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El día en que fui al cielo |
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Trabajé en la ciudad de Rio de Janeiro por muchos años y
en periodos diferentes. Allá, hice mis dos cursos
universitarios. De hecho, adoro la Ciudad Maravilhosa, a
pesar de todos sus percances.
En un de esos periodos, de 1983 a 1993, actué como
asesor de comercio exterior en una multinacional que
importaba y exportaba papel y celulosa. Era una óptima
empresa, dígase de pasada. Ambiente bueno, compañeros
excelentes y salario ídem. Época de inflación en Brasil;
ni recuerdo más cual era la moneda entonces vigente.
Pero el salario daba y sobraba.
Era un viernes del mes de abril o mayo de 1988. El
expediente terminaba a las 17h, pero me quedé un poco
más para adelantar algunas demandas. Llovía. Salí de la
empresa alrededor de las 18h30 y fui a la tienda de
departamentos C&A. El invierno se aproximaba y había
unas camisas en C&A de un estilista italiano llamado
Angelo Litrico. Todo lo que esa marca confecciona es muy
bueno, y yo estaba necesitando ropa de invierno. Fui
hasta la tienda que queda en la esquina de la Calle del
Ouvidor con el Ancho de S. Francisco y compré dos
camisas y un pantalón. Salí de allá un poco antes de las
20h. Además de la bolsa de C&A, cargaba la carpeta de
trabajo y el paraguas. Aún llovía.
Me dirigí por la Calle del Ouvidor en dirección a la
Calle Primero de Marzo, donde cogería un autobús que me
dejara en la Autopista Nuevo Rio. En aquella época, el
último horario de autobús de la Terminal Meneses Côrtes
(Centro del Rio) para Petrópolis, donde vivo, era a las
19h30. No había casi nadie más por aquellas calles, que
abrigan, en su mayoría abrumadora, edificios
comerciales.
Yo estaba en el tramo de la Calle del Ouvidor que queda
entre la Av. Rio Branco y la Primero de Marzo. Todo
cerrado. De repente, percibí a un hombre del otro lado
de la calle (la Ouvidor es estrecha) paralelo conmigo y
mirando insistentemente para mí. Un hombre negro, de
unos 40 años, aproximadamente. Pantalón y camiseta
negras, bigote. Alto como yo (mido 1,86m) y fuerte. El
atravesó la calle, vino en mi dirección y me abordo.
Pedia dinero para hacer una cena.
Fui con él para abajo del techado de uno de aquellos
edificios, cerré el paraguas, pedí para que él cogiera
la bolsa y la carpeta, metí la mano en el bolsillo, cogí
y abrí la cartera, saqué un billete (no recuerdo cual) y
di para él, mientras conversábamos normalmente. En
momento alguno tuve miedo o algo parecido. Lo traté con
cordialidad y simpatía.
Él quedó muy agradecido y conmovido. ¡Vosotros no tenéis
idea de cuánto! Quedó tan feliz que me acompañó hasta la
Calle Primero de Marzo. Parece mentira, pero él llegó
hasta cogerme por el brazo para ayudarme a atravesar. ¡Y
yo estaba en la época de los 20 años mientras él tenía
unos 40!
A causa de la lluvia, lo llevé para dentro de una casa
de cenas. En la Primero de Marzo, mucho más movida,
ellas quedan abiertas hasta tarde.
El hombre quedó encantado conmigo, no sé por qué. A mí
ver, no había hecho nada más allá del deber cristiano de
ayudar al prójimo y tratarlo con simpatía. ¡Habló hasta
que yo merecía un beso! Dijo que se llamaba Jorge, pero
yo podría llamarlo de Negrón.
Comenzamos a conversar. Él me contó que formaba parte de
un equipo de faena encargada de dejar brillando uno de
aquellos edificios comerciales de viernes para sábado.
Una agencia bancaria, si no me engaño. Ellos barrían,
enceraban el suelo, lavaban las cristaleras, los cuartos
de baño etc. Negrón trabajaría por toda la noche. Como
el pago aún no había salido, estaba sin dinero para la
cena. Por eso, fue a la calle a pedir el dinero, pero
sabía que sería difícil por el hecho de ser negro, por
las calles estar desiertas etc. Algunas personas ya se
habían alejado de él apresuradamente o dado negativas
medio mal educadas. Hasta el momento en que él me
encontró.
Ahí, habló también sobre la esposa, hijos, fútbol.
Conversamos un buen tiempo sobre varias cosas. Percibía
claramente que el hombre estaba encantado por haber sido
tratado de igual a igual, por yo no haber demostrado
miedo o cualquier tipo de prejuicio, por yo haber pedido
para él coger mis bolsas mientras yo cogía el dinero...
Finalmente, él había sido tratado como persona, y
probablemente – por la posición social, prejuicio
racial, función ejercida – no estaba acostumbrado a eso.
Como estaba siendo tarde, dijo a él que necesitaba coger
un autobús para la autopista y, después, para
Petrópolis. Nos abrazamos. Él, nuevamente, agradeció, me
elogió. Yo, sin gracia, agradecí.
Hice señal para el autobús – era el 172,
Gávea-Rodoviária, recuerdo muy bien. En la época, en la
Ciudad Maravilhosa, la puerta de embarque era la
trasera. Cuando iba a dirigirme a ella, Jorge me cogió
por el brazo, me puso en el autobús por la puerta del
frente y dijo para el conductor para que llevara a
Marcelinho gratis hasta la autopista porque Marcelinho
era gente muy buena. Ahí hizo una señal para mí, entre
agradecido y conmovido. El autobús estaba lleno, todo el
mundo se quedó mirando para mí, quedé mucho sin gracia.
¿Qué será lo que aquel pueblo pensó?
Cuando el autobús arrancó, dije al conductor que pagaría
y rodaría la ruleta cuando llegara al punto final, el de
la autopista. Él dijo que no sería preciso.
La Doctrina Espírita esclarece que cielo e infierno no
son lugares geográficos, sino estados de conciencia. En
el libro “El Cielo y el Infierno”, Allan Kardec, en el
ítem 18 del cap. III – primera parte, afirma que el
cielo está en todas partes y que ningún contorno traza
sus límites. Los mundos más adelantados, según el
Codificador, son las últimas estaciones que llevan al
estado de total comunión con Dios. Estado ese que
llamamos como cielo. Enseguida, el libro dice que las
virtudes franquean la entrada en esos mundos superiores.
Por eso, a pesar de estar en un mundo aún distante de la
perfección, donde haya almas (encarnadas o
desencarnadas) dispuestas a sembrar el bien en sus
múltiples expresiones, habrá el cielo dilatado la
percepción de todos nosotros.
Todo aquello me había hecho mucho bien. ¡Yo estaba
extasiado y sorprendido con todo lo que había conseguido
causar a aquel hombre, y con un simple y sin pretensioso
gesto! Aquella sensación de placer me acompañó en la
subida de la sierra y por todo el fin de semana. Sí,
queridos lectores. ¡Yo estaba en el cielo! Un cielo
“donde se perpetúan y consolidan, por la purificación y
continuidad de las relaciones, las verdaderas simpatías
y nobles afectos”, como dice el ítem 15 en el mismo
capítulo ya citado de El Cielo e Infierno”.
Nunca más supe del Negrón. Me gustaría saber, lo
confieso. Fue el tipo de persona que marca nuestra vida
y la gente pierde de vista. Tendría mucho placer en
saber de él, que hoy debe estar cercano a los 70 años.
Si fueran los días de hoy, habría cogido el whatsapp de
él. Pero creo que el reencuentro está marcado por Dios,
sea en esta o en otra vida. Jorge Negrón es un espíritu
amigo que quiero mucho reencontrar, lo confieso.
Yo había olvidado esa historia, ocurrida ya un lejano
día lluvioso de otoño de 1988. Espero que Jorge esté
bien y que haya encontrado otras personas que lo
trataran como él merece. ¡Él es gente finísima! A él
debo una ida al cielo de la plenitud, del bien hecho de
forma simple y sin pretensiones y de la certeza de que,
como dice una música espírita, “Cuando la gente hace un
bien a alguien, cuanto bien ese bien nos trae”.
No sé si las palabras consiguieron pasar la alegría
espiritual que sentí. Creo que no. No siempre las
palabras consiguen traducir lo que pasa con la gente.
Por eso, remito a la pregunta número tres de El Libro de
los Espíritus”. En ella, Kardec pregunta si Dios es el
infinito. Los instructores espirituales, entonces,
responden que la definición es incompleta porque denota
pobreza del lenguaje humano, que es insuficiente para
determinar lo que está muy por encima de nuestras
limitaciones. Fue ahí que comprendí el contenido de esa
pregunta. ¡Lo que yo sentía era indescriptiblel! No
había palabra que expresara con exactitud tamaño
éxtasis. Finalmente, yo estaba en el cielo. Y cuando se
va al cielo, la gente siente a Dios intensamente.
Cualquier tentativa mia de definir lo que yo sentía era
– y aún es – una forma de limitar mi sentimiento a
nuestro vocabulario. ¡Y no había palabra que cupiera
dentro de la plenitud espiritual que yo experimentaba!
¡Pero reitero que fue una emoción elevada que me llevó
al cielo y me dejó allá un buen tiempo!
¡Nunca más olvidaré la alegría y la conmoción de aquel
hombre! ¡Negrón hablaba alto, gesticulaba mucho, estaba
feliz de la vida! ¡Quedó marcado!