En cierta ocasión, en
una región lejana, los
habitantes de una
pequeña aldea tomaron
conocimiento del mensaje
que Jesús había dejado
en la Tierra, invitando
a los hombres a la
mejora interior, al amor
al prójimo y a ayudar a
sus hermanos de jornada
en la Tierra.
Y, maravillados con las
enseñanzas del Maestro,
decidieron reunirse para
estudiarlas. El grupo
escogió un día de la
semana y el horario más
conveniente para los
trabajadores que
deseasen participar en
la reunión.
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Y así, en el día marcado
para el inicio de las
actividades del grupo,
todos se hicieron
presentes, llenos de
voluntad de aprender con
aquel Mensajero del
Cielo, que el Gran Padre
había enviado al planeta
para el pueblo carente
de conocimientos.
Las lecciones de Jesús
pasaron entonces a
servir de orientación a
todos los participantes
de la reunión que, de
mente abierta al
conocimiento y corazón
lleno de amor,
escuchaban las palabras
del Evangelio de Jesús,
con los ojos húmedos de
emoción y
reconocimiento.
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Otros habitantes de la
región, al oír hablar
del extraordinario
mensaje que Jesús había
traído al mundo, también
quisieron participar,
pero el grupo no aceptó,
pensando que los
desconocidos irían a
perturbar el ambiente.
Cuando los necesitados,
sufridos y afligidos,
tocaron a la puerta
donde se realizaba el
estudio del Evangelio,
carentes de información
y de socorro, pues no
tenían qué comer,
requiriendo ayuda para
sus enfermedades y para
sus necesidades de
conocimiento, se les
cerró las puertas, para
que no perturbaran el
ambiente pacífico en que
vivían.
Y tanto se apasionaron
por el Evangelio de
Jesús que desearon
conservarlo puro,
rogando al Maestro que
los auxiliara en la
transformación moral de
cada compañero, a fin de
ser dignos estudiantes
de su doctrina.
Tanto rogaron socorro al
Gran Maestro, pidiéndole
que los orientara para
que fueran dignos
trabajadores de su mies,
que cierta vez Jesús
apareció en medio de
ellos, en plena luz del
día.
Maravillados, los fieles
se arrodillaron a sus
pies, con las cabezas en
el piso, El Maestro,
lleno de piedad, los
miró con tristeza y, sin
decir nada, caminó fuera
de la sala donde se
reunían.
Afligidos, viendo que el
Maestro se alejaban de
ellos, el orientador del
grupo suplicó en voz
alta:
- ¡Jesús! Tanto te
esperamos con los
corazones llenos de
amor, ¿y te alejas de
nosotros? ¡Necesitamos
tu orientación! ¡Tu
Evangelio es luz en
nuestras almas y
deseamos seguir tus
pasos! ¡Quédate con
nosotros, Maestro
querido!
Con suavidad, Jesús se
detuvo, se volteó hacia
el grupo, arrodillados a
sus pies y, lleno de
compasión habló:
- Mi doctrina es de
amor, paz y compasión.
Noto que han estudiado
mis palabras, pero no
las han comprendido. Yo
vine para los
necesitados del camino,
para los que sufren y
lloran, para los que
carecen de misericordia
y de amor en sus
existencias. Voy al
encuentro de las
miserias humanas, a
ayudar a los pobres del
camino, a aquellos que
mueren a falta de un
pe- |
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dazo de pan, de
consuelo, de
ayuda. Ellos son
mis elegidos,
porque son los
que lloran y
gimen sin tener
nada.
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Después de estas
palabras, el Maestro se
calló y salió por la
puerta abierta, yendo al
encuentro de la multitud
de necesitados que ahí
estaban arrodillados,
aguardando la piedad
ajena.
Los participantes del
grupo de estudio del
Evangelio de Jesús
salieron también,
acompañando al Maestro.
Y, con sorpresa, vieron
cuando Él se acercó a
los necesitados del
camino, tocando sus
cabezas con sus manos
misericordiosas,
conversando con ellos,
orientándoles y
enseñándoles a confiar
en Dios, el Gran Padre.
Repartió el pan de la
bondad divina y todos
quedaron saciados,
mirándolo con amor.
Y el grupo que se reunía
para estudiar el
Evangelio de Jesús
entendió que lo más
importante era el amor
que se extiende a todos
los sufridos del camino.
Jesús se alejó,
desapareciendo de su
vista. Sin embargo,
ahora, habiendo
entendido la verdadera
tarea que les
correspondía realizar,
el grupo se dispuso a
salir a las calles en
busca de los pobres y
necesitados de amor y
luz.
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, el
21/12/2015.)
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