En una aldea distante,
próxima a un gran
bosque, vivía Fabio, un
chico de ocho años. La
familia vivía del
trabajo del padre, que
era leñador.
Cierta mañana lluviosa,
Fabio no pudo salir de
casa para juguetear en
el patio y, por el
cristal de la ventana de
su cuarto, se distraía
observando la lluvia que
caía pesada.
En eso el niño vio una
pequeña abeja que había
quedado presa dentro de
casa. La abejita ansiaba
por salir y se golpeaba
al tropezar con el
cristal, en vanos
esfuerzos
para recuperar
la
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libertad. |
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— ¡Una abeja! — gritó,
ya pensando que ella
podría picarlo, y él
bien sabía como una
picadura de abeja es
dolorosa.
El primer impulso de
Fabio fue de matarla.
Levantó la mano para
chafarla sobre el
cristal, pero el
pequeñito ser lo miró y
él notó un miedo muy
grande en los ojitos de
ella, que parecían
decirle:
— ¡Ten piedad!
Entonces, pensando en la
situación de aquella
abejita, presa allí, sin
poder volar, su corazón
generoso se llenó de
compasión.
Abrió el cristal de la
ventana y dejó que ella
volase libre.
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Alzando el vuelo, la
pequeña abeja paró un
momento en el aire,
moviendo las alitas,
como si le dijera:
— ¡Dios te lo pague!
Gracias, amigo mío.
Algunos días después,
Fabio decidió dar un
paseo por el bosque, en
búsqueda del padre que
estaba dentro
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en el bosque,
cortando leña.
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Buscando por el padre,
el chico fue entrando
cada vez más en el
bosque y acabó por
considerarse perdido.
— ¡No consigo encontrar
mi padre! ¿Y cómo voy a
volver para casa? ¡No sé
el camino! — murmuraba
consigo mismo.
Tardíamente Fabio se
arrepintió de lo que
había hecho. Había
Salido de casa sin
conocimiento de su madre
y ahora no sabía qué
hacer. Y no irían a
buscarlo, una vez que
nadie sabía donde estaba
él.
Gritó pidiendo socorro
hasta perder la voz,
pero no obtuvo
respuesta.
Cansado, se sentó para
descansar bajo un árbol.
Lloró... lloró mucho.
Estaba asustado. La
noche no tardaría y los
animales feroces podrían
atacarlo.
En ese instante, oyó un
ruido a su lado: zum....
zum…. zum….
Miró y vio una abeja. Se
acordó de la abejita que
había salvado, y pensó
alto, viéndola mover las
alitas, parada en el
aire, mirándolo.
— ¿Quién podrá ayudarme?
– dijo él.
Pareciendo entenderlo,
ella se posó en el
hombro de él con
cuidado, y él se sintió
aliviado con la extraña
compañía.
La abejita voló para el
tronco del árbol y él
percibió que allí era su
casa, pues allí existía
una colmena.
Las otras abejas
salieron de la colmena y
se pusieron a volar a su
alrededor, pero Fábio no
sintió miedo. Notó que
no querían hacerle mal;
ellas eran amigas.
Estaba hambriento y se
alimentó con la miel
existente en la colmena.
Cuando la noche llegó,
el niño quedó tranquilo
porque notó que los
animales salvajes no se
aproximaban con miedo a
las abejas. Al más
pequeño intento de
aproximación, ellas
avanzaban y hacían
correr al animal
peligroso.
Así, Fabio pasó la noche
protegido por sus
amigas, las abejas.
Al día siguiente,
enseguida, su padre
salió a buscarlo,
liderando un grupo de
búsquedas. Para su
sorpresa, encontró a
Fábio durmiendo
plácidamente.
Los hombres quedaron
bastante espantados al
verlo sano y salvo.
Entonces, Fabio les
contó como había sido
protegido por las
abejitas, agradecidas
por haber él salvado la
vida de una de sus
hermanas.
Abrazando al hijo,
aliviado y contento, el
padre acentuó
convencido:
— Mi hijo, toda acción
tiene una de vuelta, que
puede ser bueno o malo,
dependiendo del lo que
hagamos. En ese caso,
ayudando a la abejita,
tú mereciste ser también
ayudado por ellas. Es
ley de la vida: todo lo
que sembramos,
recogemos. Por eso es
por lo que debemos
pensar muy bien en
aquello que hacemos a
los otros y a nosotros
mismos.
Fabio quedó pensativo,
imaginando lo que podría
haber ocurrido si otra
hubiera sido su reacción
al ver a la abejita en
el cristal.
Tía Célia
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