Había un joven llamado
Vicente que deseaba
servir a Dios. Como
había adquirido muchos
conocimientos, decidió
atender a las personas
que necesitaran
orientación para sus
problemas.
Era pobre, pero arregló
su pequeña casa,
lavándola y limpiándola
bien; consiguió una
mesita y la llevó a la
sala con dos sillas: una
para él y otra para
quien fuera a atender.
Después pintó un cartel
poniéndose a disposición
de quien precisara de
ayuda, que colocó en la
entrada de la casa,
dejando la puerta
abierta.
Poco después entró un
joven.
Venía necesitado de
ayuda; estaba perturbado
y no sabía qué hacer en
la vida. El socorrista
lo escuchó atentamente,
hizo algunas preguntas y
después lo orientó como
juicio más indicado.
José dejó de llorar y
sonrió. ¡Sí! Necesitaba
cambiar su vida y
dedicarse más a asuntos
serios, limpiando su
mente de cosas
negativas.
Se
despidió de él,
abrazándolo con
gratitud.
Al día siguiente, llegó
una señora llorando
mucho. Había peleado con
el marido y estaba
deseando separarse de
él. Después de contar lo
que había pasado, ella
preguntó:
- ¿No cree que hice bien
en abandonar mi casa?
Y el socorrista con
delicadeza preguntó si
aquello era lo que ella
deseaba, y la señora
respondió:
- No. Amo mi casa, mis
hijos y no puedo
abandonarlos. ¡Mi marido
siempre fue bueno,
amoroso, y no entiendo
qué está pasando con
él!...
|
|
- Entonces, ¿no cree que
sería bueno darle una
nueva oportunidad a su
marido? Converse con él,
pregúntele qué le está
pasando y, si fuera el
caso, intente ayudarlo.
Después de todo, él es
el padre de sus hijos y
usted lo ama, ¿verdad? |
La señora sonrió entre
lágrimas, y se secó el
rostro, agradecida con
el joven por la ayuda,
afirmando:
- ¡Muchas gracias! Le
agradezco por la ayuda.
¡Usted me devolvió la
vida! No sería feliz
abandonando a mi marido.
Después de todo, tengo
dos hijos que necesitan
de su padre.
La señora salió y
nuestro joven amigo de
nuevo se sintió
gratificado por haber
ayudado a dos personas
en solo un día de
trabajo. Satisfecho, oró
agradeciendo a Jesús por
las personas que le
había mandado.
Algunos días después, al
frente de su casa había
una fila de personas que
esperaban bajo el fuerte
sol para ser atendidas.
Satisfecho, él atendía a
todos los necesitados.
Eran personas con
problemas emocionales,
faltas de recursos,
cuestiones
existenciales, peleas
con los vecinos o
familiares, personas que
necesitaban tomar una
actitud y no sabían qué
hacer, entre otras
cosas.
Feliz, nuestro
socorrista empleaba todo
su tiempo para conversar
con el pueblo que lo
buscaba. Su vida
continuaba de la misma
forma, pues no tenía
tiempo para sí mismo.
Trabajaba tanto que no
veía el día pasar; no se
alimentaba, no
descansaba y ni en las
noches los necesitados
le daban tregua.
Así, una mañana
particular, los
necesitados estaban en
la fila hacía algunas
hora y el socorrista no
abría la puerta.
Cansados, decidieron
tocar la puerta, ¡pero
nadie atendía! Entonces
tumbaron la puerta y,
cuál no sería su
sorpresa, al encontrar
al socorrista echado en
su cama.
- ¿Qué pasó? – le
preguntaron.
- Creo que estoy enfermo
– respondió el joven.
Alguien se rascó la
cabeza y dijo:
- ¡Él trabajó tanto para
atendernos que acabó por
enfermarse!...
Los demás estuvieron de
acuerdo. El socorrista
se había enfermado por
no
|
|
tener descanso,
y alguien
completó:
|
|
- ¡Pues claro! ¡Él no
comía, no descansaba y
ni tenía una vida
propia! ¡Desde el
amanecer hasta tarde en
la noche, estaba siempre
trabajando para
ayudarnos!...
Alguien pensó un poco y
sugirió:
- Tienes razón.
¿Entonces qué podemos
hacer nosotros por él?
¡Tenemos que ayudarlo
como nos ha ayudado!
- ¡Ya sé! – dijo doña
Mercedes – Cada uno de
nosotros estará
encargado de algo.
Sebastián le traerá el
desayuno; Pedro traerá
el almuerzo y Joaquina
la cena, y yo haré
limpieza de la casa. En
cuanto a los demás,
podrán ayudarlo
haciéndole compañía.
Todos aplaudieron la
propuesta de doña
Mercedes y se pusieron a
trabajar. Entonces, como
Vicente debía estar sin
comer hacía muchas
horas, hicieron ahí
mismo el desayuno,
reuniendo lo que cada
uno tenía en sus casas y
trayéndoselo al pobre
enfermo.
El deseo de ayudar a
quien tanto los había
ayudado en sus
dificultades hizo que
ellos cambiaran de
actitud. Ahora eran
ellos quienes ayudaban
al socorrista, de quien
no sabían ni cómo se
llamaba. Cuando alguien
preguntó, él respondió
con voz débil:
- Mi nombre es Vicente.
Ese nombre sonó tan
extraño en aquel momento
porque solamente lo
llamaban Socorrista.
Llenos de vergüenza,
notaron cuánto ese joven
había hecho por ellos,
sin siquiera saber su
nombre.
De ahí en adelante,
Vicente tuvo su casa
siempre llena de amigos.
Aquellos a quienes había
ayudado ahora lo
ayudaban también,
turnándose para hacerle
compañía, para llenar su
despensa que estaba
vacía, darle su
medicina, comida,
lavarle la ropa y
plancharla, o
simplemente para
conversar con él, pues
era de trato muy
agradable.
En poco tiempo, se
habían vuelto tan amigos
que no dejaban más la
casa de Vicente. Era un
gusto visitarlo y
conversar con él, pues
tenía siempre una
palabra correcta para
cada uno.
Un día quisieron saber
por qué razón él era
como era, siempre
amable, deseoso de
ayudar a quien lo
necesitara, y Vicente
les explicó que era
espírita y los invitó:
- ¿Quieren hacer conmigo
el estudio del Evangelio
en el Hogar?
Ellos aceptaron la
invitación con alegría,
pues tenían confianza en
su amigo Vicente. Y
desde ese día, todas las
semanas se reunían en su
casa para el Evangelio
en el Hogar.
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, el
06/06/2016.)
|