Morando en una casa
confortable, Ricardo era
un niño que llevaba una
vida tranquila y segura
una familia amorosa le
suplía las necesidades,
y el frecuentaba una
buena escuela donde
tenia muchos amiguitos.
Ricardo, sin embargo, no
se contentaba con lo que
Dios le había concedido.
Estaba siempre deseando
algo más y suspirando
por todo lo que sus
amigos tenían.
¿Saben lo que es eso? Es
un sentimiento muy feo
llamado: ENVIDIA.
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Si los padres lo
obsequiaban con un
cochecito, el reclamaba
con rabia: |
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- ¡No quiero esa fealdad.
Quiero un coche de
control remoto, como el
que Dudu gano en el
cumpleaños!
- ¡Más, hijito, es muy
caro! – decía la
madrecita, triste.
- No
me
interesa.
¡Lo
quiero,
lo
quiero!
–
gritaba,
|
golpeando con
los pies. |
Cuando la mama cariñosa
le compraba alguna ropa,
el hablaba con desprecio:
-
¡Que cosa más horrible!
¿Cree que voy a usar “eso”?
¡Esa ropa no vale nada!
- Cuando la vi en la
tienda la vi bonita y
me acorde de usted, hijo
mio – se justificaba la
madre, pesarosa.
- Pues la puede
devolver. No la voy a
usar.
Me gustan las ropas
caras y de tiendas
elegantes. En verdad, yo
lo que quiero es una
cazadora “jeans” como la
de Beto.
A la hora de la
refección era el mismo
problema siempre.
Ricardo reclamaba por
todo:
- ¿Legumbres nuevamente?
- Si, hijo mio. Las
legumbres son muy buenas
para la salud y son
sabrosas.
- ¡Pues no las como!
Gritaba el niño,
empujando el plato con
grosería. – Si fuera un
pollo asado, como el que
yo vi el otro día en la
casa de Adriano, yo lo
comería.
- Hijo mio – respondía
la madre disgustada –
esas cosas son caras y
la vida está difícil.
Usted sabe que no nos
falta de nada, más el
papa trabaja mucho para
mantener la casa.
Debemos agradecer a Dios
por todo lo que poseemos
y por la vida tranquila
que tenemos.
El chaval movía los
brazos con desprecio y
salía refunfuñando.
La madre de Ricardo, en
sus oraciones, siempre
pedía a Dios que ayudase
a su hijo, tan envidioso
y egoísta, a ver la vida
con otros ojos.
Cierto día, el chaval
había discutido con los
padres; exigía el que le
comprasen una bicicleta
nueva y, como ellos se
negaron, el niño salio
golpeando la puerta,
llorando y reclamando:
_¡Nadie me quiere! ¡Nadie
me da lo que pido!
Soy un infeliz
abandonado. ¿Tengo
deseos de desaparecer de
esta casa!
Ricardo llego hasta una
plaza y se sentó en un
banco. Disgustado, quedó
allí, decidido a no
volver luego a casa;
quería dar un susto a
sus padres.
Después de algunos
minutos percibió un niño
un poco menor que el,
sentado en el suelo,
parecía muy triste.
Se aproximo sin saber
por que. En verdad,
nunca se había
interesado por los
problema de los otros.
- ¡Hola! – dijo, a
manera de cumplimiento.
El niño levanto la
cabeza y Ricardo
percibió que lloraba.
- ¿Le paso alguna cosa?
– pregunto sin mucho
interés.
- Es que me siento muy
solito. No tengo a nadie
que me quiera. Soy
huérfano y vivo en la
calle – murmuro el
chaval.
- ¿Cómo es eso? ¿No
tiene casa?
- No. Cuando mis padres
murieron fui a vivir con
una tía. Más ella me
maltrataba y me obligaba
a robar, alegando que yo
comía bastante y le daba
muchos problemas.
Después de algún tiempo,
no aguante más; huí de
casa, y, desde ese día,
duermo en los bancos de
las plazas.
- ¿Y donde come usted?
El chaval sonrio.
Una sonrisa triste y
desconsolada.
- Normalmente, pido un
plato de comida en
alguna casa rica, más
siempre no lo consigo.
Entonces, reviso las
altas de basura para
conseguir algo que
comer. ¡Usted no se
imagina cuantas cosas
buenas la gente tira al
cubo de basura!
Ricardo, que nunca
imaginara que existiesen
personas pasando por
tanta necesidad, estaba
sorprendido y pesaroso.
- ¿Cuantos años tiene
usted? ¿Como se llama?
- Tengo ocho años y me
llamo Zeze.
¿Y usted? ¡Yo también
estoy triste! ¿Tampoco
no tiene aa nadie !
-
Tengo
si, Zeze – hablo Ricardo
con satisfacción – Tengo
una familia maravillosa
y me gustaría que usted
la conociese. Mi madre
es muy buena y hace
comidas sencillas, más
muy sabrosas.
¿Quiere almorzar conmigo?
Zeze acepto con alegria.
Desde el día anterior no
se alimentaba y estaba
hambriento.
Llegaron a su hogar,
Ricardo presento al
nuevo amiguito, y con
lágrimas, pidió
disculpas por su
comportamiento.
- Mama, yo comprendo
ahora que Dios fue muy
bueno dándome una casa
buena y confortable y
una familia amorosa que
se preocupa por mi. ¿Qué
más puedo desear?
Muy contento con el
cambio que se había
operado en su hijo, la
madre lo abrazo
emocionada diciéndole
con cariño:
- Qué bueno, hijo mio,
que usted piense así.
Dios escucho mis
oraciones y, si no somos
ricos de dinero, somos
ricos de amor, de paz,
de alegría y de salud.
¿No es verdad?
- Es verdad, mama –
concordó Ricardo
sonriendo.
Zeze quedo por algunos
días en aquel hogar y,
tan bien se adaptó al
ambiente de la casa que,
Ricardo le pidió, por
haberle tomado mucho
cariño, que fuese
adoptado, pasando a
formar parte de la
familia, para alegría de
todos.
Tía Celia
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