Los desafíos de
la
transformación
moral
“Se reconoce el
verdadero
espírita por su
transformación
moral y por los
esfuerzos que
emplea para
domar sus
inclinaciones
malas”.
(El Evangelio
según el
Espiritismo, Cap.
XVII. Ítem 4)
Esta frase tan
conocida, pero
generalmente
incomprendida,
contiene dos
características
bien claras e
indispensables
para identificar
el verdadero
espírita. Son
como dos ejes,
un vertical,
otro horizontal.
El vertical
puede
caracterizar la
transformación
moral, como un
simple símbolo.
Así, la
transformación
moral indicaría
el nivel del
progreso
realizado.
Cuanto más
elevado, más
grande es el
desarrollo del
Espíritu. A
causa de eso,
tal vez, muchas
personas se
creen excluidas
de la categoría
de verdaderos
espíritas,
imaginando que
esa
“transformación
moral” sea
algo
extraordinario.
Pero no es así.
Ocurre como una
madre que
observa a su
hijo y dice: “Mi
hijo está más
paciente después
que empezó a
frecuentar la
iglesia.” Ése
“estar más
paciente” es
transformación
moral.
El eje
horizontal
indica el
progreso
realizado según
el tiempo.
Un proceso
paulatino,
constante, de
todos los días.
Es en ese eje
que está la
asertiva “por
los esfuerzos
que emplea para
domar sus
inclinaciones
malas”. Hay
aquí,
nuevamente, un
equívoco que se
queda evidente
cuando muchas
personas dicen,
al contrario de
“domar”,
“vencer”. Domar
una mala
inclinación es
bien diferente
de vencerla. El
secreto de la
comprensión de
esta frase es el
verbo domar.
Emmanuel nos
dice que es
“imprescindible
renunciar a
nuestros
pequeños deseos
que nos son
peculiares, para
alcanzar la
capacidad de
sacrificio que
estructurará
nuestra
evolución en los
más altos
niveles.”
Domar/renunciar,
vencer/sacrificar.
El inconsciente
es aquello que
realmente somos
y que
generalmente
desconocemos.
Para que
conozcamos a
nosotros mismos
es necesario
prestar atención
en nuestros
actos. Actos
comunes, actos
de habla y actos
en situaciones
singulares. Él
sería como un
caballo salvaje,
que cumple
domarlo. Por el
contrario,
seríamos
causadores de
daños a nosotros
mismos y a los
otros,
especialmente en
la esfera
íntima. Como
buenos
caballeros,
después de
averiguar los
problemas que
deben ser
solucionados,
nos colocamos en
el trabajo de
domar. No es tan
fácil cuanto
parezca, porque
nuestro
inconsciente
quiere
manifestarse
libremente,
buscando siempre
la realización
de deseos o de
morbidez. Cuando
finalmente
logramos
domarlo, aún así
es él que nos
lleva, pero
obedeciendo a
nuestro comando
y a la dirección
que le
indicamos.
Percibimos,
entonces, que
los deseos
continúan los
mismos, pero
renunciamos a su
manifestación, y
tomamos la
energía de esos
deseos para la
construcción de
actos
superiores.
Allan Kardec,
treinta años
antes del
psicoanálisis,
comprendió muy
bien ese matiz
entre domar y
vencer. De
hecho, aún no
somos capaces de
vencer nuestras
malas
tendencias, pero
podemos
renunciar a su
manifestación.
Aquello que fue
traducido por
casi todos como
el origen de
nuestras
tentaciones con
el término
“concupiscencia”
debería ser
traducido por
“deseos
ardientes”,
porque viene del
verbo latino
concupisco
(desear
ardientemente),
de donde nos
vendría, en
latín tardío, el
término
concupiscentia.
La renuncia,
como dice
Emmanuel, es una
especie de
entrenamiento
que nos
permitirá, en el
futuro,
sacrificar los
deseos malos.
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