Patricia, una niña de
ocho años, era muy
habladora. Le gustaba
esparcir todo lo que
veía o lo que las
personas hablaban. Se
quedaba observando lo
que ocurría a su
alrededor e lo
interpretaba a su modo,
sin preocupación de
saber si era cierto
aquello que ella juzgaba
que era.
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Ella llevaba noticias de
un lado para el otro, y
lo que oía de una
persona pasaba
inmediatamente para la
otra, fuera compañera,
vecina o pariente. ¡De
ese modo, ella producía
mucha confusión!
La madre siempre la
alertaba para el grave
defecto de hablar
demasiado:
— ¡Hija mía, actuando
así tú estás cavando un
agujero bajo tus pies!
Después, no
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tendrás ningún
amigo más. |
Y así fue. Cierto día,
Patricia fue para la
escuela y aun ni había
comenzado el aula,
cuando ella vio a
Fernanda con un
apuntador coloreado muy
bonito igualito al de
Márcia. Entonces, ella
no tuvo dudas: contó a
la profesora, en voz
alta, que Fernanda había
robado el apuntador de
la compañera.
Indignada, toda la clase
quedó contra Fernanda,
acusándola también. ¡Fue
el mayor tumulto!
Fernanda lloraba y decía
que era inocente, pero
nadie la creía. En ese
momento, Márcia, que se
había atrasado, entró en
la sala y encontró
aquella confusión. Al
saber cual era la razón
del tumulto, explicó:
— ¡No es verdad! Hubo un
engaño. Fernanda no robó
nada. Fui yo que,
sabiendo cuanto le
gustaba a ella mi
apuntador coloreado, ¡le
di uno igualito de
regalo!
Los alumnos se
disculparon con
Fernanda, que lloraba,
sintiéndose humillada
ante toda la clase.
Después, muy enfadados
con la actitud de
Patricia, se alejaron de
ella, no considerándola
más como amiga.
Aquel día, Patricia
llegó de la escuela muy
triste y su madre,
preocupada, quiso saber
la causa de tamaña
tristeza.
— ¡Ah Mamá! ¡Tú ni te
imagina! ¡Mis compañeros
están todos enfadados y
no quieren hablar más
conmigo! — dijo la niña,
llorosa.
— ¿Y por qué hija mía?
— Ayer hubo una
confusión en la clase y
la culpa fue mía — y
Patricia, con lágrimas,
contó a la madre lo que
había ocurrido.
— ¡Hija mía! Cuando la
gente habla demasiado
acaba creando problemas
y enemistades. Y acusar
a la compañera de robar
fue muy grave, Patricia
— dijo la madre, seria.
— ¿Y si fuese verdad,
mamá?
— Aun así, tú deberías
hablar primero con la
persona que piensas que
está en un error. ¿Tú
conoces la historia de
los tres monos sabios?
¿No? Pues dicen que las
imágenes de los tres
monitos ilustran la
puerta de un templo
antiguo, en una ciudad
de Japón. Voy a
mostrártelo.
La madre fue a buscar la
imagen que tenía
guardada y se la mostró
a la hija.
— ¡Ves, Patricia! La
imagen de ellos
significa: no oiga el
mal, no hable del mal y
no vea el mal.
La niña pensó un poco y
preguntó:
— Mamá, pero... y se
oímos o vemos algo mal,
¿no podemos avisar a las
personas?
— Depende. Si el error
de la persona sólo le
perjudica a ella misma,
es un problema de ella.
Si, sin embargo, ese
error puede perjudicar a
personas inocentes,
entonces no estamos
impedidos de avisar a
quién pueda
ayudar.
— Entendí, mamá.
— De cualquier modo,
Patricia, sería hasta un
error mirar todo color
de rosa. No estamos
impedidos de ver el
error, sino de
comentarlo, por una
cuestión de caridad para
con el prójimo. Lo
importante es que,
viendo u oyendo algo
equivocado, podamos
aprender, no cometiendo
el mismo error que otra
persona cometió.
— Todo bien, pero y
ahora, mamá, ¿qué hago
yo??
— Piensa. Si tú
estuvieras en el lugar
de tú compañera
Fernanda, y ella en tú
lugar, ¿que te gustaría
que ella te hiciera?
La niña pensó un poco y
respondió:
— Me Gustaría que ella
me pidiera disculpas
ante toda la clase.
— Bien pensado.
Entonces, actúa de igual
manera para con ella.
Al día siguiente,
Patricia fue a la
escuela y, delante de
toda la clase reunida,
ella se dirigió a la
clase, con coraje, y
dijo:
— Fernanda, ayer yo me
equivoqué acusándote,
sin saber se era verdad
o no. Lamento lo que
ocurrió y te pido
perdón. Estoy
avergonzada. Eso nunca
más va a pasar. Aprendí
una lección. De hoy en
delante, quiero vivir
bien con todos y nunca
más voy a hablar demás.
Fernanda se levantó y
fue hasta la compañera.
Después, la abrazó
diciendo:
— Todos nosotros nos
equivocamos, Patricia.
Lo importante es
mantener nuestra
amistad.
Patricia sonrió,
agradecida, delante de
la generosidad de la
amiga.
— Podéis creerlo.
Aprendí la lección.
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Y, con buen humor, imitó
a los monitos,
reproduciendo con las
manos los gestos como si
dijera: no oigo el mal,
no hablo el mal y no veo
el mal. |
Tía Célia
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