El cumpleaños de
Tiago se aproximaba
y, ansioso, él sólo
pensaba en la fiesta
que su madre le
había prometido
hacer.
Él completaría siete
años y, con su
letra, hizo la lista
de invitados,
pensando en los
regalos. Así, colocó
sólo a los
compañeros más
ricos.
Su madre, Luisa,
observaba sin decir
nada.
Tiago quería la casa
bonita, adornada
para la fiesta.
Además de perritos
caliente, tendría
dulces, una linda
tarta, zumos y
helados.
Dos días antes del
aniversario, tocaron
la campana. Eran
unos parientes que a
Tiago no le gustaban
mucho. Luísa, al ver
a la prima y los
hijos fuera,
gentilmente dijo:
— ¡Berta, que
prazer! Entrad.
¿Como están, niños?
— saludó a los
gemelos Roberto y
Ricardo, de siete
años, y Vinícius y
Ângela, que tenían
seis y cinco años de
edad.
— ¿Luísa, puedo
hablar contigo? —
preguntó, humilde.
— ¡Claro! Siéntate,
Berta.
Tiago miraba a los
intrusos con cara
fea. No les
gustaban. Berta era
una prima pobre,
siempre pidiendo
ayuda, y los hijos
andaban sin
arreglar, con
zapatos viejos y
agujereados.
— Tiago, sirve a los
niños un pedazo de
aquella tarta de
chocolate que hice
ayer y el zumo que
está en la nevera.
De mala voluntad,
Tiago llevó a los
primos para la
cocina. Cuando
volvieron, oyó a
Berta decir,
conmovida:
— Gracias, Luísa. No
sé lo que haría sin
tú ayuda. Nuestra
situación es
realmente difícil.
Con mi marido
enfermo, sin poder
trabajar, nos falta
hasta lo necesario.
— No me lo
agradezcas, Berta.
Somos parientes y
debemos ampararnos
mutuamente. Tengo
seguridad de que tú
harías lo mismo por
mí.
Después de
despedirse de las
visitas, Tiago
irguió la cabeza,
orgulloso:
— Los primos
quedaron admirados
al ver las bolas y
los dulces que tú me
hiciste. ¡Yo dije
que eran para mi
cumpleaños!
— ¡Ah! ¿Y tú los
invitaste para tú
fiesta?
— ¡Claro que no,
mamá! ¡Ellos no
podrían darme
regalos! Además de
eso, ellos no tienen
ropas de fiesta.
La madre miró el
hijo, lo llamó cerca
de sí, lo colocó en
el regazo con
cariño, y dijo:
— Sabes, mi hijo,
Jesús enseñó cierta
vez que cuando la
gente fuera a dar
una fiesta deberían
invitar a las
personas pobres y
necesitadas, que no
pudieran
retribuirnos la
gentileza, porque el
Padre del Cielo nos
retribuiría.
— Entonces, ¿no
puedo invitar a mis
amigos? — replicó el
chico, descontento.
— Ciertamente que
Jesús no quiso decir
eso. Él quiso
enseñar que tú
puedes invitar a
quién quieras, pero
no debes olvidarte
de aquellos que nada
tienen, que son los
pobres, los
enfermos, los
paralíticos. Y
debemos hacer eso
especialmente a los
parientes en
dificultades.
Esos son los más
necesitados.
— ¡Ah!... ¿Y por
qué? — indagó el
niño, sorprendido.
— Bien. ¡Y si la
situación fuera
diferente? Es decir,
si nosotros
estuviéramos en la
posición de Berta, y
ella en la nuestra:
como tú, Tiago, te
gustaría que la
familia de Berta
actuara con
nosotros, si fueran
a dar una fiesta?
Tiago pensó...
pensó... pensó y
después respondió:
— Yo me quedaría muy
contento si fuera
invitado para esa
fiesta.
— Eso mismo, mi
hijo. Por eso Jesús
enseñó que, en caso
de duda, debemos
siempre colocarnos
en el lugar de la
otra persona, para
saber cómo actuar
con acierto.
A la mañana
siguiente, Tiago
despertó decidido.
Antes de ir para la
escuela preguntó:
— Mamá, tras la
clase, ¿nosotros
podemos ir a la casa
de mis primos? Creo
que yo tengo ropas
que sirven para los
primos y no me
importa hacerles
regalos a ellos.
¡Finalmente, tengo
tantas!
— Quedo satisfecha,
Tiago. Tus ropas
sirven, sí. Vosotros
tenéis más o menos
el mismo tamaño. Y
si faltarse para
alguno de ellos,
especialmente para
Ángela, nosotros las
compraremos.
Tiago se mostró
satisfecho y
animado.
Tras el almuerzo,
separaron las ropas
y calzados de Tiago,
y él insistió en
coger piezas buenas
y nuevas. Después,
compraron lo
restante, un vestido
y zapatos para
Ángela.
Enseguida, fueron
hasta la casa de
Berta.
— Que placer
recibirlos en
nuestra vivienda,
Luísa. ¡Niños,
tenemos visitas!
Los niños entraron
en la sala,
curiosos, y pararon
impresionados al ver
a Tiago y la madre.
El primo siempre los
trataba muy mal.
Ese día, sin
embargo, fue
diferente.
Tiago dijo:
— Vine a invitaros a
vosotros para mi
fiesta de
cumpleaños.
Berta, sorprendida,
tímidamente
respondió:
— Te lo agradezco,
Tiago. Sin embargo,
es imposible. Mis
hijos no tienen
ropas para ir a una
fiesta.
Tiago cogió las
bolsas y dijo
eufórico:
— ¡Pues ahora
tienen! Trajimos
algunas ropas y
espero que sirvan.
Aquí está: Ricardo,
Roberto, Vinicius y
Ángela — y entregó
los paquetes con el
nombre de cada uno.
Aguantando la
respiración, la niña
tocó las palmas:
— ¿Hasta para mí?
¡Ah! ¡Que bueno!
¡Que bueno!
Luisa cogió otro
paquete y se lo
entregó a Berta:
— Los niños no
pueden ir solos,
Berta. Traje unas
ropas para ti
también. Espero que
sirvan.