Especial

por Temi Mary Faccio Simionato

¡María, simplemente María!

“Humilde, ocultaba la experiencia de los sabios; frágil como el lírio, traía consigo la resistencia del diamante, cargaba en la propia virtud los tesoros incorruptibles del corazón, sin embargo, era grande y prestigiosa ante Dios.”(1)


Así, viene a la Tierra María o Miriam, Señora de la Luz, nacida entre 18 y 20 a.C. en Jerusalén o Séforis, en Galilea. Durante su infancia vivió en Nazarét, casándose alrededor de los catorce años con el carpinteiro José, de la tribu de David. María, simplemente María...

Su vida se transforma en símbolo de ternura y esperanza para los desheredados de la Tierra. Experimenta el esfuerzo maravilloso de ser madre, a fin de conducir los hombres al camino del amor, desempeñando su misión con magnitud. Su humildad y resignación eran dones especiales que favorecieron su elección para la especial tarea de conciliar a los hombres. El ejemplo de tener a Jesús en el corazón le representó una fuerte conexión sentimental basada en el amor marcado en dos escenas opuestas: María plena de alegría con el niño en los brazos en el establo de Belén y a los pies de la cruz en la dolorosa escena del calvario.

Este alimento del amor espiritual y materno es el que nos trae las fuerzas necesarias para el enfrentamiento de las pruebas y luchas que necesitaremos superar. Por eso es importante que examinemos las preciosas palabras de María en Canaan, en una fiesta de bodas, llenas de sabiduría y amor: “Haced todo cuánto Él os diga” (Juan,2:5).

Estamos en la fiesta de noviazgo del Evangelio con la Tierra. A pesar de más de veinte siglos transcurridos, el júbilo aún es de noviazgo, porque, hasta el momento, no concluimos nuestra perfecta unión en ese gran concierto de la idea renovadora. En muchas ocasiones agotamos el vino de la esperanza, sintiéndonos cansados, desilusionados, implorando ternura maternal.

En este momento, es preciso que entendamos la profundidad y la sabiduría de sus palabras para el principio del trabajo de salvación para cada uno de nosotros.

Volvemos a María, con el pensamiento ansioso y torturado, ojos fijos en el madero, regresando al pasado en amargados recuerdos. Su pensamiento vaga por el mar de las aflictivas interrogaciones, cuando una voz amiga le habla al Espíritu sobre las determinaciones insondables y justas de Dios, que necesitan ser aceptadas para la redención de todos. De esta forma, entendemos que en el futuro la claridad del reino de Dios revelará la necesidad de la cesación de todo egoísmo y en cada corazón un día habrá de existir de más abundante cuota de amor, no sólo para el círculo familiar, sino también para todos los necesitados del mundo. Y en el templo de cada habitación permanecerá la fraternidad real para que la asistencia recíproca sea practicada en la Tierra.

Jesús era su hijo, sin embargo, antes de todo, era el Mensajero de Dios.  Fue, entonces, que María comprendió la perfección, la misericordia y la justicia de la voluntad del Padre, arrodillándose a los pies de la cruz, en la contemplación del hijo muerto, y repitiendo las inolvidables afirmaciones: ”¡Señor, he aquí tu sierva! Cúmplase en mí según Tú palabra” (Lucas, 1:38)

Alma digna, observa el vino generoso de Canaan transformándose en el vinagre del martirio. El tiempo señala una nostalgia mayor del mundo y una esperanza cada vez más elevada en el cielo.

El tiempo pasa. Su choza en Efeso, de frente para el mar, era conocida como la Casa de la Santísima, nombre dado cuando un leproso tras ser aliviado en sus llagas le besa las manos, murmurando: “Señora, sois la madre de nuestro Maestro y nuestra madre Santísima” (2)María siempre se esquiva a los homenajes afectuosos de los discípulos de Jesús, pero aquella confianza filial con que le reclamaban la presencia era para su alma un blando y delicioso tesoro en el corazón.

Diariamente llegaban los desamparados suplicando asistencia espiritual. Otros venían a oír las palabras confortadoras; los enfermos solicitaban su protección y las madres infortunadas pedían la bendición de su cariño. Y ella, cariñosamente, decía: “¡Eso también pasaSólo el reino de Dios es bastante fuerte para nunca pasar de nuestras almas, como eterna realización del amor celestial”(2)

Sus conceptos debilitaban el dolor de los más desesperados, alegrando así el pensamiento oscuro de los más abatidos. Cuando Pablo de Tarso va a Efeso y la visita, se impresiona con la humildad de aquella criatura simple y amorosa, interesándose por sus narraciones acerca del Maestro. Graba en su interior sus divinas impresiones a fin de recoger los datos imprescindibles al Evangelio que pretende escribir para los cristianos del futuro.

La mayor parte del tiempo María quedaba sola, sin sentirse sola. El apóstol Juan, con quien ella vivía después de la crucificación de Jesús, era muy necesitado en la Iglesia de Efeso y así los días, las semanas, los meses y los años pasaban. La vejez no le había acarreado cansancios o amarguras. Tenía certeza de la protección divina y eso le proporcionaba ininterrumpido consuelo y grato reposo.

Algunos cristianos proscritos de Roma llegaban trayendo a Efeso tristes relatos sobre dolorosas persecuciones a todos los que eran fieles a la doctrina de Jesús. Delante de eso, María se entregaba a las oraciones pidiendo a Dios por todos los que se encontraban en angustias por amor a Su hijo.

Sola en su humilde casa, una fuerza le baña el alma, y así, arrebatada en sus meditaciones, percibe aproximarse el personaje de un mendigo. Maternalmente lo invita a entrar, impresionada con aquella voz que le inspira profunda simpatía. El peregrino le habla del cielo confortándola delicadamente, comenta las bien-aventuranzas que aguardan a todos los dedicados hijos de Dios, dando a entender que comprendía las más tiernas nostalgias del corazón. ¿Qué mendigo sería aquel que le calmaba los dolores secretos del alma con bálsamos tan dulces? ¿Dónde había oído en otros tiempos aquella voz tierna y cariñosa? Fue cuando el huésped anónimo extiende las manos generosas y habla con profundo amor: “Mi madre, ven a mis brazos!” Tomada de gran conmoción ve también úlceras causadas por los clavos del suplício. Comprende, entonces, la visita amorosa que Dios le enviaba. Sus manos tiernas y solícitas lo abrazaron, en un ímpetu de amor y haciendo movimiento para arrodillarse. Sin embargo, Él, levantándola, se arrodilla y le besa las manos, diciendo cariñoso: “Sí, mi madre, soy Yo! ¡Venho a buscarte, pues, mi Padre quiere que seas en Mi reino la reina de los ángeles!”(2)

Experimentando la sensación de estar alejándose del mundo, María desea volver a ver Galilea. Se acuerda de los discípulos perseguidos por la crueldad de los hombres y desea abrazar a los que quedaron en el valle de las sombras, a la espera de las claridades del reino de Dios. En pocos instantes, su mirada divisa una ciudad soberbia donde literas patricias pasan sin cesar, exhibiendo pedrerias y pieles, sostenidas por misérrimos esclavos. Más algunos momentos y su mirada penetra las sombrías cárceles del Esquilino, donde centenares de rostros amargados retratan padecimentos atroces. Ella ora con fervor y confianza, aproximándose a una joven encarcelada, de rostro descarnado, diciéndole al oído: “¡Canta, mi hija! ¡Tengamos buen ánimo! ¡Convirtamos nuestros dolores en la Tierra en alegrías para el cielo!”(2) La triste prisionera a través de las rejas canta un himno enternecido de amor a Jesús, transformando todas sus amarguras en rimas de esperanza, y así su canto es acompañado por centenas de voces que lloraban en la cárcel.

Aprendamos, de este modo, a reconocer en María una entidad evolucionadísima, que hace más de dos mil años conquistó elevadas virtudes, desempeñando en la Tierra grandiosa misión, recibiendo como Hijo el emisario de Dios. Ella es uno de los espíritus más puros que fueron dados a la humanidad conocer. Cooperadora de Jesús en la edificación de Su reino, que está siendo construido en nuestros corazones, poco a poco.

Trabajemos con ella en la tarea de amor para nuestra redención, trabajo que puede ser hecho palabra a palabra, pensamiento a pensamiento, emoción a emoción y plegaria a plegaria. Es un amor que añade energía al cariño; suma la disciplina indispensable a la corrección educativa tan necesaria a quién se habitua  al mal, añadiendo la esperanza y la certeza del triunfo del bien.

¡María, simplemente María!

 

Bibliografia:

(1) XAVIER, C. Francisco – Religião dos Espíritos – ditado pelo espírito Emmanuel -22ª edição -Brasília/DF/ Editora FEB -2013 – Item: A mulher perante o Cristo.

(2) XAVIER, C. Francisco – PEREIRA. A. Yvonne - Maria Mãe de Jesus – 1ª edição – São Paulo/SP/ Editora Aliança – 2007 – páginas 12,48,54,62,65 e 70.

E mais: XAVIER, C. Francisco – Boa Nova – ditado pelo espírito Humberto de Campos – 36ª edição – Brasília/DF/ Editora FEB -2013 – capítulo 30.

                  
Traducción:
Isabel Porras
isabelporras1@gmail.com

 

     
     

O Consolador
 Revista Semanal de Divulgação Espírita