Entre todos los niños de
la clase, solo Octavio y
Manuel no se llevaban
bien.
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Vivían pelándose, sin
llegar a entenderse. Si
uno quería jugar con la
pelota, el otro quería
correr; si uno invitaba
a una partida de vóley,
el otro quería fútbol.
No se entendían nunca y,
a menudo, recurrían a
golpes y patadas.
La profesora,
preocupada, no sabía qué
más hacer para cambiar
esa situación.
Un día decidió llevar a
la clase a un paseo por
un bosque muy bonito,
cerca de la ciudad.
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Para entrenar la
orientación espacial y
atención, dividió a los
alumnos en grupos de
dos, acordando que se
encontrarían todos en un
mismo lugar, previamente
acordado, dentro de una
hora.
Al dividir las parejas,
colocó a Octavio y
Manuel juntos, para
acercarlos más uno del
otro.
Dada la señal, tomando
rumbos diferentes, los
pequeños grupos se
internaron en el bosque.
Al retornar, tendrían
que contar a los demás
alumnos lo que habían
observado y les parecía
interesante en el
recorrido hecho.
Octavio y Manuel iban
profundamente molestos.
De tantas personas, ¿por
qué ellos tenían que
terminar en el mismo
grupo?
Caminaron bastante,
peleando todo el tiempo.
Si Octavio quería ir por
un camino, Manuel
deseaba ir por otro.
Así, acabaron alejándose
del camino y se
adentraron en medio del
bosque. Por pelear, no
prestaron la debida
atención al suelo y, de
repente, cayeron en un
gran agujero medio
escondido por el
follaje.
Al principio,
discutieron bastante,
acusándose mutuamente
por la situación en la
que estaban, y acabaron
luchando y rodando al
fondo del agujero, entre
golpes.
Después de mucho pelear,
cansados, se sentaron en
el piso para recuperar
el aliento. Percibiendo
que esa actitud no iría
a ayudarlos, Octavio
sugirió:
- No sirve de nada
quedarnos aquí a pelear
y discutir. Tenemos que
unirnos para salir de
esta situación.
Vamos a gritar
pidiendo ayuda.
Por primera vez, Manuel
estuvo de acuerdo con su
compañero, y se pusieron
a gritar:
- ¡Socorro!
¡Socorro!... ¡Sáquenos
de aquí! ¿Alguien puede
oírnos?...
Gritaron... gritaron...
gritaron hasta quedarse
roncos. Pero todos
estaban lejos y nadie
podía oírlos. El agujero
era profundo y la
vegetación apagaba las
voces.
Exhaustos, se sentaron
para descansar.
- Bien, ¿qué haremos
ahora?
- No sé, pero creo que
necesitamos buscar una
forma de salir de aquí.
No podemos quedarnos
dependiendo de los demás
– consideró Manuel.
- Es verdad. Tengo una
idea – dijo Octavio.
- ¿Cuál es?
- El agujero es
profundo, pero no tanto.
Si trabajamos juntos,
lograremos salir. Creo
que puede funcionar –
explicó Octavio.
- ¿Cómo? – preguntó
Manuel.
- Vamos a hacer una
escalera. Yo me quedo
abajo y tú te subes en
mi hombro y, con algo de
esfuerzo, conseguirás
saltar hacia afuera.
Después, tú me ayudas a
salir también de este
agujero.
Así lo hicieron y, sin
demorar mucho, Manuel
estaba a salvo.
En seguida, agachándose,
extendió la mano, pero
no podía alcanzar la
mano de Octavio. Tuvo
una idea y avisó:
- Espera. Voy a buscar
un pedazo de liana o una
rama de árbol.
Así, en poco tiempo,
encontró una rama fuerte
y, usando todas sus
fuerzas, consiguió sacar
a Octavio del agujero.
Que alegría sintieron.
Estaban cansados, pero
aliviados y muy
satisfechos.
Se abrazaron,
agradeciéndose
mutuamente por la ayuda
recibida.
La profesora, que ya
estaba preocupada por su
demora, sorprendida vio
llegar a Manuel y
Octavio, sucios de
tierra, exhaustos, pero
abrazados. Asustada,
quiso saber qué había
sucedido y ellos
contaron a sus
compañeros la aventura
que habían vivido.
Cuando terminaron de
contar, Octavio miró a
Manuel y dijo:
- Gracias a Manuel estoy
aquí, ahora. Si no fuera
por él, no sé qué sería
de mí.
A lo que el otro
respondió:
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- Pero, si no fuera por
ti, Octavio, yo todavía
estaría allá, dentro de
ese agujero.
La profesora, conmovida,
reflexionó:
- La verdad es que sin
la unión de ustedes no
se habrían liberado.
Estoy feliz al ver que,
por fin, se entendieron.
Los dos niños se
miraron, afirmando:
- A partir de hoy,
profesora, seremos
buenos amigos, porque
nos dimos cuenta de que
solo la unión hace la
fuerza.
Tia Célia
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