Sentir es causar
Buscando la equivalencia
del concepto de
abnegación y altruismo,
podemos deducir que
aquellos que se dedican
al prójimo, olvidados de
sí mismos, tienen por
respuesta, en derivación
directa, una mayor
madurez y estabilidad
emocional (finalmente,
los sentimientos de
plenitud, de paz, tan
anhelados por todos).
Abnegarse, en el caso
específico de las
adopciones tardías, es
decir, de niños mayores,
con 2 o más años, es
romper con las
convenciones, asumir el
sacrificio de la
adaptación, darse en
mayor cuota de amor para
integrar el niño a la
nueva familia.
Podemos parafrasear a
Martin Claret y afirmar
que sentir es causar. Es
decir, aquellos que
experimentan, ejercitan
sentimientos elevados,
aquellos volcados al
bienestar del prójimo
modifican sus propias
vidas. Causan
transformaciones en el
campo de manifestaciones
de las emociones,
adquiriendo lo que se
denomina frecuentemente
de equilibrio o
ajustamiento psicológico
(“Fulano es una persona
centrada, equilibrada”).
Por otro lado,
sentimientos poco
elevados, cargados de
apego al ego, causan
también, o sea,
promueven también
modificaciones en
nuestras vidas –
personales y colectivas.
La discriminación
étnica, racial, que ha
causado tantos problemas
en el mundo, es ejemplo
de eso. Los resultados,
en la más de las veces,
son tragedias, sean
personales, grupales o
colectivas (el
exterminio de los
judíos, ya citado; la
persecución a los
gitanos en el este
europeo; las sutiles
discriminaciones a los
negros brasileños y
otros lamentables
ejemplos).
El combate al mal
Por no saber aún
producir, en nuestros
pensamientos, actitudes
y acciones, el bien
en toda plenitud,
estamos enredados con
las sobras, con los
residuos de nuestras
pasiones, de que debemos
librarnos, conforme
proponemos en el inicio
de este texto. No es
simple, sin embargo, nos
libraremos del mal que
producimos. Apenas
cuando nace en nosotros,
nos impregna y
temporalmente pasa a
formar parte de nuestra
personalidad.
Para alcanzar tal
intento es preciso
vigilar, como centinelas
atentos, las fuentes del
propio corazón, de donde
finalmente proviene todo
el mal, como nos enseñó
Jesús, cuando lanzó una
pregunta que continúa
actual: “... ¿cómo
podéis vosotros decir
buenas cosas, siendo
malos? Pues de lo que
hay en abundancia en el
corazón, de eso habla la
boca.” (Mateo 12:34)
Pablo de Tarso en su
carta a los romanos
(7:19) teje comentarios
sobre las luchas que se
debe trabar para
combatir el mal en
nosotros mismos, en una
frase ya célebre:
“Porque no hago el bien
que quiero, sino el mal
que no quiero ese hago”.
Prosiguiendo en esta
línea de argumentación
podemos llegar a pensar
que el mal de que
estamos hablando es algo
pavoroso, terrible,
execrable – y podríamos
citar aquí ciertas
manifestaciones del mal
que tenga realmente tal
cara. Alguien podría
decirse a sí mismo:
“Bien, de este tipo de
mal felizmente yo estoy
libre...” Pues bien, el
mal, sin embargo, de que
estamos tratando, no se
restringe a sus
manifestaciones más
grotescas, trágicas.
Y por eso está tan
presente en nosotros. El
mal de que habla Paulo
en sus epístolas es el
mal corriente que
vive en nosotros y es
alimentado por nosotros
mismos. Y que, en cierta
medida, nos proporciona
placer. De ahí nuestra
dificultad en
deshacernos de él...
Retomando la cuestión
del abuso de los
instintos, tenemos un
mal tan común hoy que a
nadie repugna en
principio: el comer
en exceso. En él
está presente el
instinto de
conservación. La
naturaleza estableció
para algunas de las
funciones de ese
instinto la sensación de
placer, bienestar,
saciedad, como forma de
regularlo. Y al
extrapolar los
instintos, abusando de
ellos, nos apegamos a
las sensaciones y nos
viciamos literalmente en
el hábito de comer
demasiado, no más
para alimentarnos, sino
para extraer placer,
rudo o sofisticado, de
ese acto. Es preciso aún
añadir que podemos
darnos a los excesos
apoyados
confortablemente en mil
disimulaciones,
disfraces, disculpas,
listamente aceptadas por
los otros,
condescendientes que
somos con los desvíos
ajenos, tanto como los
nuestros.
Los malos hábitos
de cada día tienden, a
veces, a perpetuarse en
nuestras vidas por
diversos motivos, entre
otros, la propia
aprobación social de
los mismos. Viviendo en
una sociedad aún
marcadamente
materialista y
hedonista, no es de
sorprender que nos
veamos impelidos a
aceptar como natural
todas las atracciones
de la materia y
todos los placeres que
esto proporciona.
La lucha sin treguas y
sin cuartel contra el
mal que existe aún en
nosotros exige no sólo
conocimiento,
sino sobre todo un
gran esfuerzo de
voluntad deliberada y
consciente, pues
estamos aún próximos de
nuestras experiencias en
el reino de la
animalidad; de ahí que
nos sintamos atraídos,
arrastrados por ciertas
facetas de las malas
pasiones. Por eso,
no es raro, a pesar de
toda la conciencia del
bien y del mal, que
nuestros actos de
rebeldía o de falta de
vigilancia nos atrapa en
las tramas de
experiencias totalmente
dispensabais que
traen por consecuencia,
directa o indirecta,
dolores y
responsabilidades.
Muchos de nosotros
sucumbimos a estas
experiencias
dispensabais por estar
desatentos al
cumplimiento de los
deberes que nos cabe
realizar, a veces
penosos. Para huir a la
rutina, que nos oprime
pero también nos libra
de muchos problemas, nos
lanzamos en ciertas
aventuras que nos causan
problemas sin fin.
Otros, deseando probar
inconsecuentemente sus
propias resistencias,
finalizan por abrir la
caja de Pandora (que
según la mitología
griega contenía todos
los males), despertando
sentimientos,
sensaciones que deberían
permanecer enterrados, a
la espera de una mejor
oportunidad para ser
trabajados, lapidados.
Por lo tanto, no hayamos
nunca la mórbida
curiosidad de conocer en
toda la extensión la
"maldad humana" (la
nuestra propia y la
ajena), cabiéndonos,
antes, mantenernos en
alerta para evitar que
el mal que brota de
nosotros mismos se
propague y por contagio
encuentre afinidad con
el mal que nace en otros
corazones.
Conocerse para
transformarse
Para todos los que
deseen sostenerse en la
lucha sin treguas,
encontramos en San
Agustín una de las
estrategias más eficaces
de autotransformación (y
por consecuencia de
victoria sobre nosotros
mismos). Se trata de la
meditación diaria sobre
los propios actos,
fundamental si deseamos
combatir el mal en
nosotros mismos
sistemáticamente. La
lección agustiniana está
incluida en la última
cuestión (919 y 919-a)
de la Parte Tercera (De
las leyes morales) del
Libro de los Espíritus.
En la primera parte de
la cuestión (919) Kardec
indaga: “¿Cuál es el
medio práctico más
eficaz que tiene el
hombre de mejorarse en
esta vida y de resistir
a la atracción del mal?”
La respuesta, muy
directa y clara, es
también concisa: “Un
sabio de la antigüedad
os lo dijo: Conócete a
ti mismo.”
Muy agudo, Kardec
analiza la cuestión
buscando solucionar la
cuestión práctica que
envuelve el tema: o
cómo hacerlo:”Conocemos
toda la sabiduría de
esta máxima, sin embargo
la dificultad está
precisamente en cada uno
conocerse a sí mismo.
¿Cuál es el medio de
conseguirlo?”
San Agustín, como
respuesta teje muchas
consideraciones, que
resumiremos en las
líneas siguientes.
Debemos interrogar la
propia conciencia,
pasando revista a los
actos cotidianos, para
la identificación de los
desvíos de los deberes
que deberían haber sido
cumplidos y de los
motivos ajenos de queja
por cuenta de nuestros
actos. Por este medio
llegó él, San Agustín, a
conocerse “y a ver lo
que [en él] necesitaba
de reforma”.
Quién se disponga a
examinar los actos
cotidianos para la
identificación del bien
o del mal que pueda
haber hecho “gran fuerza
adquiriría para
perfeccionarse”. Añade
él que se debe rogar a
Dios y a los Espíritus
protectores
esclarecimiento, pues
“Dios lo asistiría” en
este sentido.
Propone para el examen
de los actos cotidianos
dirigir a sí mismo
preguntas, el
interrogarse sobre lo
que se hace y con que
propósito para
identificar si hicimos
algo que censuraríamos
si es practicado por
otra persona, y también
se hicimos algo que no
osaríamos confesar.
Propone aún más,
haciéndonos situar
delante de la vida en la
condición de aquel
que puede volver al
mundo de los Espíritus
en cualquier instante,
donde deberemos hacer el
balance de los propios
actos practicados
durante la experiencia
carnal: ¿al
desembarcar en el otro
lado de la vida donde
nada puede ser ocultado
tendríamos “que temer la
mirada de alguien”?
La prueba de que podemos
descansar la
conciencia está en
examinar si nada hicimos
contra la Divinidad, al
prójimo y a nosotros
mismos.
Porque sea difícil la
auto-evaluación, el
auto-juzgamiento por
cuenta de las
ilusiones del amor
propio, es propuesto
como medio de
verificación libre de
ilusión preguntar a
sí mismo cómo
clasificaríamos nuestras
propias acciones si son
practicadas por otras
personas. Si tuviéramos
motivos para censurar
tales acciones, se hace
claro que no debemos
actuar de igual manera.
En la misma línea de
razonamiento, propone él
que busquemos verificar
lo que piensan los otros
sobre nuestros actos. Y
más: la opinión de los
enemigos, por no
tener ningún interés en
desenmascarar la verdad,
no debe ser despreciada,
pues ellos son un buen
medio de advertencia,
utilizándose con más
frecuencia de la
franqueza de lo que
haría un amigo.
Aconseja aún a aquellos
que se sientan poseídos
del deseo serio de
mejorarse a investigar
minuciosamente la propia
conciencia a fin de
extirpar de sí las malas
inclinaciones. Y tal
como él mismo lo hacía,
que busquemos dar un
balance diario de
nuestras acciones
morales, para evaluar
pérdidas y logros; los
logros serán mayores que
las pérdidas si así
actuáramos.
Enseguida San Agustín
afirma textualmente: “Si
pudiera decir que fue
bueno su día, podrá
dormir en paz y aguardar
sin recelo el despertar
en la otra vida.” Su
día, creemos
nosotros, debe ser
entendido como la
culminación de una
sucesión de días. De
cualquier forma, nos
indica la necesidad de
aprovechar bien todos
los días, dando
atención al tiempo que
acostumbra a huir de las
manos, si no lo
administramos bien.
Como medio de
auto-examen de la
conciencia, recomienda
que formulemos
“cuestiones nítidas y
precisas”, no temiendo
multiplicarlas, de modo
a interrogarnos acerca
de nuestros propios
actos. Este diálogo
íntimo, que no lleva
más que algunos minutos
y “algunos esfuerzos”,
es medio de conquista de
la “felicidad eterna”.
Una vez que muchos
tienen el futuro como
incierto, es que los
Espíritus vienen a
disipar nuestras
incertidumbres “por
medio de fenómenos”
capaces de herir los
sentidos y de
“instrucciones” (que nos
cabe, a nuestra vez,
también diseminarlo).
El comentario breve de
Kardec a esta respuesta
es digno también de
examen. Y para tanto
tomamos la libertad de
transcribirlo
literalmente:
Muchas faltas que
cometemos nos pasan
desapercibidas. Si,
efectivamente, siguiendo
el consejo de San
Agustín, interrogáramos
más a menudo nuestra
conciencia, veríamos
cuántas veces fallamos
sin que lo sospechemos,
únicamente por no
examinar la naturaleza y
el móvil de nuestros
actos. La forma
interrogativa tiene
alguna cosa de más
preciso que cualquier
máxima, que muchas veces
dejamos de aplicarnos a
nosotros mismos. Aquella
exige respuestas
categóricas, por un sí o
no, que no abren lugar
para cualquier
alternativa y que son
otros tantos argumentos
personales. Y, por la
suma que den las
respuestas, podremos
computar la suma de bien
o de mal que existe en
nosotros.
A título de conclusión
Delante de lo banal del
mal que se esparce por
el mundo de los hombres,
nos resta individual y
colectivamente lanzarnos
al buen combate, que es
constante, exigiéndonos
disciplina y
perseverancia. La
guerra del bien contra
el mal, tema de
incontables libros y
películas, debe ser
refrenado en los
dominios de nuestros
propios corazones, por
encima de todo.
Acordándonos de la
alegoría de los huevos
de la serpiente, debemos
quebrarlos todos aún en
el nido, antes que
liberemos el mal que aún
se obstina en hacer vida
en nosotros. Si ya
desencadenamos el mal,
solamente nos resta
sufrir las
consecuencias, con
serenidad y resistencia.
Si nos enmarañamos en
las tramas del mal, no
basta arrepentirnos de
nuestros actos y nos
comprometamos al cambio
por descargar la
conciencia (o por
cualquier formas de
promesas); es necesario
meditemos profundamente
en el móvil de nuestras
acciones; es preciso,
finalmente, buceemos la
sonda de la
investigación en nuestro
espíritu para el examen
de nuestros más
profundos sentimientos y
pensamientos.
Si nuestra mala acción
transcurrió, por
ejemplo, del ejercicio
de la violencia, debemos
buscar en nuestro
corazón las raíces de
esta violencia, esté
ella donde esté; y
solamente hay un medio
de extirparnos
definitivamente las
raíces de todos los
males: estemos de
permanente prontitud
para domar, controlarles
las expresiones... Se
aprende en las reuniones
de los Anónimos
(alcohólicos, en
particular) que nuestras
adicciones (las malas
pasiones) no tiene
propiamente cura, sino
tan solamente control.
Las luchas sin fin y sin
cuartel contra el mal
nos exigen, de esta
forma, una plena
disponibilidad de
vigilancia y oración.
Si nuestra "meditación"
acerca de las raíces y
frutos del mal son
superficial; si no
examinamos con rigor las
causas de nuestras
acciones, fatalmente
incurriremos en los
mismos errores, cuando
las circunstancias
cambien, cuando sean
otros los escenarios. El
motivo de la
reincidencia está en que
nosotros no ejercitamos
nuestro "razonamiento
moral", que también se
desarrolla como el
razonamiento lógico,
matemático, etc.
Por otro lado, aunque no
estemos a vueltas con
las expresiones más
visibles del mal, como
las pasiones humanas se
hicieron más “violentas
y devastadoras, en el
hombre que prosigue
inquieto”, según Joanna
de Ângelis, es posible
que las consecuencias de
estas pasiones nos
alcancen, directamente o
indirectamente. La
tendencia de refugiarnos
en nuestro mundo aún
preservado del contagio
de tantos males puede
hacernos ajenos a este
mundo de pruebas y
expiaciones. Mantenernos
sensibles al dolor del
prójimo, por más que
esto nos pueda incomodar
u oprimir es una actitud
genuinamente
cristiana... Refugiarse
en la indiferencia, como
fuga a las incomodidades
que los dolores, las
pasiones y errores
ajenos nos causan, no es
medida saludable.
Necesario se hace que
aprendamos con nuestras
vivencias prácticas y
con los ejercicios del
“razonamiento moral” y
con un gran material de
aprendizaje: los errores
propios y los ajenos. El
perfeccionamiento
ético-moral exige,
finalmente, reflexión y
buceo en sí mismo. Y si
es necesario que
revisemos periódicamente
nuestras caídas y
deslices en el campo
moral, activando la
memoria para acordarnos
de tantos espinos que ya
traemos clavados en la
"carne del espíritu",
tal como enseña Pablo de
Tarso. Estos espinos nos
despertará nuestra
condición de enfermos en
estado de larga
recuperación,
necesitados de cautela…
Y más, que creamos, como
en Juicio Final, canción
de Nelson Cavaquinho,
que “del mal será
quemada la semilla / el
amor será eterno
nuevamente”, ¡teniendo
la certeza de que todo
el imperio del mal caerá
cuando rompamos los
hilos que mantenemos con
las porciones inferiores
de nuestra propia
individualidad!
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