Carlos estaba en
la
preadolescencia,
edad en que la
rebeldía y la
irritación eran
constantes. Se
quejaba de todo
y nunca estaba
contento con
nada. Reclamaba
de la familia,
de la escuela,
de la comida, de
las ropas, de la
casa, de los
amigos.
En razón de eso,
las personas
comenzaron a
apartarse de el,
pues no hay a
quien le guste
alguien siempre
malhumorado.
Cierto día, el
estaba
particularmente
desagradable.
Había peleado
con su hermanita,
roto un saltador
de ella a
propósito y
pegado al
cachorro.
La madre lo
reprendió con
cariño,
diciendo:
– Hijo mio, para
vivir bien con
las personas, es
preciso que
aprendamos a
amar y a
respetar a todos
los que conviven
con nosotros y a
todo lo que nos
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rodea. Todos
nosotros lo
amamos, pero
nadie está
obligado a
aguantar su mal
humor constante.
¿Qué es lo que
le está pasando? |
¡Usted tiene de
todo y esta
siempre asqueado!
Deje de ser tan
egoísta. Tiene
gente que
tienen menos
que usted y no
reclaman. ¡Piense
en eso!
Carlos rojo de
rabia, y más
irritado aun con
las palabras de
la madre, se
aparto
refunfuñando:
– ¡Nadie me
entiende en esta
casa! ¡Todo es
por culpa mía!
Atravesó el
jardín para
salir; al abrir
el portón, paró,
viendo a un
chaval en la
calle.
En otra ocasión,
el habría
acorralado al
niño.
Contra su
voluntad, sin
embargo, quedo
pensativo. Las
palabras de la
madre
continuaban
vibrando en sus
oídos. Sabía que
tenía razón.
Sentía a sus
amigos
distantes,
evitando
aproximarse a el;
la hermanita que
siempre lo, lo
estimaba, ahora
lo miraba
recelosa.
– Tengo hambre.
¿Tiene pan duro?
– preguntó el
chaval con la
mirada triste.
Las palabras del
niño lo tocaron
hondo. Debe ser
muy duro sentir
hambre – pensó.
Con el corazón
más calmado,
Carlos entró
corriendo y
volvió enseguida
con un poco de
leche y un
bocadillo que el
mismo había
preparado.
Mientras el niño
comía, se sentó
cerca de el en
la calzada, y se
puso a
conversar.
– Mi nombre
es Carlos. ¿Y el
suyo? –
pregunto.
– Pedro.
– ¿Y donde
vives, Pedro?-
pregunto.
– Moro en un
barrio bien
apartado, con
unas personas
que me acogieron.
No tengo familia
– dijo el
chavalillo,
bajando la
cabeza,
tristoncillo.
Al ver Pedro
lamentar no
tener familia,
Carlos replico,
sin pensar:
– ¡Lo envidio a
usted; Pedro.
Tener familia es
muy chungo!
Especialmente
madre, que
regaña mucho
con motivo según
la gente. ¡Asimismo
me gustaría
vivir solito!
El chaval irguió
la cabeza y
Carlos percibió
que sus ojos
estaban llenos
de lágrimas.
– Usted no sabe
lo que es vivir
solito, Carlos.
No tener una
casa, no tener
familia, no
tener padre, ni
madre; no tener
a alguien que le
haga un cariño,
que lo oriente,
hasta que riña
con usted.
Alguien con
quien usted
pueda conversar
hablar de sus
problemas, de
sus dudas.
Alguien que,
cuando usted
este enfermo, le
de el remedio y
se quede a su
lado. Usted no
sabe lo que es
estar solo.
Especialmente,
sin tener una
madre.
Carlos percibió
que dio una
patada, y,
constreñido
concordó:
– Tiene razón,
Pedro. Hablé sin
pensar. ¿Más, y
la familia que
lo acogió? ¿No
es buena?
– Es muy buena.
Mira, no conocí
a mi padre, y
cuando mi madre
quedo enferma y
murió, esa
familia me
socorrió.
Entonces, no
quiero ser
ingrato, debo
mucho a ella. A
pesar de
extremadamente
pobre, me ayudo
cuando más lo
precise. Más no
es la misma
cosa. Siento
falta de “mi
madre”,
¿entiende?
– Entiendo.
En aquel momento
es cuando Carlos
sintió la
importancia de
tener una
familia, de
tener una madre.
Su corazón se
llenó de un
sentimiento
nuevo que
brotaba en su
interior y del
cual es se diera
cuenta,
preocupado
consigo mismo:
EL AMOR.
Los dos niños no
percibieron que,
allí mismo,
abrazándolos con
amor, estaba la
madrecita de
Pedro,
desencarnada.
En la mente de
Carlos brotaba
una idea. Una
inmensa
compasión por
Pedro que hizo
que lo invitase
a entrar.
– Venga. Quiero
que conozca a mi
madre.
Entraron. Carlos
presentó a Pedro
a la madrecita.
El estaba tan
diferente,
emocionado, que
ella percibió
luego que algo
había acontecido
con el hijo.
– Sea bienvenido,
Pedro. ¿Más, que
oigo, de mi hijo?
– ¿Mama! Se que
el día de las
Madres se
aproxima y
acostumbro a
darle un
presente. ¿a
señora aceptará
cualquier
presente que yo
le desee?
– ¡Claro, hijo
mio! Sin
embargo, no
preciso de
regalos. ¡Los
tengo a
ustedes!
– Más yo quiero
darle un
presente,
madre.
– Sea lo que sea,
acepto con
placer, hijo
mio.
Aproximándose a
Pedro, que lo
oía la
conversación sin
entender nada,
Carlos coloco el
brazo en sus
hombros, y, con
los ojos llenos
de agua, hablo:
– ¿Aceptas un
nuevo hijo,
mama? ¡De
castigo, tendré
otro hermano!
– ¿Más… y la
familia de
Pedro, hijo
mio?
Carlos contó a
la madre la
situación del
nuevo amigo, más
ella, aun con
duda, cuestiono:
– ¿Pedro, y esa
familia con la
cual usted mora?
¡Son sus amigos!
¿No
quedaran
tristes sin
usted?
Sorprendido y
encantado con la
idea de Carlos,
sin poder ni
acreditar en esa
felicidad, el
respondió:
– No, señora.
Son mis amigos
si, me gusta
mucho ellos y
estare siempre
agradecido. Me
ayudaron en una
hora de
necesidad,
cuando mi madre
murió y quede
solo. Más
acredito que
para ellos seria
un alivio no
tener una boca
más que
alimentar. Sabe
como es, la vida
esta tan
difícil…
– ¿Y a usted le
gustaría morar
con nosotros? ¡Bien,
parece que
Carlitos no
pidió su opinión
y precisamos
saber lo que
usted realmente
desea!
El niño sonrió,
emocionado:
– ¡Yo seria muy
feliz de tener
una nueva
familia!
También
conmovida con la
situación de
Pedro, la madre
no tuvo más
dudas. Corrió
para ellos,
abrazándolos,
emocionada
diciendo al
hijo:
– Carlos, su
padre y yo
siempre quisimos
adoptar un hijo
más, sin embargo
teníamos miedo
por su reacción.
Su padre y su
hermanita
también quedaran
muy felices.
Después,
dirigiéndose a
Pedro,
completo:
– Sea bien
venido, hijo
mio, a su nuevo
hogar.
Y aquel día, la
alegría voltio a
aquella casa,
con las
bendiciones de
Dios.
Carlos se torno
un muchacho más
comprensivo, con
buen humor y
feliz, porque
dejó de pensar
apenas en si
mismo,
extendiendo amor
a otro más
necesitado.
Algunos días
después,
reunidos para
almorzar, la
familia actual y
aquella que
ayudó a Pedro,
conmemoraron el
Día de las
Madres juntos,
como si todos
fuesen parte de
una única
familia.
Allí, junto a
ellos, radiante
de alegría
estaba la
madrecita de
Pedro, que
envolvió a todos
con infinito
amor y gratitud.
Tía Celia
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