En un armario de cocina
hablaban un pedazo de
tarta, un pastel,
algunas rosquillas y un
humilde pedazo de pan.
Decía la tarta, toda
orgullosa:
- Todos me adoran, pues
soy blanda y suave.
Una rosquilla replicó en
su rincón:
- Puede ser. ¡Pero, para
la merienda de la
familia, los niños no
dispensan mi presencia!
|
 |
Y el pastel, torciendo
la nariz, respondía,
irónico: |
|
- En días comunes tal
vez. Yo, sin embargo,
soy siempre
indispensable en
cualquier mesa de
fiesta. Mi presencia es
esperada con mucha
satisfacción, pues soy
sabroso y gusto a los
más exigentes paladares.
Delante de las palabras
de los otros compañeros,
el pedazo de pan se
encogió más aun en su
rincón, humillado.
La tarta, mirándolo con
aire arrogante,
preguntó:
- ¿Y tú, no dices nada?
El pobre pedazo de pan
bajó la cabeza, triste.
Se sentía disminuido
delante de los
compañeros, y sin valor
ninguno. Al final, era
sólo un pan.
El pastel replicó,
sarcastico:
- Déjalo. ¿No ves que él
no sirve para nada? Sólo
lo utilizan cuando no
tienen una cosa mejor.
Con tantos manjares
gustosos como nosotros,
su fin es quedarse aquí,
escarnecido en este
armario, hasta ser
tirado a la basura.
Triste, el pan no
respondió. Sabía que no
tenía importancia
alguna.
En eso, oyen un ruido en
la cocina. Alguien se
aproxima. Se callan.
 |
La puerta del armario se
abre y aparece la dueña
de la casa y su hijo
Paulito.
- ¿Tú que deseas comer,
hijo mío? – pregunta la
madre, atenta. – ¿Tal
vez algunas rosquitas?
- No, mamá. Están un
poco húmedas. Ellas me
gustan sequitas.
|
- Bien, ¿tal vez un
pedazo de tarta? ¿O de
pastel? |
-No, no. Son muy dulces
– replicó el muchachito.
Y, mirando el pedazo de
pan, el niño lo cogió
con cariño mientras
afirmaba:
- Cuando estoy realmente
con hambre, mamá, ¡no
dejo mi pedazo de pan!
Con alegría, el pan dejó
el armario, bajo las
miradas consternadas de
los compañeros.
También nosotros, en la
vida, por más
insignificantes que nos
sintamos, tenemos
nuestro valor y una
tarea que cumplir.
Por eso no debemos
considerarnos mejores
que los otros, dejando
que el orgullo se
instale en nuestro
corazón.
Tampoco no debemos
considerarnos peores que
los otros. Cada uno de
nosotros es diferente y
único, pero todos somos
hermanos delante de
Dios.
Todos nosotros tenemos
valor.
Tía Célia
|