Cierto día, la mamá de
Felipe, un niño de diez
años, conversaba con una
profesora reclamándole
las notas bajas que su
hijo había traído en su
libreta de notas.
Nerviosa, desahogaba su
insatisfacción con la
profesora. Le hablaba
sobre la falta de
cuidados en la educación
de los niños, alegando
que su hijo no estaba
recibiendo la atención
adecuada.
La profesora D. Yolanda,
con paciencia, le
explicaba que el
aprendizaje depende de
cada alumno, de la
manera cómo recibe las
enseñanzas y de la buena
voluntad que demuestre
para aprender.
La mamá, descontenta, no
estaba de acuerdo con
esa teoría.
Caminando por el
corredor, pasaron por la
biblioteca donde tres
alumnos hacían sus
tareas después de
clases. Para dar un
ejemplo, la profesora le
preguntó al
primero:
- ¿Qué estás haciendo?
El niño, irritado,
respondió:
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- Estoy castigado,
haciendo esta tarea
aburrida que tenía que
haber entregado ayer.
¡Ahora no puedo ni salir
a jugar! |
- ¿Y tú? – preguntó al
segundo.
- ¡Hago la tarea porque
no quiero tener cero!
Después voy a jugar
pelota con mis amigos –
respondió agobiado.
- ¿Y tú? – preguntó al
tercer niño.
El muchacho, sonriente,
respondió de buena
manera:
- ¡Ah! ¡Estoy haciendo
estos ejercicios porque
quiero aprender! La
profesora terminó de
explicar este tema y
estoy reforzándolo para
no olvidar lo que
aprendí en clase.
Volviéndose hacia la
mamá, que observaba la
escena callada, la
profesora concluyó:
- ¿Se dio cuenta? El
contenido es el mismo,
pero la reacción y la
motivación de los tres
alumnos es completamente
diferente.
La mamá se disculpó,
cabizbaja, reconociendo
que la profesora tenía
razón.
- En el fondo, sé que a
mi hijo no le gusta
estudiar y que la falta
de rendimiento es su
culpa. Pero somos pobres
y me preocupo por su
futuro, porque veo que
él no se interesa en
aprender.
¿Qué puedo hacer?
La profesora D. Yolanda
pensó un poco y
consideró:
- Averigüe qué le gusta,
qué le hace feliz.
En el camino a casa la
mamá pensó bastante, y
al final se dio cuenta.
Hace tiempo Felipe
quería una computadora y
ella no le había
prestado atención,
creyendo que era dinero
mal gastado.
Ese mismo día conversó
con su marido y
decidieron complacer el
deseo de su hijo.
Tendrían que hacer un
gran esfuerzo y trabajar
aún más para pagar la
computadora, pero tal
vez valdría la pena.
Antes de acostarse, el
papá llamó a Felipe y le
dijo:
- Hijo mío, sabemos que
quieres una computadora,
pero no has hecho nada
para merecerlo. Mejora
tu rendimiento en la
escuela y podremos
pensar en el asunto.
Más animado con esa
promesa, al día
siguiente Guillermo se
levantó muy dispuesto y
decidido a esforzarse.
En la escuela su
comportamiento fue
diferente, intentando
poner más atención en
las clases. En casa,
hacía sus tareas
escolares y después
estudiaba el curso.
Con el pasar de los
días, empezó a gustarle
el estudio y tomó
afición por los libros.
Resultado: cuando trajo
la libreta de notas,
orgulloso, las
calificaciones eran
mucho mejores y los
papás se pusieron muy
felices.
Al día siguiente, cuando
Guillermo volvió de la
escuela - ¡sorpresa! –
¡encontró una
computadora ya instalada
y con todos los equipos!
Con los ojos abiertos
por el asombro, se
volvió hacia sus padres
que lo observaban desde
la puerta:
- ¡Es tuyo, hijo mío! –
confirmó el papá.
Felipe los abrazó con
lágrimas en los ojos:
- ¡Gracias, papá! ¡Era
lo que más quería!
Sin embargo, con duda,
miró a sus papás:
- Les agradezco el
regalo. Pero sé cuánto
tiene que haber costado.
Miren, en verdad, ya
consiguieron su
objetivo. Ahora, de
verdad, he aprendido el
gusto por el estudio.
¡Ya no era necesario que
me den una computadora!
- Te lo has ganado, hijo
mío.
Es tuyo.
Felipe, más tranquilo,
reflexionó:
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- Bien, si es así, ahora
necesito hacer cursos
para aprender a usar la
computadora. Después,
voy a poder ganar dinero
con ella y devolverles
un poco de lo mucho que
ustedes me han dado todo
este tiempo.
Los padres, emocionados,
consideraron que el
valor del regalo era
pequeño ante la
felicidad que veían en
su hijo.
Regresando a la escuela
para agradecer a D.
Yolanda por su ayuda, la
mamá, que antes solo
recibía quejas,
satisfecha escuchó a la
profesora:
- ¡Felicitaciones! Su
hijo ha cambiado mucho.
¡Parece un milagro!
¿Cómo lo consiguió?
La mamá sonrió y le
dijo:
- Muy sencillo.
Con cariño, atención y
estímulo. ¡Y una
computadora,
naturalmente!
Tia Célia
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