Bruno era un niño que
pensaba sólo en sí
mismo.
No repartía nada con
nadie. Cuando recibía de
los abuelos o de los
tíos algún dulce,
chocolate o chicles,
escondía todo en su
armario. Y tan bien lo
hacía que nadie conocía
su escondite, ni su
madre. Era su tesoro.
¿Saben para qué? Para
poder comerlo todo
después, en la hora en
que estuviera solo.
La madre reprobaba su
comportamiento diciendo:
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— Bruno, hijo mío,
tenemos que aprender a
repartir lo que tenemos
con los otros. No
podemos ser egoístas y
desear todo para
nosotros. A medida que
la gente da, también
recibe.
Pero el chico respondía,
maleducado:
— ¡Yo, hein! ¡Si fui yo
quien recibió, todo es
mío! No doy nada.
Sus hermanitos más
pequeños, Breno y
Bianca, comían los
dulces que habían
recibido y Bruno quedaba
sólo mirando, pensando
en el placer que tendría
después al apreciar todo
solo en su cuarto.
Pero Bruno iba a
juguetear y se distraía,
olvidando que había
guardado los regalos. Y
el tiempo iba pasando.
Un bello día, los
hermanos de Bruno
entraron en casa
trayendo un paquete de
chicles y de pirulíes
cada uno. Venían
contentos, exhibiendo
los dulces que habían
recibido de un señor que
había pasado por la
calle distribuyendo
golosinas para los
niños.
Bruno, que estaba dentro
de casa, no recibió
nada, e hizo un gesto
con la boca:
— ¡Yo quiero también!
¡Yo quiero!
¿Me das un poco para mí?
Pero Breno replicó,
decidido, con la
aprobación de Bianca, la
pequeña:
— No, no te doy. ¡Tú
nunca repartes nada con
nadie!
Bruno, irritado y con
cara de llanto,
respondió:
— ¡Egoístas! No me haces
mal. Tengo muchas cosas
guardadas. ¡No necesito
nada!
¡Vosotros vais a ver!
Y corrió para el cuarto,
seguido de cerca por los
hermanos, curiosos de
ver dónde quedaba el
escondite que Bruno
escondía tan
cuidadosamente y que
ellos nunca habían
conseguido descubrir.
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Bruno abrió la puerta
del guarda ropa, retiró
un cajón y, en el fondo,
en un espacio vacío,
bien escondidito, allá
estaba todo lo que él
había recibido y que
había conservado.
Con aire de triunfo,
estiró la mano y fue
retirando chocolates,
dulces, bizcochos,
chicles, delante de los
ojos abiertos de los
pequeños. Pero, ¡oh
sorpresa!... Con
espanto, Bruno notó que
sus dulces tenían
aspecto muy feo: los
chocolates estaban
viejos, los dulces se
habían estropeado, los
chicles estaban agrios,
las bolas derretidas.
Terriblemente
decepcionado, Bruno
percibió en aquel
instante que, en virtud
de su egoísmo, no había
repartido nada para
nadie. Y, peor que eso,
constató que él aún no
había aprovechado las
cosas tan gustosas que
le habían dato con tanto
cariño.
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Ahora, infelizmente,
estaba todo estropeado y
tendría que ser tirado a
la basura. |
Se sentó en la cama y,
cubriendo la cabeza con
las manos, comenzó a
llorar. Sus hermanos
que, a pesar de ser
pequeños, tenían buen
corazón, se aproximaron
a él y Breno dijo:
— No estés triste,
Bruno.
Y, bajo suyo mirada
sorprendida, repartieron
fraternalmente con él
todo lo que habían
recibido aquel día.
— Yo no merezco la
generosidad de vosotros.
Aprendí en este momento
una importante lección.
Entiendo ahora lo que
mamá quiere decir cuando
afirma que, a medida que
la gente da, recibe. Yo
nunca di nada y nada
merezco. Pero, a pesar
de eso, vosotros
probaron que tenéis un
buen corazón. A partir
de hoy, voy a buscar ser
menos egoísta. ¡Lo prometo!
Tía Célia
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