Alfredo era un chico muy
inteligente y que vivía
con libros en la mano,
buscando siempre
aprender cada vez más.
Él tenía un amigo de
infancia, Mario, a quien
despreciaba por no ser
muy dado al estudio. De
temperamento alegre y
extrovertido, Mario
vivía haciendo gracias y
alegrando a la gente.
Por eso mismo, Alfredo
reprendía al amigo,
afirmando:
|
 |
— ¡Tú necesitas estudiar
más, Mario, y llevar la
vida más en serio!
A lo que el otro
replicaba:
|
— ¿Por qué? Yo estudio,
pero me gusta también
alegrar a las personas,
de verlas felices. Y tú,
¿qué haces para los
otros con tus
conocimientos?
— ¿Yo? Nada.
Para los otros, nada.
¡Me gusta aprender sólo
para tener
conocimientos!...
Y así proseguían, sin
que uno consiguiese
convencer a otro.
Cierta vez, algunos años
después, Alfredo tuvo
que ir a un hospital
para visitar a su
hermanita que estaba
enferma, y se
sorprendió.
 |
Llegando al hospital, él
vio a un hombre vestido
de payazo que hacía
juegos para alegrar a
los niños y, caminando
entre las camas, dirigía
a cada uno de ellos
palabras de ánimo y de
esperanza.
— ¡Confíe en Dios! ¡Vas
a ponerte bueno!
— No estes triste.
Pronto vas a sanar.
¡Ten confianza!
— ¡Vamos a orar a Jesús
que tus dolores van a
pasar!
|
Alfredo quedó encantado
con el trabajo de aquel
hombre.
Cuando el payaso dejó la
enfermería, después de
jugar con los niños, el
ambiente había cambiado
por completo. Todos
estaban alegres, con un
nuevo brillo en la
mirada y sonreían. Una
ola de esperanza tomó
sus corazoncitos.
Alfredo fue detrás del
payazo. Quería
agradecerle por la
sonrisa de satisfacción
que hizo surgir en el
rostro de su hermana y
de todos los otros niños
y acompañantes.
Lo encontró
distribuyendo golosinas
y juguetes en otra
enfermería.
Aproximándose, dijo al
payaso:
— Deseo agradecerle por
el trabajo y felicitarlo
por la idea de alegrar a
los niños de este
hospital. ¡Notablemente
es como, después de su
paso, el ambiente se
modifica para mejor!...
El payaso miró
largamente a Alfredo,
con un brillo diferente
en los ojos y agradeció
las palabras de ánimo,
completando:
— ¿Pero tú no me
reconoces? Soy Mario,
¡tu amigo!... Sabes,
Alfredo, me gustaría
mucho ser inteligente
como tú y aprender
bastante. Sin embargo,
como tengo dificultad,
utilizo las
posibilidades que poseo
y lo que sé hacer para
alegrar a las personas.
Jesús nos enseñó que
debemos repartir lo que
tenemos con el prójimo.
Entonces, yo reparto mi
alegría!
Alfredo meditó por
algunos instantes,
avergonzado de sí mismo.
Él, que sabía tanto, que
tanto había leído y hubo
aprendido, nunca había
repartido nada con
nadie. Y Mario, a quién
él hubo despreciado por
no tener mucho
conocimiento, utilizaba
lo que poseía a
beneficio de los
niños.
Con los ojos húmedos,
Alfredo puso la mano
sobre el hombro de Mario
y dijo, emocionado:
— Tú me diste una gran
lección hoy, Mario.
Quiero que me perdones
el comportamiento
pasado. Aprendí ahora
que todo conocimiento
que adquirí no tiene
valor alguno si no
servir para alguna cosa.
Alfredo bajó la cabeza,
con una sonrisa tímida,
y añadió:
— Aún no sé como, pero,
si tú lo permites, a mí
me gustaría ayudarte en
ese trabajo que realizas
y que hace tan bien a la
niños.
— Tú me haría muy feliz,
¡mi amigo! — dije Mario.
Ellos se abrazaron como
verdaderos amigos e, a
partir de aquel día,
comenzaron a trabajar
juntos los fines de
semana. Alfredo contaba
historias y enseñaba
pasajes del Evangelio.
Aquel que sabe mucho
Y no reparte lo que
tiene
Es como el avariento
Que no agrada a nadie.
Tía Célia
|