Lucas, de doce años de
edad, tenía muchos
deseos de pintar. Le
encantaban los paisajes
floridos, el amanecer o
el anochecer, las
flores, casas, animales,
aves y todo lo demás que
podía ser colocado en un
lienzo.
Sin embargo, él nunca
había tenido oportunidad
de aprender a pintar.
Entonces, un día, con
mucha esperanza, le
pidió dinero a su papá,
compró algunas hojas de
papel adecuadas para
pintar, pinturas,
pinceles y se puso a
dibujar. Antes de
comenzar, hizo una
oración:
- ¡Amigo
Jesús!
Quiero pintar, pero
necesito mucha ayuda,
pues nunca he trabajado
con pinturas y no sé
cómo hacer esto. Ayúdame
y te estaré eternamente
agradecido. ¡Gracias,
Señor!
Después de esa oración,
Lucas hizo un bosquejo
de aquello que tenía en
mente y se puso a
pintar. Al comienzo
sintió cierta
dificultad, pero a
medida que la imagen
ganaba forma él se
alegraba, y no paró
hasta que terminó su
trabajo. ¡Había quedado
lindo! Era un camino
bordeado por árboles
floridos.
Satisfecho, Lucas le
mostró a su mama lo que
había hecho y ella se
quedó maravillada con el
cuadro.
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- Mamá, ¿crees que quedó
bien? |
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- ¡Quedó excelente,
Lucas! ¡Felicidades,
hijo mío! Tienes talento
para pintar.
Lucas mostró el cuadro a
algunas personas, a
quienes les gustó mucho,
y una de ellas le pidió
que pintara algo para
ella también. Al
terminar, Lucas recibió
un pago por el trabajo.
Avergonzado, le dijo a
la señora que no
necesitaba que le pagara
nada, a lo que ella
respondió:
- ¿Cómo que no, Lucas?
¡Tú eres un verdadero
artista! ¡Si no quieres
quedarte con el dinero,
úsalo como quieras! Pero
tú trabajaste y te lo
mereces.
Lucas salió de esa casa
pensando: “Bien, si las
personas quisieron darme
dinero por la pintura,
yo puedo dárselo a quien
realmente lo necesita.”
Y así, Lucas empezó a
ganar dinero con sus
cuadros. Al mismo
tiempo, se puso a
observar a las personas.
Si veía a alguien triste
sentado en un banco del
jardín, se detenía y
conversaba con esa
persona.
Cierto día, encontró a
un hombre harapiento que
parecía hambriento y
triste, y le preguntó
por qué estaba así.
El mendigo
respondió:
- ¡Es que perdí mi
trabajo y ahora no sé
qué hacer! ¡Mis hijos
piden comida y yo no
tengo qué darles!... Por
eso estoy muy triste.
Lucas preguntó su
dirección y le dijo que
no se preocupara, pues
Jesús lo ayudaría.
Lucas fue a su casa,
tomó un poco de la
ganancia que tenía
guardada y, colocándolo
en un sobre, fue hasta
una casa de las afueras
y colocó el sobre debajo
de la puerta, sin que
nadie lo viera.
Otro día, vio un joven
de su edad que, sentado
en la acera, estaba
llorando. Se acercó a él
y comenzaron a
conversar. Se enteró que
ese joven, Julio, tenía
a su madre enferma y
necesitaba medicinas,
además de comida, pues
sus hermanos eran
pequeños y él necesitaba
cuidarlos. Entonces,
Lucas le preguntó dónde
vivía y, después, dejó
una cantidad debajo de
la puerta.
Así, nuestro Lucas fue
pintando cada vez más.
Cuando la persona
preguntaba cuánto era
por el cuadro, él decía:
“¡No necesita darme
nada, pero si insiste,
deme cualquier cosa!”
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Ahora ya no se
incomodaba cuando
querían pagarle por las
pinturas, pues era
dinero bendecido que él
recibía y entregaba a
quien lo necesitara. Sea
un viejito que
necesitaba de medicina,
una mujer enferma que
necesitaba ir al médico,
un padre desempleado y
mucho más. En fin, él
ayudaba a todos sin que
supieran quién los había
socorrido.
Su mamá, al verlo tan
involucrado con las
pinturas y llegando con
el dinero en mano, le
decía:
- ¡Felicidades, hijo mío!
¡Te estás volviendo un
gran pintor! Debes tener
una buena suma guardada,
¿no? ¡Ya puedes comprar
ropa, zapatos y lo que
desees!
Lucas miró a su mamá y
sonrió, afirmando:
- Te engañas, mamá. ¡No
tengo nada guardado!
- ¿Cómo así? ¡Te pagan
bien por tus pinturas,
Lucas!
- Es verdad, mamá, pero
doy todo lo que recibo.
No me quedo con nada.
- ¡¿Por qué?!... –
preguntó la mamá,
sorprendida.
El muchacho prensó un
poco y respondió:
- Mamá, yo no quería
recibir nada por mis
cuadros, pero una señora
me convenció cuando me
dijo que si no me quería
quedar con el dinero,
que lo usara de alguna
forma. Y es lo que he
hecho, con mucha
satisfacción.
La mamá vio que su hijo
no quería hablar de lo
que estaba haciendo con
su dinero, entonces se
calló, aceptando su
voluntad.
Un día, ella había
salido para hacer unas
compras y vio a Lucas
conversando con alguien;
luego ellos se
despidieron y ella,
curiosa, siguió a su
hijo, que tomaba otro
camino.
Sin que Lucas lo viera,
la mamá se dio cuenta
que él se detenía en una
casa muy pobre y,
sacando un sobre de su
mochila, abrió la reja y
lo colocó debajo de la
puerta, y después se
retiró muy feliz.
La mamá se escondió para
que él no la viera y
volvió rápido a su casa.
Cuando llegó, Lucas
encontró a su mamá en la
cocina comenzando a
hacer el almuerzo. La
abrazó, feliz, y dijo:
- Comencé bien mi día,
mamá. ¡Gracias a Jesús!
La mamá abrazó al hijo,
con lágrimas en los
ojos, y dijo:
- ¡Lucas, eres el mejor
hijo que alguien
puediera tener!
¿Quién te ha orientado?
Al escuchar eso, Lucas
sonrió y respondió:
- Jesús me ha ayudado
siempre que necesito,
mamá.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, aos
13/6/2016.)
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