Sacrificio de madre
El padre había desencarnado hacía ya algún tiempo,
partiendo hacia la Patria Espiritual, y Maneco se quedó
solo con su mamá.
La vida, que hasta esa fecha había sido tranquila, sin
que nada les faltara, se volvió difícil. Los recursos
que el padre había dejado disminuían día a día y, en
pocos meses, se acabaron por completo.
Maneco, sin embargo, sin darse cuenta de la situación,
continuaba su vida: estudiaba, jugaba y se divertía.
Acostumbrado a tener lo que deseaba, sin privarse de
nada, comenzó a reclamar por todo: por la comida, la
ropa gastada, los zapatos usados, mostrándose exigente e
insatisfecho.
Su madrecita amorosa, cuyos recursos se restringían a la
pensión que el marido había dejado al desencarnar, no
sabía qué hacer para agradar al hijo.
Como no tenía dinero, la pobre mujer recurría a la
bondad de los vecinos y amigos, pidiendo prestado lo
suficiente para comprar algo mejor para su hijo: una
fruta, un pedazo de carne, algunas patatas, algún dulce.
Cuando el jovencito se sentaba a la mesa y comía con
apetito, la mamá se sentía compensada de sus esfuerzos,
y lo miraba embelesada, satisfecha.
Maneco
preguntaba:
- ¿No vas a almorzar, mamá?
Invariablemente ella respondía, dando una disculpa:
- No tengo hambre, hijo mío.
O, entonces, alegaba que ya había almorzado, o que
almorzaría después.
Un día, al llegar a su casa, Maneco encontró a su
madrecita en cama, desfallecida. El médico, llamado
deprisa, después de examinarla, informó:
- El estado de tu madre es de debilidad extrema.
Probablemente no come hace varios días. Necesita
alimentarse mejor para poder recuperar sus fuerzas.
Maneco, sorprendido, no sabía qué decir. Acercándose al
lecho, preguntó a su mamá:
- ¿Por qué no has estado comiendo, mamá?
La generosa señora, un poco avergonzada, no dijo nada;
apenas una lágrima descendió por su rostro pálido.
Maneco, perplejo, comprendió por fin. Poco a poco fue
relacionando los hechos, acordándose de todo lo que
había sucedido, y entendió que su mamá se sacrificaba
por él. Daba lo mejor de sí para su hijo, no guardando
nada para ella misma. Y él, insensible y prepotente,
nunca se había dado cuenta del sacrificio de su madre.
Maneco cayó arrodillado, en lágrimas, al lado del lecho
pobre, mientras le decía con la voz entrecortada por la
emoción:
- Perdóname, mamita, por no haberme dado cuenta de
nuestra situación real y la grandeza de tu generosidad.
¡Pero nunca sentí que nos faltara algo! ¿Cómo es que
conseguías comprar todo lo que me dabas?
Una vecina, que había llegado poco antes y escuchaba la
conversación, respondió conmovida:
- Tu mamá pedía prestado el dinero de uno y de otro para
que nada te faltara, Maneco.
- ¡Dios mío! ¿Cómo pude ser tan ciego? Mamá, yo
conseguiré un empleo, pues ya tengo edad suficiente para
trabajar. No ganaré mucho, por cierto, pero lo poco que
reciba será suficiente para amenizar nuestro infortunio.
Dios nos ayudará, mamá, y seremos incluso muy felices.
La mamá, con una sonrisa tierna, afirmó contenta:
- Dios ya nos ayudó, hijo mío, ¡y me considero muy feliz
por haberme dado un hijo como tú!
Tía Célia
Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com