En una región muy
remota, sobre lo alto de
una roca, había un
pequeño faro.
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En ese tramo de la
costa, el mar era muy
peligroso porque había
numerosas rocas que
podrían llevar a las
embarcaciones a
desastres de no darse
cuenta del peligro a
tiempo.
Por esa razón se
construyó el faro, para
que los barcos pasaran
seguros por el lugar.
Pero el pequeño faro
vivía triste. Hallaba su
vida muy monótona y
sentía una gran envidia
de las embarcaciones que
pasaban a lo lejos,
rumbo a lugares
distantes, de las
gaviotas que volaban
libres por los aires y
que podría
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conocer tierras
extrañas, y
hasta de las
estrellas que
contemplaba cada
noche brillando
en el
firmamento. |
Pero él vivía allí, sin
salir del lugar, día
tras día, noche tras
noche. Su única
distracción era que
todos los días, al
anochecer, el guardián
del faro, es decir, el
hombre que cuidaba de
él, venía a encender su
luz y se quedaba allí,
girando... girando...
girando...
El hombre que cuidaba
del faro vivía solo y
era la única persona que
existía en los
alrededores.
Un día, el guardián del
faro cayó enfermo en
cama, ardiendo en fiebre
y sin condiciones para
levantarse y realizar
sus tareas habituales.
Esa noche nadie encendió
la luz del faro.
El faro se sorprendió
por el suceso, pues
nunca antes había
ocurrido tal cosa, y se
sorprendió aún más de la
oscuridad que cubrió
todo.
Todo oscuro... oscuro...
Densas nubes cubrían el
cielo anunciando una
tempestad, y pronto un
fuerte viento comenzó a
soplar. En poco tiempo
cayó la lluvia
torrencial.
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Sin poder ver nada, sólo
escuchando el ruido de
la lluvia que caía y el
ruido de las olas del
mar que hacían chuá…
chuá….
chuá… el faro terminó
durmiéndose.
Al día siguiente, con
los primeros rayos del
sol, pudo ver lo que
había sucedido durante
la noche.
Una canoa fue arrastrada
por las olas del mar,
golpeándose contra las
rocas; un barco de
pescadores acostumbrados
al faro que les indicaba
el camino, golpeó contra
las rocas, hundiéndose.
Y hasta un gran navío,
que cubría su ruta hacia
tierras lejanas, también
se quedó atascado entre
las rocas, sin
posibilidades de salir.
Solo entonces, el
pequeño faro, al ver la
magnitud de la tragedia
que había ocurrido por
la falta de su luz, se
dio cuenta de qué
importante era su tarea.
Las personas fueron
rescatadas a tiempo, y
el guardián del faro fue
trasladado a un hospital
para recibir la atención
médica necesaria.
En su lugar, sin
embargo, se quedó un
sustituto, otra persona
responsable del faro,
hasta que el guardián
del faro estuviera sano
y listo para volver a
trabajar.
A partir de ese día, el
faro nunca más lamentó
su destino, cumpliendo
su tarea con buena
voluntad y amor.
Feliz, todas las noches
se le podía ver
girando... girando...
girando...
¡Y que viera a lo lejos,
podría notar que su luz
se había vuelto más
viva, más alegre y más
brillante!
TIA CÉLIA
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