Octavio era un niño que
le gustaba mucho plantar
flores. Siempre que no
estaba en la escuela,
era encontrado en el
gran patio de su casa
removiendo la tierra.
Por eso, en su
cumpleaños, los padres
decidieron darle de
regalo una regadera, una
azada, un rastrillo y
una pala, pequeños,
proporcionados a su
tamaño, una vez que él
tenía sólo ocho años.
Octavio, con todo, era
un niño muy
despreocupado, dejando
sus cosas siempre
desarregladas y fuera
del lugar.
La madre, servicial, es
quien tenía que guardar
todo lo que él usaba,
pues no servían consejos
y avisos.
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Al recibir el regalo,
Octavio se sintió muy
feliz.
— Gracias, papá. Ahora
sí, voy a poder trabajar
la tierra como tanto me
gusta. Hasta ahora no
conseguía manejar bien
tu azada, papá, porque
ella es demasiado grande
para mí.
Al entregarle el regalo,
el padre lo advirtió:
— Tú tendrá esas
herramientas por mucho
tiempo, hijo mío. Es
preciso, sin embargo,
cuidar de ellas. No
puedes dejarlas en
cualquier lugar,
abandonadas. Después de
usarlas, deberán ser
bien guardadas.
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Satisfecho y sintiéndose
un hombrecito, el niño
respondió:
— No te preocupes, papá.
Sabré cuidar muy bien de
ellas.
Y, al día siguiente,
Octavio se levantó bien
pronto para poder mover
la tierra utilizando los
nuevos regalos que había
recibido.
Algunos días después, ya
olvidado de la alerta
paterna, dejaba la azada
tirada en cualquier
lugar.
El padre lo vio, sin
embargo no dijo nada,
esperando que el hijo
tuviera cuidado.
Octavio pasó algunos
días sin poder ir al
fondo del patio porque
necesitaba estudiar para
las pruebas. Después,
por una semana llovió
sin parar, impidiéndolo
de salir de casa para
trabajar con la tierra.
Después de quince días,
cuando el día amaneció
limpio y claro, con
bello sol brillando en
el cielo, el chico
corrió para el patio. No
veía la hora de trabajar
con sus plantitas.
Ellas habían crecido
bastante con la lluvia y
estaban bonitas. Sin
embargo, también la
hierba había crecido
mucho y era preciso
arrancarlo.
Octavio buscó la azada,
pero no la encontró. No
estaba guardada junto
con las herramientas de
su padre, en el
cuartito.
Preocupado, se puso a
buscarla. Buscó...
buscó... buscó...
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Hasta que la encontró.
Estaba caída en el
suelo, toda llena de
barro.
Octavio la cogió,
contento. Pero, ¡que
decepción! Con tristeza,
notó que su azada estaba
toda destruida, corroída
por la herrumbre.
Él lloró, lloró mucho.
Estaba preocupado con la
reacción del padre
cuando lo viera.
Ciertamente, sería
reprendido.
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El padre, viéndolo
triste, al contrario de
lo que el niño esperaba,
se aproximó cariñoso y
comprensivo, afirmando:
— Todo en la vida
necesita cuidados, hijo
mío. Hoy, tú recibiste
una lección valiosa,
perdiendo sólo una
pequeña azada de
juguete. Pero, en la
existencia, podremos
perder cosas mucho más
importantes si no
tenemos atención y
cuidados. Los propios
talentos que el Señor
nos confió, si no fueran
bien utilizados, podrán
sernos retirados.
Octavio se quedó
pensativo, meditando en
todo lo que su padre le
dijo.
Desde este día en
adelante, se volvió un
niño cuidadoso y
responsable.
La lección le sirvió
toda su vida.
Octavio creció, estudió
bastante y entró para la
universidad. Como era su
deseo, se hizo agrónomo,
pero nunca se olvidó de
la lección de la azada.
Tía Célia
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