Como todos los niños de
la calle, a Alberto le
gustaba jugar a la
pelota después de las
clases.
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Llegaba a casa, guardaba
la mochila con el
material escolar, se
quitaba el uniforme,
almorzaba rápidamente y,
cuando la madre iba a
buscarlo, ya no lo
encontraba más. Estaba
en la calle golpeando el
balón con los vecinos.
El barrio donde residía
Alberto era bastante
tranquilo; la calle casi
no tenía movimiento,
permitiendo a los niños
jugar a voluntad. Más no
a todos los habitantes
les gustaba ese juego.
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El señor Antonio, hombre
solitario y malhumorado,
vivía siempre irritado
con la algarabía que los
chicos hacían.
Protestaba del ruido,
alegando que no tenía
paz dentro de su propia
casa. De esa forma, la
relación de los niños
con él era la peor
posible.
Cierto día, Alberto
chutó el balón y ¡zas! —
el cayó en la casa del
Sr. Antonio, rompiendo
un cristal. Asustados,
los chicos aguardaron la
reacción del anciano,
que no se hizo esperar.
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Se asomó a la puerta con
la mirada colérica, con
la pelota en la mano.
— ¿Quién tiró este
balón? — preguntó
nervioso.
Alberto, temblando de
miedo, dio un paso al
frente, identificándose:
— Fui yo, señor. No tuve
la intención de romperle
el cristal. Fue un
accidente. Le pido
disculpas.
El anciano, con todo, se
negó a devolver el
balón, acabando con el
juego.
Sentados en el bordillo,
tristes y desanimados,
los chicos decidían qué
hacer. Uno de ellos
sugirió:
— Ya que él no quiere
devolver el balón, vamos
a tirar piedras y romper
las otras ventanas.
— Tengo ganas de
agujerear los neumáticos
del coche de él — decía
otro.
— ¡De eso nada! Vamos a
entrar en el patio de él
y hacer la mayor
suciedad — afirmaba
otro.
Alberto, que era de
familia espírita y niño
de buenos principios,
oyó las sugerencias y
respondió:
— No podemos retribuir
con la misma moneda. Y,
además de eso, él no
deja de tener razón,
¡pues la calle no es
lugar de jugar balón!
Dejad esto conmigo. Soy
el responsable, una vez
que causé el problema.
Voy a resolver la
cuestión.
Llegando a casa, Alberto
contó al padre lo que
había ocurrido y le
pidió que lo acompañara
hasta la casa del señor
Antonio.
Ellos fueron, pero a
pesar de que el padre de
Alberto se comprometiese
a reparar el daño, nada
se arregló. El vecino
continuó inflexible,
afirmando que nunca más
devolvería el balón.
Durante algunos días los
chicos no pudieron jugar
más. Se reunían en la
calzada y quedaban
andando con la
bicicleta, los patines,
jugando al escondite, o,
simplemente, hablando.
Un día apareció un niño
nuevo en el barrio. Vio
el grupo reunido y se
aproximó, queriendo
hacer amistad.
— ¿Puedo jugar con
vosotros? ¡Llegué ayer y
aún no conozco nadie!
— ¡Claro! ¿Como te
llamas?
— Renato.
— ¿Estás viviendo por
aquí ahora? — preguntó
Alberto.
— Mi madre está enferma
y vine a pasar una
temporada con mi abuelo
Antonio, ¡que vive cerca
de allí!
— ¡Ah!...
Fue una sorpresa. Nadie
sabía que el viejo
solitario tuviera
familia. Los niños
intercambiaron miradas
entre sí como si
preguntaran: ¡¿Vamos a
dejarlo jugar con
nosotros?!...
Alberto, sin embargo,
percibiendo la reacción
de los amigos,
gentilmente se anticipó:
— Sé bienvenido a
nuestro grupo, Renato.
Conversación va,
conversación viene, el
recién llegado preguntó:
— ¿Vosotros jugáis a la
pelota?
Un poco incomodo, uno de
los niños respondió:
— Últimamente no hemos
jugado. Estamos sin
pelota.
— Ah, pero yo traje la
mía. Voy a buscarla —
dijo Renato.
La tarde entera jugaron
como antiguamente,
felices y
despreocupados,
olvidados ya de lo que
había ocurrido.
El viejo Antonio, cuando
vio que el nieto estaba
en medio del juego, no
tuvo coraje de
protestar. Pero, de
repente, nuevamente
ocurrió. Renato chutó el
balón y oyeron el ruido
de vidrio roto.
¡Ufff! El balón había
caído en la casa de
Alberto, |
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rompiendo un
gran cristal de
la puerta. |
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Renato, avergonzado, no
sabía donde esconder la
cara. Informado del
incidente, el señor
Antonio se aproximó
incomodo, acordándose
del día en que había
tratado tan mal al
vecino.
El padre de Alberto, con
todo, generosamente se
anticipó:
— No fue nada. Ocurren
accidentes. El chico no
lo hizo por mala
voluntad.
— Agradezco su
comprensión.
Discúlpenos. Insisto en
pagar el perjuicio.
Finalmente, fue mi nieto
Renato quien lo rompió.
Roto el hielo, el
anciano y el padre de
Alberto comenzaron a
charlar, haciéndose
amigos. Los niños
estaban satisfechos.
Renato era muy simpático
y sería buen compañero.
Sin embargo, el grupo
hizo una reunión y vino
a comunicar a los más
mayores, que charlaban
animadamente.
— Estudiamos el asunto y
llegamos a una
conclusión. Nos gusta
mucho el fútbol, pero la
calle realmente no es
lugar para eso. Para
evitar problemas y
mayores perjuicios,
resolvimos buscar otro
lugar para jugar.
Con una sonrisa, el
señor Antonio sugirió:
— Tengo un gran terreno
aquí cerca. ¿Qué tal
transformar aquel
espacio inútil en un
campo de fútbol?
— ¡Buena idea! — estuvo
de acuerdo el padre de
Alberto. — Los postes y
redes estarán por mi
cuenta.
— Acepten mi
ofrecimiento. Es de
corazón. Además de eso,
otros niños del barrio
serán beneficiados, si
transformáramos el
terreno en un local de
ocio para todos —
insistió el señor
Antonio.
Los niños, felices,
tocaban las palmas.
Corrieron para el viejo
solitario y le dieron un
gran abrazo, que borró
cualquiera trazo de
resentimiento, sellando
la amistad que nacía
gracias a la comprensión
y a la tolerancia de
alguien.
El nuevo amigo se
levantó y, con aires
misteriosos, salió,
volviendo poco después:
— Aún falta alguna cosa.
¡Aquí está el balón
vuestro!
Tía Célia
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