Clarita estaba muy
triste.
En su casa el dinero era
escaso y mal daba para
las necesidades más
urgentes.
La Navidad se aproximaba
y ella temía no recibir
nada, ni un regalito,
aunque fuese pequeño.
Clarita lo lamentaba aún
más porque su hermanita
Lucia, que era muy
pequeña, no tenía noción
de las dificultades que
enfrentaban y aguardaba
la Navidad con optimismo
y ansiedad. Y Clarita
sabía que su padre
probablemente no podría
gastar dinero con
regalos.
Preocupada, y como
poseyera corazón bueno y
generoso, pensó...
pensó... pensó... y,
finalmente, resolvió lo
que hacer.
Tenía sólo diez años,
pero podría arrumar
pequeños servicios para
hacer en las casas más
abastadas. Así
conseguiría juntar el
dinero suficiente para
comprar un regalito para
Lucia. ¿Quién sabe hasta
para la mamá y para el
papá?
Tras tomar esa
resolución quedó muy
satisfecha. Luego el día
siguiente comenzó a
buscar algo para hacer.
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Después de las aulas
salía buscando algo para
hacer. Y no fue difícil.
Una señora muy simpática
necesitaba de alguien
para limpiar el jardín y
barrer el patio. Y, al
salir, necesitaba de una
cuidadora para ocuparse
de su hijito. Clarita
aceptó con placer.
En las horas de
descanso, ella juntaba
periódicos, revistas y
botellas para vender.
Trabajó bastante y, cada
moneda nueva que
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guardaba,
agradecía a
Jesús por la
ayuda que le
daba. |
Cuando juzgó que tenía
lo suficiente, cogió de
la cajita donde guardaba
su tesoro y salió para
comprar los regalos.
La Navidad estaba
llegando y ella tenía
prisa.
Al parar en un cruce
callejero muy movido,
Clarita notó que alguien
se aproximaba y, sin que
pudiera evitarlo, sintió
que le arrancaban la
cajita de bajo del
brazo.
Miró. Era un niño de
unos once años que,
después de robar su
dinero, salió corriendo
y giró en la primera
esquina.
En ese momento, Clarita
quedó muy triste y lloró
bastante. Después,
consideró que el chico
debería estar más
necesitado que ella
misma, concluyendo
bien-humorada:
— Está siendo mí regalo
de Navidad para él.
Volvió para la casa
donde hacía pequeños
servicios y contó lo que
le había pasado. La
dueña de la casa quedó
indignada, y le
preguntó:
— ¿Y que vas a hacer
ahora, Clarita?
¡Trabajaste tanto para
poder comprar los
regalos que deseabas!
— Aún no sé —, respondió
la niña, terminando con
firmeza — Pero Dios me
ayudará por descontado.
Sensibilizada con la
madurez de Clarita y con
su corazón generoso, la
señora decidió
ayudarla.
Era víspera de Navidad.
Cuando la niña fue a
despedirse y desearle
buenas fiestas, la
patrona le entregó un
grande paquete
conteniendo alimentos.
Clarita lo agradeció
llena de alegría. Con
más esperanza se fue
para casa. El corazón,
sin embargo, estaba
apretado. No sabía como
iba a arreglar regalos
para dar a sus
familiares, pero tenía
confianza en Jesús.
Clarita era muy estimada
por todos que a
conocían. Caminando por
la calle, al pasar
enfrente a una
residencia notó que
alguien la llamaba:
— ¡Clarita! ¡Clarita!
Ven aquí. Mira, tengo
este vestido que no me
sirve más y que quedará
perfecto para tú madre.
¿Quieres llevártelo?
— ¡¿Si quiero?!... ¡Sí
quiero¡ Muchas gracias,
Doña Filomena.
Satisfecha, Clarita
continuó su camino. Más
adelante, una jovencita
la llamó:
— Clarita, lleva esta
muñeca para tu
hermanita, ¿sí? Ya soy
muy grande para
juguetear con muñecas,
¿no crees?
La niña sorprendida, lo
agradeció con una gran
sonrisa.
Un poco más allá, un
señor simpático le dio
una camisa para el
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padre. |
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Estaba casi llegando a
casa cuando una vecina
la llamó, diciendo:
— Clarita, mi perrita
tuvo crías y como sé que
a ti te gustan los
animales, guardé uno
para ti. ¿Lo quieres?
— ¿Si quiero? ¡Lo quiero
mucho... !...
Y con lágrimas en los
ojos, la niña abrazó al
cachorrito, que más
parecía una pequeña y
linda bola, blanda y
caliente.
En su contento de
felicidad, entró en casa
sonriente y llena de
cosas….
— Mamá, ¡tú no sabes lo
que me ocurrió hoy!
Y lo contó todo, desde
la decepción que hubo
tenido con el robo del
dinero, hasta la alegría
de recibir tantas cosas
de personas diferentes.
— No creo que eso
ocurrió conmigo, mamá.
¿Por qué será?
Emocionada, la madre la
abrazó, diciendo con
ternura:
— Porque tú eres buena,
hija mía, y estás
siempre pensando en el
bien de los otros.
Mientras más la gente
da, más recibe. Y Jesús
nunca desampara nadie.
La madre paró de hablar,
emocionada, después
concluyó:
— Hija mía, tú no
necesitabas preocuparte
con los regalos.
¡Finalmente, nada nos
falta! Tenemos salud,
alegría y mucho amor.
¡Lo importante es que
estemos juntos!
En aquella noche, en
torno a la mesa
sencilla, hicieron una
plegaria para conmemorar
el nacimiento de Jesús y
todos se sentían llenos
de paz y armonía,
agradecidos al Maestro
por las dádivas
recibidas.
Tía Célia
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