La sorpresa del hallazgo
Una vez, un pequeño pastor caminaba por los campos
pastoreando a sus ovejas.
Ya estaba cansado y con hambre cuando, sobre el pasto
verde y en medio de la vegetación, encontró una pequeña
bolsa de cuero. La abrió y su sorpresa fue grande:
¡había cinco lindas monedas de oro brillando en el fondo
de la bolsa!
¡Se puso eufórico! ¡Cuántas cosas podría hacer con ese
dinero!
Cogiendo las brillantes monedas en la mano, pensó en ese
momento que debían pertenecer a alguien, y que ese
alguien estaría desesperado. El deseo de quedarse con
las monedas, sin embargo, fue más grande y, callando su
conciencia, guardó el pequeño tesoro pensando, sin mucho
entusiasmo:
- Si por casualidad encuentro a la persona que perdió
las monedas, se las devolveré. De lo contrario, serán
mías por derecho, pues las encontré.
Y pensando así, pasó el resto del día haciendo planes de
cómo usaría el tesoro que tan inesperadamente le había
caído en las manos.
Al caer la tarde, llevó a las ovejas de vuelta a casa,
decidido a no contar nada a su madre, con miedo de que
ella le hiciera devolver las monedas. Al final, no
existían tantas casas así en las inmediaciones y, por
cierto, alguien del valle las había perdido.
Al llegar a casa se enteró de que su padre necesitaba
hacer un viaje para cerrar un negocio muy lucrativo.
Tres días después su padre volvió. Vino desanimado y
triste, todo sucio y cubierto de polvo. La mujer,
preocupada, preguntó qué había pasado, y él respondió:
- ¡No te imaginas lo que me pasó! Después de mucho
viajar llegué a mi destino. Pero cuando fui a cerrar el
negocio vi que faltaba el dinero que llevaba separado
para pagar las ovejas. Busqué por todas partes, revisé
mis pertenencias, pero no encontré nada. Me di cuenta,
demasiado tarde, que la mochila que llevaba tenía un
agujero en el fondo y, por eso, había dejado caer por el
camino la bolsa con el dinero. Pero ¿cómo encontrarlo?
De seguro alguien ya habría encontrado el dinero y nunca
más vería lo que representaba los ahorros de mucho
trabajo y dedicación.
Y el hombre tristemente concluyó:
- Mis recursos se acabaron y tuve que recurrir a la
caridad pública. No tenía dónde alojarme, ni qué comer.
Gracias a Dios, logré llegar hasta la casa después de
mucho sufrimiento. Aunque haya perdido todo lo que
tenía, los tengo a ustedes que son mi tesoro.
Diciendo esto, abrazó a su hijo y su esposa, emocionado
hasta las lágrimas.
El joven, recordando el tesoro que tenía se puso
contento. Después de todo, podría hacer algo por su
querido padre.
Corrió hasta su cuarto y volvió con la pequeña bolsa de
cuero que contenía las cinco monedas y, con una sonrisa,
las entregó a su padre, diciéndole:
- Toma, padre mío. ¡Es tuyo!
El pobre hombre al ver la bolsa la reconoció y preguntó,
sorprendido:
- ¿Dónde la encontraste, hijo mío?
- En medio del campo, cuando pastoreaba las ovejas.
- ¡Es verdad! Quise ganar tiempo y corté camino por el
campo, saliendo de la carretera. ¡Oh, hijo mío! Gracias
a Dios, tú la encontraste. ¡El Señor es muy bueno! Pero
¿cómo supiste que era mía?
Con los ojos abiertos el muchacho respondió:
- No lo sabía, papá. Nunca podría suponer que te
pertenecía. ¡Pensé que era de otra persona!
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El padre se puso serio repentinamente y,
sosteniéndolo por el brazo, preguntó:
- ¿Qué hiciste, hijo mío? ¿Encontraste este
tesoro que alguien había perdido y te quedaste
con él, cuando no te pertenecía? Como fui yo
quien lo perdió, podía haber sido cualquier otra
persona del valle.
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¿No pensaste en la desesperación que, además,
tendría el dueño de las monedas y en la falta
que ellas le harían? |
- No, papá. No pensé en nada de eso. Discúlpame. Recién
ahora empiezo a darme cuenta que fui egoísta y
ambicioso.
El pequeño pastor, arrepentido, bajó la cabeza, mientras
las lágrimas corrían por su rostro.
- Perdóname, papá. Sé que he actuado mal y ahora
comprendo la inmensidad de mi falta.
El padre acarició la cabeza de su hijo, diciendo:
- Hijo mío, tenemos que respetar lo que es de los demás,
para que los demás también respeten lo que nos
pertenece. Jesús, nuestro Maestro, nos enseñó que somos
responsables de todos nuestros actos y que debemos hacer
al prójimo lo que nos gustaría que él nos hiciera. Ahora
piensa: Si tú hubieras perdido las monedas, ¿qué te
gustaría que hicieran?
- ¡Estaría muy feliz si quien las encontró me devolviera
la bolsa, con las monedas, claro!
- Entonces, hijo mío, así también debes hacer con los
demás.
El pequeño pastor agradeció la lección recibida y se
prometió a sí mismo que nunca más sería egoísta y
ambicioso.
TIA CÉLIA
Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com