recurso para resolver nuestra dificultad.
Así, del libro “Estantería de la Vida” dictado bajo el
pseudónimo de Hermano X al médium Francisco Cándido
Xavier, cogimos la historia “EL ENREDO” que contaremos a
nuestro modo:
En el autobús que las llevaba de vuelta a la casa, Dulce
conversaba animadamente con su amiga Cecília la
confidencia de serle imposible a alguien imaginar su
amor por Dionísio. Como Cecília indagó a la amiga sí
ella quería a Dionísio tanto como el marido, Dulce
consideró no llegar a tanto, pero confesaba no
conseguir pasar sin los de los.
Cecília admitía que eso era cosa de pareja sin hijos y
Dulce hasta aceptaba el comentario de la compañera, sin
embargo no estaba de acuerdo que su afecto por Dionísio
fuera tachado de extraño o inadmisible. Tampoco estaba
de acuerdo con Cecília cuando ella insistía en decir que
ese apego era una verdadera psicosis.
Dulce y Cecília, tan entretidas en la conversación, no
notaron que Doña Lequinha, vecina de ambas, estaba
sentada cerca, com el oído atento, sin perder una sólo
palabra. De sus respectivas paradas de autobuses, cada
una volvió despreocupada al hogar del suburbio. Doña
Lequinha, sin embargo, al llegar a casa dio alas a su
imaginación, comenzó a fantasear. Se acordaba ahora de
haber visto a Dulce en la parada del autobús, en
compañía de un joven de buena apariencia que le prometia
telefonear al día siguiente y le recomendaba
tranquilidad y confianza.
Con la cabeza hirviendo, husmeaba grandes novedades en
el aire, aguardó al esposo, compañero de trabajo del
marido de Dulce. En la mesa, durante la cena, Doña
Lequinha destiló veneno. Afirmaba categóricamente al
compañero que Dulce, con toda aquella cara de santa,
estaba de aventuras amorosas. Había visto con sus ojos a
un joven que la siguió con aires de enamorado. La propia
burlada en el autobús confesó a Doña Cecília no
conseguir vivir sin el marido y sin el otro. ¡Aquella
desvergonzada joven mujer iría a escandalizar el barrio,
una calamidade!
El marido de Doña Lequinha, compañero del supuesto
esposo traicionado, sin poder ocultar el asombro, creyó
que el amigo Julio necesitaba saber todo. Al día
siguiente, por la mañana, los dos amigos conversaron en
tono sigiloso. El marido de Doña Lequinha desahogaba
toda su indignación en nombre del compañerismo hace
largo tiempo cultivado por ellos. A pesar del malestar,
fue leal. Contó todo, todo. El nombre de Julio era
demasiado para ser desconsiderado.
El esposo de Dulce oyó toda la denuncia hecha en
interminables cuchicheos como si un largo puñal entrara
lentamente en su pecho. Trémulo y pálido, lo agradeció.
Pidió permiso al jefe para alejarse por algunas horas.
Quería ir al encuentro de la esposa, saber lo que había
de verdadero en aquella denuncia, aconsejarla si fuera
el caso.
Angustiado, entró en la sala de su casa, pero de repente
paró. Despreocupadamente hablando por teléfono, en el
cuarto de dormir, Dulce sostenía una animada
conversación y alegremente afirmaba: “No hay problema”,
“Hoy mismo”, “A las tres horas”... “Mi marido no puede
saberlo”...
Julio, cual perro espantado, reculó. Muy excitado volvió
a la calle, llamó al taller avisando que necesitaba
retrasarse. Más tarde, de vuelta a la casa, intentó
almorzar en compañía de la mujer, que no consiguió
hacerlo sonreír.
Volvió a salir. Vagó por las calles próximas rumiando un
dolor solamente conocido por grandes sufridores. Andaba
al azar, cabizbajo, martirizado por la idea de una
traición, dejándose consumir en el fuego encendido en su
corazón.
Pocos minutos después de las tres de la tarde, entró
soterradamente en casa... Afligido, entreabrió
despacito la puerta del cuarto y vio con profundo pesar
a un muchacho en mangas de camisa, echado sobre su
propio lecho. Con la mente ya envenenada, concibió la
peor interpretación. Tocó en retirada absolutamente
descontrolado. Por la noche, fue encontrado muerto en un
pequeño almacén de los hondos. Incapaz de soportar el
dolor y la desconsideración, aquel pobre obrero se
ahorcó.
Sólo entonces, impresionada y conmovida con el incontido
y desalentado llanto de Dulce, la vecindad pudo estirar
el hilo del enredo de la fatídica ocurrencia y
esclarecer el lío livianamente enredado. Dionísio era
sólo el bello gatito de angora que la desolada señora
criaba con estimación exagerada; el joven que la había
seguido hasta el punto del autobús era el médico
veterinario responsable por el tratamiento del animal
enfermo; la llamada era la confirmación de la entrega de
un colchón de muelles que Dulce había pedido para una
afectuosa sorpresa al marido; el muchacho visto en el
cuarto era, ni más ni menos, el empleado de la tienda de
muebles que venía a traer el colchón.
La tragédia, com todo, estaba consumada y Doña Lequinha,
delante del suicida expuesto a la vista, comentó en voz
baja para la amiga de al lado:
- ¡Qué hombre precipitado!... ¡Morir por una tontería!
¡La gente habla ciertas cosas, sólo por hablar!...
Rememorando esa crónica ofrecida por la fulgurante
inteligencia del hermano Humberto de Campos, quedándonos
pensativos y preocupados a indagar: ¡¿Cuántos dolores,
cuántos dramas causados por comentarios maliciosos?!
¡¿Cuántas dudas y desconfianzas generadas por palabras
mal dirigidas, cargadas de malicia y celos?!
La maledicencia es, creemos, una de las grandes
responsables por el inferior estado evolutivo en que la
humanidad aún se arrastra; ella está presente en todos
nosotros siempre que rebatimos en el mismo nivel de
desequilibrio emocional las ofensas, injurias o
difamaciones sufridas; ella coabita en nuestro mundo
interior cuando hacemos alusiones desairadas a nuestros
hermanos; está infiltrada en la mente y en el corazón
del hombre porque este aún no se cristianizó. Tan
solamente aceptó a Cristo, recibió a Cristo, pero no
vive Jesús en su grandeza y bondad, no asimiló la
sublime doctrina de amor del divino Cordero de Dios.
La maledicencia existe latente o manifiesta en todos
nosotros. Para evitarla, necesitamos contener la lengua
midiendo los conceptos emitidos acerca de cosas o
personas. Meditemos en lo que la lengua puede provocar,
analizando las sabias palabras de André Luiz ofrecidas
en el mensaje “La Lengua”, en su libro “Apuntes de la
Vida”, recibido por la bendecida mediumnidad de
Francisco Cándido Xavier:
“No obstante pequeña y ligera, la lengua es,
indudablemente, uno de los factores determinantes en el
destino de las criaturas.
PONDERADA – favorece el juicio.
LIVIANA – desvela la imprudencia.
ALEGRE – esparce óptimismo.
TRISTE – siembra desánimo.
GENEROSA – abre camino a la elevación.
MALEDICENTE – cava despeñaderos.
GENTIL – provoca el reconocimiento.
ATREVIDA – atrae el resentimiento.
SERENA – produce calma.
FERVIENTE-impone confianza.
DESCREIDA – invoca frialdad.
BONDADOSA – auxilia siempre.
SIN CARIDAD – hiere sin percibirlo.
SABIA – enseña.
IGNORANTE – complica.
NOBLE – crea el respeto.
SARCÁSTICA – improvisa el desprecio.
EDUCADA – auxilia a todos.
INCONSCIENTE – genera desequilibrio.
Por eso mismo, exortava Jesús.
- No busques la paja en los ojos de tu hermano, cuando
traes una viga en los tuyos.
La lengua es la brújula de nuestra alma, mientras nos
demoramos en la Tierra.
Conduzcámosla, en el camino del mundo, para la
orientación del Señor, porque, en verdad, ella es la
fuerza que abre las puertas de nuestro corazón a las
fuentes de la vida o a las corrientes de la perturbación
y de la muerte”.
Son grandes nuestros errores, muchas nuestras
imperfecciones, sin límite nuestra inferioridad. ¿Cómo
corregirlos? ¿Cómo sofocar no sólo los cinco reales
enemigos aquí referidos, sin embargo todos los fallos
que interrumpen el camino rumbo al bien, al infinito?
La solución está en el Evangelio del Señor, maravilloso
código de moral y de ética que necesita ser estudiado,
interpretado, entendido, seguido y finalmente cumplido.
En Mateo, capítulo XXVI, versículo 41, encontramos
prescrito el remedio que nos cura de todas las maldades
espirituales, el tónico de la vida que nos da energías
necesarias al equilibrio físico-mental-espiritual:
“Vigilad y orad, para que no entréis en tentación”.
Vigilar es imperioso. Vigilar en el sentido de estar en
estado de alerta para no dejarnos abatir por el miedo
que entorpece el alma, haciéndonos valientes obreros del
bien.
Vigilar en el sentido de contener, en tiempo, las
explosiones de cólera que nos desarmonizan e inducen al
crimen, haciéndonos ordenados trabajadores de la
Siembra.
Vigilar en el sentido de eliminar la dureza que nos
embrutece, conservándonos blandos y pacíficos servidores
del Señor.
Vigilar en el sentido de extirpar de nuestros espíritus
la milenária vanidad que nos avasalla, transformándonos
en humildes legionários de la causa Cristiana.
Vigilar en el sentido de hacer desaparecer de nosotros
la vieja tendencia para la maledicencia que agrede,
hiere y corrompe, dejándonos en condición de usar la
lengua como instrumento de trabajo noble.
Vigilar en el sentido de evitar la convivencia con
cualquier tipo de imperfección que mancha y nos hace más
pecadores para, un día, reflejar victoriosos el brillo
de los espíritus purificados.
Vigilar en el sentido de no descuidarnos de los deberes
para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros
mismos, rescatando con el tributo del sudor del rostro
las deudas contraídas en nuestro pasado culpable, como
también los débitos asumidos en el actual camino
terreno.
Vigilar para que no dejemos la cizaña germinar y
florecer junto al trigo sembrado pacientemente por
Jesús, a través de los tiempos, en los surcos de
nuestros corazones.
Orar es imprescindible e improrrogable. Orar con pureza
de alma es tejer hilos luminosos que nos conectan a la
espiritualidad superior y por donde descienden eflúvios
revigorizantes para soportar con fortaleza y resignación
los reveses de la vida.
Orar con fe y humildad pidiendo amparo, ayuda,
orientación y las fuerzas indispensables para no vacilar
en nuestra vigilancia.
Orar compadecidamente por todos los sufridores y
necesitados, carentes del alimento material y del pan
espiritual; por todos los afligidos y desalentados, a
veces sin cuenta olvidados y despreciados, que reclaman
una palabra de bienestar y de esperanza; por todos los
que deambulan por las vías públicas curtiendo soledad y
frío, sin un hogar, sin un abrigo; por todos los
perseguidos y perseguidores, desgraciados, que hasta
ahora no conocen la ley del perdón; por todos los que se
encuentran enfermos, gimiendo y llorando, en lechos de
hospitales a la espera de un alivio, de una visita, de
un consuelo; por todos aquellos esposados a la adicción
de la embriaguez o prendidos al dominio de las drogas,
ansiando por un elixir milagroso que nos salven de las
telas del infortunio.
Orar con sentimiento de fraternidad por todos los ricos
de bienes materiales para que, tocados por la mirada del
tierno Nazareno, no guarden consigo orgullo, ambición,
usura y sepan proporcionar a los menos afortunados un
poco de lo mucho que poseen y ofrecerles oportunidad de
crecimiento por medio de un trabajo honesto.
Orar con sinceridad de propósito por todos los que
detentan en sus manos las riendas del poder para que
tengan sus conciencias iluminadas por la claridad de lo
Alto y se manténgan, así, exentos de prepotencia y
prejuicio dirigiendo sus subordinados con sentido de
justicia y equidad.
Traducción:
Isabel Porras -
isabelporras1@gmail.com