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El señor Manuel era un
hombre muy bueno y
compasivo. Vivía del
trabajo de la tierra y
sus tareas eran
ejecutadas siempre con
amor y dedicación. Él
tenía un hijo que, no
obstante la educación
que le daba, era
indisciplinado y obraba
siempre sin preocuparse
de los otros, jamás
pensando si perjudicaba
a alguien o no.
El padre cariñoso
intentaba orientarlo
para el bien,
afirmándole que siempre
debemos amar al prójimo
y respetarlo, como Jesús
nos enseñó.
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- ¿Y los animales? –
preguntaba Tonino,
impaciente.
- Los animales también,
hijo mío. Son nuestros
hermanos menores,
acreedores de toda
nuestra consideración y
respeto, necesitando de
nuestra ayuda, tanto
como nosotros no
prescindimos del
concurso de ellos para
nuestras tareas del día
a día.
Como estaban en el
campo, el padre hizo una
pausa y ejemplificó,
apuntando a un animal
atado al arado.
- Mira a Gentil, por
ejemplo. Es dócil y
manso, nunca desdeña el
trabajo arduo del campo
y, en todos estos años
en que trabajamos
juntos,
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nunca lo vi
rebelde e
indisciplinado. ¡Jamás
agredió a alguien! |
- Con Gentil aun estoy
de acuerdo, pues él
ayuda, papá. ¡Pero los
otros!...- replicó
Tonino con desprecio.
- Los otros animales
también ayudan, hijo
mío. Cada cual tiene una
tarea diferente, pero no
menos importante.
Mimosa, nuestra vaquita,
ofrece la leche tan
buena que bebemos todas
las mañanas; las
gallinas ofrecen los
huevos para nuestra
alimentación y nuestro
perro trabaja sin
descanso, cuidando de la
defensa de nuestra casa.
Por tanto, todos merecen
nuestro cariño y
gratitud.
Pero Tonino aun no
estaba convencido.
Al día siguiente, el
señor Manuel invitó a
Tonino para ir a la
ciudad a hacer unas
compras. Tonino,
eufórico con el paseo,
se alojó en la pequeña
carroza, feliz de la
vida.
Al llegar a la ciudad,
en cuanto su padre entró
en el almacén para hacer
compras, Tonino se quedó
viendo el movimiento de
la calle.
El tiempo fue pasando y
su padre no volvía. El
niño fue quedando
impaciente.
Miro para gentil, que
permanecía parado, con
los ojos bajos, humilde,
sin dar demostraciones
de impaciencia. Tuvo
ganas de agredir al
animal para ver su
reacción.
- Voy a dar una vuelta.
Veremos si él es
realmente obediente.
Tonino miró a su
alrededor y vio un
pedazo de tabla, larga y
fina, en una
construcción allí cerca.
Cogió la madera y, sin
titubear, subió a la
carroza y ordenó a
Gentil que andase. El
animal, no reconociendo
la voz del dueño a la
que estaba habituado, no
salió del sitio.
Tonino, cogiendo la
madera, dio con ella
sobre el lomo del
caballo. Este relinchó
de dolor y, levantando
las patas delanteras,
empinó peligrosamente la
frágil carroza, tirando
a Tonino al suelo.
Al oír los gritos en la
calle, el Sr. Manuel
acudió corriendo,
encontrando al hijo en
el suelo, gritando.
Al saber lo que ocurrió,
a través de las personas
que asistieron al hecho,
Manuel se sintió
indignado.
- ¡Pero papá, tú dijiste
que Gentil era manso y
él me derrumbó! –
gritaba el chico,
sorprendido.
Y el padre, cogiendo al
hijo y levantándolo
hasta junto al animal,
le dijo:
- ¿Y encuentras que él
podría obrar diferente?
¡Mira lo que hiciste con
el pobre animal!
Del lomo del caballo
corría un hilo de
sangre. Tonino no notó
que en la punta de la
madera existía un clavo
y fue el dolor de la
herida que hizo a Gentil
reaccionar.
Aprovechando la
oportunidad que se le
ofrecía, Manuel
completó:
- Gentil es manso como
un cordero. Sólo se
defendió de una
agresión,
instintivamente. Todos
nosotros, hijo mío,
recibimos de acuerdo con
lo que hubimos hecho. Si
tú le hubieses dado
cariño y amor, habrías
recibido la retribución
correspondiente.
Como tú agrediste,
fuiste agredido. ¿Entendiste?
Muy avergonzado, Tonino
movió la cabeza en señal
de asentimiento y se
prometió a sí mismo que
nunca más cometería el
mismo error.
Tía Célia
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