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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 10 - N° 473 - 10 de Julio de 2016

Traducción
Carmen Morante - carmen.morante9512@gmail.com
 

 

El amigo Vicente

 

Había un joven llamado Vicente que deseaba servir a Dios. Como había adquirido muchos conocimientos, decidió atender a las personas que necesitaran orientación para sus problemas.

Era pobre, pero arregló su pequeña casa, lavándola y limpiándola bien; consiguió una mesita y la llevó a la sala con dos sillas: una para él y otra para quien fuera a atender. Después pintó un cartel poniéndose a disposición de quien precisara de ayuda, que colocó en la entrada de la casa, dejando la puerta abierta.

Poco después entró un joven. Venía necesitado de ayuda; estaba perturbado y no sabía qué hacer en la vida. El socorrista lo escuchó atentamente, hizo algunas preguntas y después lo orientó como juicio más indicado. José dejó de llorar y sonrió. ¡Sí! Necesitaba cambiar su vida y dedicarse más a asuntos serios, limpiando su mente de cosas negativas. Se despidió de él, abrazándolo con gratitud.

Al día siguiente, llegó una señora llorando mucho. Había peleado con el marido y estaba deseando separarse de él. Después de contar lo que había pasado, ella preguntó:
 

- ¿No cree que hice bien en abandonar mi casa?

Y el socorrista con delicadeza preguntó si aquello era lo que ella deseaba, y la señora respondió:

- No. Amo mi casa, mis hijos y no puedo abandonarlos. ¡Mi marido siempre fue bueno, amoroso, y no entiendo qué está pasando con él!...
 

- Entonces, ¿no cree que sería bueno darle una nueva oportunidad a su marido? Converse con él, pregúntele qué le está pasando y, si fuera el caso, intente ayudarlo. Después de todo, él es el padre de sus hijos y usted lo ama, ¿verdad?

La señora sonrió entre lágrimas, y se secó el rostro, agradecida con el joven por la ayuda, afirmando:

- ¡Muchas gracias! Le agradezco por la ayuda. ¡Usted me devolvió la vida! No sería feliz abandonando a mi marido. Después de todo, tengo dos hijos que necesitan de su padre.

La señora salió y nuestro joven amigo de nuevo se sintió gratificado por haber ayudado a dos personas en solo un día de trabajo. Satisfecho, oró agradeciendo a Jesús por las personas que le había mandado.

Algunos días después, al frente de su casa había una fila de personas que esperaban bajo el fuerte sol para ser atendidas. Satisfecho, él atendía a todos los necesitados. Eran personas con problemas emocionales, faltas de recursos, cuestiones existenciales, peleas con los vecinos o familiares, personas que necesitaban tomar una actitud y no sabían qué hacer, entre otras cosas.

Feliz, nuestro socorrista empleaba todo su tiempo para conversar con el pueblo que lo buscaba. Su vida continuaba de la misma forma, pues no tenía tiempo para sí mismo. Trabajaba tanto que no veía el día pasar; no se alimentaba, no descansaba y ni en las noches los necesitados le daban tregua.

Así, una mañana particular, los necesitados estaban en la fila hacía algunas hora y el socorrista no abría la puerta. Cansados, decidieron tocar la puerta, ¡pero nadie atendía! Entonces tumbaron la puerta y, cuál no sería su sorpresa, al encontrar al socorrista echado en su cama.

- ¿Qué pasó? – le preguntaron.
 

- Creo que estoy enfermo – respondió el joven.

Alguien se rascó la cabeza y dijo:

- ¡Él trabajó tanto para atendernos que acabó por enfermarse!...

Los demás estuvieron de acuerdo. El socorrista se había enfermado por no

tener descanso, y alguien completó:  

- ¡Pues claro! ¡Él no comía, no descansaba y ni tenía una vida propia! ¡Desde el amanecer hasta tarde en la noche, estaba siempre trabajando para ayudarnos!...

Alguien pensó un poco y sugirió:

- Tienes razón. ¿Entonces qué podemos hacer nosotros por él? ¡Tenemos que ayudarlo como nos ha ayudado!

- ¡Ya sé! – dijo doña Mercedes – Cada uno de nosotros estará encargado de algo. Sebastián le traerá el desayuno; Pedro traerá el almuerzo y Joaquina la cena, y yo haré limpieza de la casa. En cuanto a los demás, podrán ayudarlo haciéndole compañía.

Todos aplaudieron la propuesta de doña Mercedes y se pusieron a trabajar. Entonces, como Vicente debía estar sin comer hacía muchas horas, hicieron ahí mismo el desayuno, reuniendo lo que cada uno tenía en sus casas y trayéndoselo al pobre enfermo.

El deseo de ayudar a quien tanto los había ayudado en sus dificultades hizo que ellos cambiaran de actitud. Ahora eran ellos quienes ayudaban al socorrista, de quien no sabían ni cómo se llamaba. Cuando alguien preguntó, él respondió con voz débil:

- Mi nombre es Vicente.

Ese nombre sonó  tan extraño en aquel momento porque solamente lo llamaban Socorrista. Llenos de vergüenza, notaron cuánto ese joven había hecho por ellos, sin siquiera saber su nombre.

De ahí en adelante, Vicente tuvo su casa siempre llena de amigos. Aquellos a quienes había ayudado ahora lo ayudaban también, turnándose para hacerle compañía, para llenar su despensa que estaba vacía, darle su medicina, comida, lavarle la ropa y plancharla, o simplemente para conversar con él, pues era de trato muy agradable.

En poco tiempo, se habían vuelto tan amigos que no dejaban más la casa de Vicente. Era un gusto visitarlo y conversar con él, pues tenía siempre una palabra correcta para cada uno.

Un día quisieron saber por qué razón él era como era, siempre amable, deseoso de ayudar a quien lo necesitara, y Vicente les explicó que era espírita y los invitó:

- ¿Quieren hacer conmigo el estudio del Evangelio en el Hogar?

Ellos aceptaron la invitación con alegría, pues tenían confianza en su amigo Vicente. Y desde ese día, todas las semanas se reunían en su casa para el Evangelio en el Hogar.

MEIMEI

(Recibida por Célia X. de Camargo, el 06/06/2016.)

           
                                                   
 



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