Un bando de niños
retornaba para casa
después
de las aulas. Caminando
por la calzada ellas
reían,
despreocupadamente,
contando las artes que
habían hecho. De
repente, uno de los
niños recordó:
— ¡Atención! Estamos
cerca de la casa de la
guayaba.
Todos se callaron y, en
silencio, se aproximaron
a la casa.
Detrás del muro, había
una linda guayaba
cubierta de frutos. Las
guayabas, con savia en
el tronco y en las
ramas, estaban bien
maduritas y parecían muy
apetitosas.
Dos de los chicos más
expertos subieron al
muro, cogiendo algunas
frutillas con rapidez;
después otros dos, y así
hasta que todos hubieran
cogido las suyas.
En eso, oyeron un ruido
de gente que se
aproximaba.
— ¿Quién está ahí? –
gritó una voz de mujer.
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Ellos cogieron las
mochilas y, riendo en
voz baja, se pusieron a
correr. En la otra
manzana, considerándose
seguros, pararon y se
sentaron en la calzada,
divirtiéndose con el
juego.
Al llegar la casa, aún
riendo, Juliano contó a
la madre lo que habían
hecho. Y, cogiendo de la
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mochila dos
guayabas bien
negritas, le
ofreció: |
— Prueba, mamá, ¡son una
delicia! ¡Bien dulces!
La señora miró al hijo
con expresión seria y
preguntó:
— Juliano, hijo mío, ¿tú
hallas correcto lo que
hiciste?
El chico pensó un poco,
preocupado, al ver a la
madre contrariada, y
respondió:
— ¡Estábamos sólo
jugando, mamá! ¡“Todo el
mundo” hace eso!...
— ¿“Todo el mundo” hace
eso? ¡Lo que vosotros
hicisteis es un robo,
cuando estas frutas
podrían ser fácilmente
compradas en cualquier
supermercado, hijo mío!
El niño bajó la cabeza,
arrepentido,
reconociendo que la
madre tenía razón y
prometió que nunca más
iba a robar frutas.
— Muy bien, Juliano.
Quedo contenta que
resuelvas actuar
correctamente antes que
te ocurra cosa peor.
Porque, muchas veces, la
vida nos muestra la
realidad de manera más
dura y desagradable.
El chico quedó pensativo
al oír las palabras de
la madre, y fue a
guardar la mochila para
almorzar.
Al día siguiente,
Juliano ya había
olvidado la historia de
las guayabas, pero
evitaba volver de la
escuela con el grupo,
conforme la madre había
sugerido.
Tres días después,
pasando enfrente de
aquella casa, vio que la
guayaba continuaba
cargada de frutos,
maduros y apetitosos.
Juliano andaba con
hambre y su boca se
llenó de agua. Él
pensó... pensó...
pensó...
Después, entre robar las
frutillas y no robar, él
prefirió arriesgar.
“¡Finalmente, nadie va a
verme! ¿Y qué
importancia tienen dos o
tres guayabas al menos
para la dueña, que puede
tener cuantas frutas
quisiera?
No tuvo duda. Subió al
muro y atrapó a las
guayabas. Estaba
descendiendo, cuando oyó
una voz detrás de él:
— ¿Entonces eres tú que
has robado mis
guayabas?... ¡Hijo mío!
¡Bastaría que me lo
pidieras y yo te daría
cuántas frutas
quisieras! Podría dar
más: tengo naranjas,
mangos y bananas en mi
huerto.
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Rojo de vergüenza,
Juliano no sabía comodisculparse.
No era él quien
venía robando
siempre, ¿pero
adelantaría
decir eso ahora?
Ella no iba a
creerlo... |
— Le pido disculpas,
señora. Eso nunca más va
a ocurrir, yo se lo
prometo. La señora lo
miró con simpatía y
dulcemente lo invitó a
entrar.
— Venga, hijo mío. Tú no
me pareces un mal chico.
Voy a darte muchas
frutas. Mi nombre es
Dora. ¿Y el tuyo?
— Juliano.
Ella lo llevó para
dentro y habló con él.
Le mostró el pomar, el
papagayo y el perrito de
la casa. Hablaron
bastante y se hicieron
amigos.
Juliano salió de la casa
de Dora cargado de
buenas frutas.
Llegando a la casa,
avergonzado pelo que
había ocurrido, contó a
su madre, concluyendo:
— Tú tenías razón, mamá.
La vergüenza que pasé
hoy, yo jamás voy a
olvidar. ¡Pero yo merecí
esa lección! Tuvo su
lado bueno, porque
conocí a doña Dora, una
señora muy especial.
¡Ah! ¡Y ella quiere
conocerte!...
Juliano creció, se hizo
hombre, sin embargo
mantuvo en su mente la
experiencia que hubo
vivido, pasando siempre
a guiar sus acciones
para el bien, la
honestidad y la
verdad.
Meimei
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
20/9/2010.)
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