Espiritismo para
los niños

por Célia Xavier de Camargo

 
La sorpresa del hallazgo


Una vez, un pequeño pastor caminaba por los campos pastoreando a sus ovejas.

Ya estaba cansado y con hambre cuando, sobre el pasto verde y en medio de la vegetación, encontró una pequeña bolsa de cuero. La abrió y su sorpresa fue grande: ¡había cinco lindas monedas de oro brillando en el fondo de la bolsa!

¡Se puso eufórico! ¡Cuántas cosas podría hacer con ese dinero!

Cogiendo las brillantes monedas en la mano, pensó en ese momento que debían pertenecer a alguien, y que ese alguien estaría desesperado. El deseo de quedarse con las monedas, sin embargo, fue más grande y, callando su conciencia, guardó el pequeño tesoro pensando, sin mucho entusiasmo:

- Si por casualidad encuentro a la persona que perdió las monedas, se las devolveré. De lo contrario, serán mías por derecho, pues las encontré.

Y pensando así, pasó el resto del día haciendo planes de cómo usaría el tesoro que tan inesperadamente le había caído en las manos.

Al caer la tarde, llevó a las ovejas de vuelta a casa, decidido a no contar nada a su madre, con miedo de que ella le hiciera devolver las monedas. Al final, no existían tantas casas así en las inmediaciones y, por cierto, alguien del valle las había perdido.

Al llegar a casa se enteró de que su padre necesitaba hacer un viaje para cerrar un negocio muy lucrativo.

Tres días después su padre volvió. Vino desanimado y triste, todo sucio y cubierto de polvo. La mujer, preocupada, preguntó qué había pasado, y él respondió:

- ¡No te imaginas lo que me pasó! Después de mucho viajar llegué a mi destino. Pero cuando fui a cerrar el negocio vi que faltaba el dinero que llevaba separado para pagar las ovejas. Busqué por todas partes, revisé mis pertenencias, pero no encontré nada. Me di cuenta, demasiado tarde, que la mochila que llevaba tenía un agujero en el fondo y, por eso, había dejado caer por el camino la bolsa con el dinero. Pero ¿cómo encontrarlo? De seguro alguien ya habría encontrado el dinero y nunca más vería lo que representaba los ahorros de mucho trabajo y dedicación.

Y el hombre tristemente concluyó:

- Mis recursos se acabaron y tuve que recurrir a la caridad pública. No tenía dónde alojarme, ni qué comer. Gracias a Dios, logré llegar hasta la casa después de mucho sufrimiento. Aunque haya perdido todo lo que tenía, los tengo a ustedes que son mi tesoro.

Diciendo esto, abrazó a su hijo y su esposa, emocionado hasta las lágrimas.

El joven, recordando el tesoro que tenía se puso contento. Después de todo, podría hacer algo por su querido padre.

Corrió hasta su cuarto y volvió con la pequeña bolsa de cuero que contenía las cinco monedas y, con una sonrisa, las entregó a su padre, diciéndole:

- Toma, padre mío. ¡Es tuyo!

El pobre hombre al ver la bolsa la reconoció y preguntó, sorprendido:

- ¿Dónde la encontraste, hijo mío?

- En medio del campo, cuando pastoreaba las ovejas.

- ¡Es verdad! Quise ganar tiempo y corté camino por el campo, saliendo de la carretera. ¡Oh, hijo mío! Gracias a Dios, tú la encontraste. ¡El Señor es muy bueno! Pero ¿cómo supiste que era mía?

Con los ojos abiertos el muchacho respondió:

- No lo sabía, papá. Nunca podría suponer que te pertenecía. ¡Pensé que era de otra persona!

El padre se puso serio repentinamente y, sosteniéndolo por el brazo, preguntó:

- ¿Qué hiciste, hijo mío? ¿Encontraste este tesoro que alguien había perdido y te quedaste con él, cuando no te pertenecía? Como fui yo quien lo perdió, podía haber sido cualquier otra persona del valle.

¿No pensaste en la desesperación que, además, tendría el dueño de las monedas y en la falta que ellas le harían?

- No, papá. No pensé en nada de eso. Discúlpame. Recién ahora empiezo a darme cuenta que fui egoísta y ambicioso.

El pequeño pastor, arrepentido, bajó la cabeza, mientras las lágrimas corrían por su rostro.

- Perdóname, papá. Sé que he actuado mal y ahora comprendo la inmensidad de mi falta.

El padre acarició la cabeza de su hijo, diciendo:

- Hijo mío, tenemos que respetar lo que es de los demás, para que los demás también respeten lo que nos pertenece. Jesús, nuestro Maestro, nos enseñó que somos responsables de todos nuestros actos y que debemos hacer al prójimo lo que nos gustaría que él nos hiciera. Ahora piensa: Si tú hubieras perdido las monedas, ¿qué te gustaría que hicieran?

- ¡Estaría muy feliz si quien las encontró me devolviera la bolsa, con las monedas, claro!

- Entonces, hijo mío, así también debes hacer con los demás.

El pequeño pastor agradeció la lección recibida y se prometió a sí mismo que nunca más sería egoísta y ambicioso.


TIA CÉLIA

 

Traducción:
Carmen Morante
carmen.morante9512@gmail.com

 

 

 

     
     

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