Es en ese rastro que nos cumple, nuevamente, revisitar
el Capítulo XII del Evangelio según el Espiritismopara
comprender que “amar a los enemigos no es tener por
ellos un afecto que no es natural”1 , como
nos dice Kardec, pues, verdaderamente,
no hay como afinizarnos por aquel(a) cuyos pensamientos
y acciones no nos atrae, al contrario, nos aleja por una
repulsa natural, en consonancia con la leyes físicas
relativas a los fluidos y vibraciones que el Codificador
tan bien nos explica.
De otro lado, podemos concluir que también deriva de la
Ley Moral de Conservación la conducta instintiva o
racional del hombre de alejarse de aquellas personas que
le pueden hacer mal, pues el instinto de conservación lo
anima a mantenerse vivo y saludable para colaborar en
los designios de la Providencia2.
Entonces, ¿en qué sentido debemos amar a nuestros
enemigos?
Kardec, con la simplicidad y la claridad que marcan su
obra, nos enseña que amar a nuestros enemigos es:
[...] no tener contra ellos ningún rencor ni deseo de
venganza. Es perdonar sin segundas intenciones e
incondicionalmente, el mal que nos hacen. Es no poner
ningún obstáculo a la reconciliación; es desearles el
bien en lugar del mal; es alegrarnos en vez de
molestarnos con el bien
que les ocurre; es socorrerlos en caso de necesidad; es
abstenernos, por palabras y actitudes, de todo lo que
pueda perjudicarlos. Es, finalmente, pagarles el bien
por el mal, sin intención de humillarlos. Quién así haga
llena las condiciones del mandamiento: Amad a vuestros
enemigos.3
Finalmente, amar a nuestros enemigos no es nada más que
cumplir el mandamiento cristiano de amar al prójimo como
a sí mismo, pagándole el mal que nos ha hecho con el
bien que deseamos a nosotros, para, así, concluir el
ciclo del odio y de las ofensas y evidenciar que el amor
es el camino que nos lleva más próximos a Dios.
Se percibe que, como explica el Codificador, el amor a
que se refiere Cristo no es aquel basado únicamente en
el sentimiento sublime de amar, de bien querer con
afecto y cariño, ese es más difícil y propio de los
Espíritus más perfeccionados. Lo que busca promover
Jesús es la práctica del amor por medio de actos de
bondad y caridad, los cuales son posibles de ser
realizados a partir de decisiones racionales, en pro del
prójimo y, especialmente, de nuestros enemigos.
En efecto, amar, como sentimiento divino, no deriva de
una simple decisión. No escogemos simplemente amar o no
amar a una persona. Amor, en esa acepción, deriva de la
propia alma y demanda aprendizaje por medio de
diferentes vivencias, lo que casi siempre no es posible
hacerlo en una única encarnación, a excepción del amor
maternal, paternal y filial, proporcionados por Dios
justamente para que podamos aprender a amar.
Pero el amor a que se refiere Kardec, al interpretar el
mandamiento de Jesús, es el amor materializado en los
actos, en el actuar, en el pensar, en el querer, o sea,
de nuestras experiencias mientras somos humanos, y este
sí puede derivar de deliberaciones racionales que
tomamos para nuestro propio
bien y del prójimo. En ese sentido, es perfectamente
posible que no sintamos amor por alguien que nos hizo
mal, sin embargo, por una decisión racional, basada en
preceptos morales y en el amor a Dios, queramos bien a
esa persona y hacerle el bien.
Por obvio, no es algo tan simple. Sin embargo, el amor,
por esta acepción, es algo que puede y debe ser
ejercitado por nosotros, dependiendo de querer o no. Lo
importante es decidir, en nuestro interior, hacer el
bien, a perdonar, a ayudar, lo que nos colocará bajo un
estado psíquico-espiritual que permitirá ejercitar, por
medio de la vivencia práctica, el bien y la caridad, de
forma que, así, estaremos amando al prójimo y listos
para amar, también, a nuestros enemigos.
4. El perdón como manifestación de amor y caridad
Cuando se decide por estudiar el amor como mandamiento
Cristiano, especial atención merece el acto de perdón,
tema de los más importantes y latentes de entre aquellos
mencionados en el Evangelio y también en las obras del
Codificador de la Doctrina Espírita.
En un primer momento, parece simple entendamos que es
importante perdonar las ofensas que nos son dirigidas, y
que este sería un paso decisivo para amar a nuestros
enemigos. Pero, finalmente, ¿qué es perdonar y por qué
es tan difícil hacerlo? ¿Olvidar lo ocurrido es
perdonar? ¿No querer mal a quién nos ofende es perdonar?
¿Querer el bien al enemigo es perdonar?
Esas cuestiones nos demuestran que no es tan simple
definir el perdón, mucho menos saber si realmente, en
nuestro interior, perdonamos o no determinada persona
que nos hizo mal en un momento dado.
Un punto de partida para nuestras reflexiones es
conozcamos el origen de la palabra "perdón", la cual,
según los estudios etimológicos, deriva del Latín
perdonare, de per-, “total, completo”, más donare, “dar,
entregar, donar”4.
Perdonar, en ese sentido, es el acto de donar, entregar,
dar algo a otros, pero de forma integral, completa,
relacionándose con la idea de “absorción total” de
alguien, lo que evidencia que la palabra "perdón", desde
su origen, está íntimamente conectada a la concepción de
caridad.
De hecho, perdonar a alguien por la práctica de algún
mal, absolviéndola íntegramente, constituye una de las
esencias de la caridad, como nos esclarecieron los
Espíritus Superiores delante de la cuestión nº 866 de El
Libro de los Espíritus: "Cuál es el verdadero
sentido de la palabra caridad, tal como a entiende
Jesús?
'Benevolencia para con todos, indulgencia para con las
imperfecciones ajenas, perdón a las ofensas'”5.
Dando continuidad a las reflexiones y lanzando la mirada
a las preguntas arriba expuestas, nos parece importante
que entendamos que perdonar no es olvidar la ofensa,
pues olvidar algo, en nuestra vida corpórea, está
relacionado con nuestras facultades mentales, o sea, con
una buena o mala memoria, no dependiendo del simple
querer o no querer.
Es un hecho que los acontecimientos que nos alcanza
emocionalmente quedan más fuertemente grabados en
nuestra memoria, de modo que el olvido, en esos casos,
depende mucho más de la superación de los factores que
nos toca lo emocional que propiamente de nuestras
facultades mentales.
En verdad, el olvido que nos aproxima a las Leyes
Divinas es aquel que deriva del perdón, o sea, ocurre
después del acto de perdonar, lo que no se verifica
inmediatamente, sino por medio de un proceso en que,
primero, se aprende a perdonar las ofensas para,
después, encontrándose completamente superadas las
contiendas, sea el individuo capaz de olvidarlas, como
si nunca hubieran existido.
Este es el proceso constructivo de la misericordia para
con nuestros enemigos, como nos legó Allan Kardec en El
Evangelio según el Espiritismo, al elucidar que "la
misericordia es el complemento de la mansedumbe, pues
los que no son misericordiosos tampoco son mansos y
pacíficos. Ella consiste en el olvido y en el perdón de
las ofensas".
Olvidar, sin perdonar, no es virtud, pero sí un
indicativo de algún disturbio de memoria. Perdonar, sin
olvidar la ofensa, por otro lado, es, sí, una virtud y
el camino más seguro para alcanzar el olvido misericordioso,
aquel que no está conectado al hecho en sí, a la ofensa
como realidad vivida – la cual ni se recomienda ser
realmente olvidada –, pero sí con el olvido (en el
sentido de superación) del mal que nos fue hecho,
el cual no debe ser revivido, realimentado, resentido,
sólo recordado como un instrumento, una prueba o una
expiación que nos proporciona encontrar una solución
constructora de nuestra evolución espiritual.
En otras palabras, olvidar el mal sufrido, que
transcurre del perdón, es diferente de olvidar el hecho
ocurrido, que nada más es que una experiencia importante
para nuestro progreso como ser eterno y, en la más de
las veces, no necesita ser olvidado.
De la misma forma, no querer el mal al ofensor no es
perdonar, sino forma parte del proceso que lleva al
perdón, pues no hay como perdonar a alguien deseándole
mal. Perdón es acto de amor, luego, ha de no querer mal
a su ofensor para que se consiga perdonarlo
verdaderamente.
Por otro lado, querer bien al ofensor no es, por sí
sólo, perdonar, pero casi siempre transcurre del perdón,
tal como el olvido, he ahí que es muy difícil, sino
imposible, querer bien a alguien, con sinceridad,
mientras se guarda amarguras y resentimientos.En esos
casos, la indiferencia acaba por ser la tónica, lo que
tampoco es compatible con el perdón. Querer bien, en
regla, es consecuencia del perdón concedido,
encontrándose el espíritu desarmado de las trampas del
ego herido y listo para amar sin obstáculos.
Allan Kardec resalta, sin embargo, que el perdón
verdadero es aquel incondicional, con lo que debemos
concordar6. Condicionar el perdón a una
acción, a un comportamiento, a una conducta de aquel que
ofendió no es perdonar, es, sino, humillar, disminuir y
colocar el desafecto como el único culpable, invirtiendo
la responsabilidad por la decisión, de modo que el
perdón pasaría a depender de él, ofensor, y no de quien
fue ofendido y debe perdonar la ofensa.
El perdón incondicional es el único compatible con las
enseñazas de Cristo, porque perdonar es acto de amor, y
el amor no está condicionado a algo, al contrario, es
libre y liberador, sin límites, sin balizas.
En efecto, el acto de perdonar tiene el don de liberar
el alma, y no sólo de aquel que es perdonado – el cual
se libra de los grilletes de la culpa (cuando la siente)
o, al menos, vive la experiencia noble del perdón en su
favor –, pero, principal y especialmente, de aquel que
perdona, cuyo espíritu se verá libre de cualquier
sentimiento negativo y estará listo para seguir en su
marcha de progreso y evolución. En ese sentido, el
perdón es innegablemente un acto de extrema caridad, que
reconforta el perdonado e ilumina aquel que perdona.
Aspecto importante a ser destacado, aún, es el de que el
perdón, como todo acto que parte del corazón del hombre,
como ser espiritual, puede y debe ser aprendido y
ejercitado durante las diferentes vivencias en el plano
corpóreo, haciéndose hábito que, cincelado por medio de
los valores morales más nobles, se transforma en
sentimiento, incorporado al espíritu como patrimonio
moral perpétuo e inviolable.
El camino nos fue legado por Cristo, al enseñarnos a
“amar a Dios por encima de todas las cosas y al próximo
como a sí mismo”. ¿Es el proceso de reflexionar sobre lo
que Dios espera de nosotros, el perdón o el
mantenimiento del dolor y de la amargura? Sobre lo que
nos gustaría recibir si estuviéramos en el lugar el
ofensor, el perdón o el resentimiento y los dolores?
Perdonar, así pues, es una resolución del corazón, que
nace del espíritu, una decisión en el sentido de superar
las amarguras, los dolores, las heridas, de sacudir el
polvo y echar para fuera todas las suciedades y
desperdicios del alma, a fin de reconstruir un nuevo
camino, un nuevo mañana, basado en el amor y en la
misericordia al prójimo.
5. Conclusión
La enseñanza de Cristo en lo que respecta al amor a
nuestros enemigos es, a buen seguro, uno de los ricos e
importantes del Evangelio, y se mantiene inequívocamente
actual y universal, como todos las enseñanzas morales
del Evangelio.
Por descontado, ese postulado cristiano no se restringe
solamente a aquellas situaciones en que nos deparamos
con enemistades capitales, graves y belicosas, pero,
también, en base de todas las antipatias, aversiones,
infelicidades y amarguras que dedicamos a alguien o, aún,
que cultiven en relación a nosotros, lo que, en mayor o
menor grado, envenena el alma y crea ambiente propicio
para enfermedades del espíritu que reflejarán en el
cuerpo físico.
El Espiritismo, como doctrina científica, filosófica y
religiosa, mucho ha contribuido para la divulgación y la
mejor comprensión de temas tan importantes como el
presentemente abordado, a legarnos vitales lecciones de
la moral cristiana, especialmente por las obras del
Codificador Allan Kardec, donde encontramos
explicado claramente que el amor a Dios y el amor al
prójimo, inclusive al enemigo, son los dos principales
mandamientos de Cristo, definidores de la moral que debe
prevalecer en nuestro planeta, a camino del Mundo de
Regeneración.
En su figura de Evangelio Renacido, el Espiritismo
revisita las enseñanzas de Cristo y nos muestra que el
amor, en sus manifestaciones sublimes, en forma de
perdón y de caridad, es el verdadero transformador de
almas, que nos posibilita
ver y comprender a nuestros enemigos como hermanos, y
nuestros problemas y sufrimientos como escalones de una
divina escalera que nos permite la elevación del
espíritu en rumbo de la perfección posible a nuestra
condición humana.
Amar al prójimo y a nuestros enemigos es, por lo tanto,
una elección íntima y el Espiritismo nos llama a decidir
aún hoy, pavimentando desde ya el camino de la
construcción, en el alma, del amor sublime y divino a
que estamos todos destinados.
No es simple y sin dificultades ese camino, pero cabe a
nosotros, espíritas, elevemos nuestros pensamientos a
las esferas superiores, con humildad y devoción a Dios,
y que empleemos el amor como bálsamo del bien y de la
caridad para con el prójimo.
Así, si "en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba
con Dios, y el Verbo era Dios" (Juan, I:1), Amar es el
Verbo, y la vivencia en el amor y su consagración al
prójimo es paso inequívoco a todos los que caminan rumbo
a la necesaria evolución del Espíritu.
Referências bibliográficas:
Traducción:
Isabel Porras - isabelporras1@gmail.com