La
palabra
“carma”
[del
sánscrito
karma,
‘acción’]
significa,
en las
filosofías
de la
India,
el
conjunto
de las
acciones
de los
hombres
y sus
consecuencias.
Descrito
y
codificado
por el
gramático
Panini
en el
siglo V
a.C., el
sánscrito
es una
lengua
indo-europea
del ramo
indo-ario
en el
cual
fueron
escritos
los
cuatro
Vedas y
que,
entre
los
siglos
VI a.C.
y XI
d.C., se
volvió
la
lengua
de la
literatura
y de la
ciencia
hindú,
siendo
mantenida
aun hoy,
por
razones
culturales,
como
lengua
constitucional
de la
India.
Enseña
nuestro
principal
léxico
que el
carma se
une a
las
diversas
teorías
de
trasmigración,
y es por
medio de
el, que
se
definen
las
nociones
de
destino,
del
deseo
como
fuerza
generadora
de la
vida, y
del
encadenamiento
necesario,
por
fuerza
de esos
dos
factores,
entre
los
diversos
momentos
de la
vida de
los
hombres.
Constituido
el
conjunto
de las
acciones
de la
criatura
humana,
el carma
de una
persona
puede
ser
positivo
o
negativo.
Acciones
buenas y
concordantes
con la
ley
natural
generan
consecuencias
positivas.
Acciones
malas y
contrarias
a la ley
de Dios
establecen,
como es
fácil de
entender,
carma
negativo.
Existe,
con
todo,
más allá
de eso
lo que
algunos
estudiosos
llaman
de
carmas
imaginarios,
que
proveen
de una
representación
distorsionada
de la
realidad,
en la
cual el
hombre
amplía
el
propio
sufrimiento
por
falta de
sensatez
y de
amor a
sí
mismo.
La
práctica
del
cilicio,
entre
los
hebreos,
es un
ejemplo
de eso.
El
individuo
ingenuo
cree que
ampliando
sus
sufrimientos
logrará
disminuir
las
consecuencias
naturales
de su
carma,
en la
suposición
de que
una
mayor
cuota de
dolor
eliminaría
un dolor
futuro y
lo haría
libre
con la
ley, lo
que no
pasa,
evidentemente,
de un
equívoco.
La ley
de causa
y
efecto,
enseñada
por
Jesús y
ratificada
por la
Doctrina
Espírita,
establece
que
aquel
que mate
con la
espada
morirá
bajo la
espada,
que a
cada uno
será
dado
según su
merecimiento
y que en
la vida
la
siembra
es
libre,
pero la
cosecha
es
obligatoria.
En la
cuestión
nº 1.000
de “El
Libro de
los
Espíritus”
Kardec
trató
del
asunto
cuando
preguntó
a los
instructores
espirituales
si
podemos
desde
esta
vida ir
rescatando
nuestras
faltas.
Los
inmortales
responderán:
“Sí,
reparándolas”.
En la
secuencia
de la
respuesta,
dijeron
ellos
que no
bastan,
para el
rescate
de las
faltas
cometidas,
algunas
privaciones
pueriles
e
incluso
donaciones
pos-morten
que
algunas
personas
acostumbran
a hacer
en sus
testamentos.
Dios no
da valor
a un
arrepentimiento
estéril,
fácil,
que nada
cuesta.
Y sólo
por
medio
del bien
es que
se puede
reparar
el mal.
Al
arrepentimiento
– enseña
la
Doctrina
Espírita
– es
preciso
unir la
expiación
y la
reparación.
Reunidas,
son
ellas
las tres
condiciones
necesarias
para
apagar
los
trazos
de una
falta y
sus
consecuencias.
El
arrepentimiento
suaviza
las
trabas
de la
expiación
y
favorece
la
resignación
– una
fuerza
activa
que el
Espíritu
de
Lázaro
define
como
siendo
el
consentimiento
del
corazón.
Pero
solamente
la
reparación,
que
consiste
en hacer
el bien
a
aquellos
a quien
se hizo
mal,
puede
anular
el
efecto,
destruyendo
la
causa.
El
apóstol
Pedro
nos
enseñó
que el
amor
cubre la
multitud
de los
pecados,
conocida
frase
que
Divaldo
P.
Franco
acostumbra
a
expresar
de
manera
aun más
clara y
expresiva:
“El bien
que
hacemos
anula el
mal que
hicimos”.
El
pensamiento
equivocado
de que
vinimos
a la
Tierra
para
sufrir
debe,
pues,
ser
sustituido
por otro
orden de
ideas, o
sea, de
que la
vida es
una
lucha y
que no
venimos
al mundo
para
sufrir
ni para
gozar,
pero sí
para
vencer.
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